Agustín Cueva murió en silencio hace veintinueve años, un primero de mayo, como si la vida hubiera predestinado su partida en una fecha tan significativa para los trabajadores. Se silenciaba la voz de uno de los cultores más notables de las ciencias sociales latinoamericanas y del más recio y reflexivo exponente del pensamiento social ecuatoriano.
Cueva dejó una obra “sin parangón en estas tierras andinas”, según señalan diversos intelectuales del país, a través de ensayos, crítica literaria y textos académicos. Lector apasionado, leía a Marx, Lenin, Gramsci, Gabriel García Márquez, José María Arguedas, Ciro Alegría, Alejo Carpentier, Paul Nizan y Franz Fanon. Vibraba con la música de Silvestre Revueltas y de Héctor Villalobos. Y se daba tiempo para la poesía de Pablo Neruda y César Vallejo, según constatan sus amigos.
Se había formado en la teoría marxista tempranamente con estudios en Ecuador y en Francia, como bien apunta Pedro Jorge Vera: «Aún para sus enemigos y detractores, el marxismo es una filosofía y una cosmovisión que no puede ser eludida, no solo por su coherencia y su inspiración totalizadora, sino también porque ha encarnado en millones de hombres de todas las latitudes. Cueva pasó al primer plano de nuestro teorizar con la exposición iconoclasta de Entre la Ira y la Esperanza y adquirió prestigio continental con El Desarrollo del Capitalismo en América Latina, obra premiada por editorial tan prestigiosa como es Siglo XXI, de México, que ha merecido una decena de reediciones y varias traducciones».
Cueva analiza con seriedad las principales categorías del pensamiento marxista, partiendo de la concepción de las clases sociales hasta la de la cultura, clase y nación, pasando por otros aspectos medulares, como clases sociales y propiedad, ciencias sociales e ideología de clases, y el concepto de enajenación. Se refiere, por último, a fetichismo e ideología, y al marxismo latinoamericano, su historia y sus problemas, según deja consignado Paul Maluenda.
Su extensa y profunda obra le valió el reconocimiento y admiración de personajes ajenos a su ideario. En gesto magnánimo Alberto Luna Tobar se refiere a Cueva en estos términos: “A estas alturas de nuestras vidas, gastadas muchas veces inútilmente, deberíamos preguntarnos cuántos sociólogos ecuatorianos han llegado tan verídicamente al sentido social de lo nuestro, con tanta altura como verídico realismo?
El aporte de Agustín Cueva al pensamiento social ecuatoriano es significativo, con estilo punzante y vigoroso caló muy hondo en los círculos académicos y sociales. “No solo en la intelectualidad, sino en la conciencia social de todos aquellos sectores que anhelan una sociedad distinta al capitalismo que hoy impera en nuestros países”, constata Francisco E. Flor en su texto Recuperar a Agustín Cueva.
Y Cueva es recuperado en las ciencias sociales como “un profundo crítico del sistema capitalista y partidario del socialismo como su alternativa”, cuya obra debe ser reeditada y estudiada por adherentes y detractores como una urgencia metodológica y gesto de cultura general. El propio Agustín lo insinúa como una premura intelectual: “Mi proceso de adhesión al marxismo obedeció, en proporciones probablemente equiparables, tanto a una opción ético-política como la fascinación por la única ciencia (el materialismo histórico) que jamás pierde de vista la totalidad del hombre y de su historia, que aspira siempre a reconstruir”.
Agustín Cueva muere hace ya tres décadas en mayo, el mes de los trabajadores, “tras resistir una implacable enfermedad, murió el 1° como queriendo significar, en esa fecha símbolo de los explotados, que su vida fue una lucha en favor de la dignidad del hombre”.
Desde entonces no dejó de ejercer influjo, de arrojar luz y desbrozar el camino de la lucha social, como bien reconoce Abdón Ubidia, en su reseña Los ardientes años que aún viven: “Porque nosotros, los intelectuales que no hemos dejado de reconocernos, a pesar de estos tiempos conservadores, en las proclamas y las tesis de los años sesenta, que, por cierto, datan de mucho tiempo atrás (pues se activan y adormecen periódicamente conforme a precisos ritmos históricos), hemos visto, sin duda, en el más brillante de los ensayistas ecuatorianos, un líder nato del talento, un capitán espiritual, siempre avanzado y honesto”.
Cambiar la sociedad y cambiar la vida, era la consigna. En la mejor tradición de Mariátegui, Agustín se propuso estudios varios acerca de nuestra realidad, constata Ubidia. El enorme peso feudal de la Colonia, sus oscuras herencias, denunciados antes por la literatura de los años treinta y, hacia finales de los cincuentas, súbitamente revaluados por las grandes vacas sagradas de entonces, fueron señalados por Agustín, como los grandes culpables, en duros y brillantes ensayos publicados, en principio, en Indoamérica, la revista que dirigió con Fernando Tinajero; también en Pucuna, la revista de los Tzántzicos, y desde luego en las innumerables charlas del Café 77, y en los distintos foros universitarios y sindicales. Entre la ira y la Esperanza, había una verdad profunda, irrebatible que avasallaba cualquier juicio particular y parcializado; cualquier apresuramiento o aparente falta de rigor.
¿Fue ese libro primordial, nada más que un síntoma de que el país de entonces, franciscano y conventual, semifeudal, atrasado y cavernario, estaba en vísperas de acabarse para siempre? ¿Fue Agustín apenas el heraldo de una catástrofe inevitable? ¿O contribuyó, en la medida de su alcance y posibilidades, a apresurar su fin?