Por Leonardo Parrini
Se muere como se vive y no se vive más allá de la muerte. Los andinos y ecuatorianos invocamos una muerte vinculada a nuestras tradiciones ancestrales, inmortalizada en aquella venerable melodía compuesta una noche de trasnoche, alcohol y arte que protagonizaron inspirados en un cuadro de Oswaldo Guayasamín, cuatro amigos, cuatro maestros que escribieron por turnos los versos del poema. Fueron los poetas Jorge Carrera Andrade (1902-1978), Jorge Enrique Adoum (1926-2009), Hugo Alemán (1898-1983) y el escultor Jaime Valencia (1916-2010), con música de Gonzalo Benítez y Luis Valencia: Yo quiero que mí me entierren como mis antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro…
Hay muchas formas de morir y cada cual tiene que ver con la manera de haber hecho la vida. Qué mejor que la muerte súbita de un cardíaco, sin preámbulos ni aspavientos en el transcurso del apacible sueño. La dulce muerte de morir de amor, como musita en su canción el griego Demis Roussos, mirando a los ojos del ser amado. O en la justicia humana de la muerte por Eutanasia, a la que tiene derecho quien sufre padecimientos físicos incurables.
Hay, pero, la muerte por suicidio, que no es un acto de cobardía, ni acaso de valentía, casi siempre de desesperación, cuando la vida tiene menos sentido que la propia muerte.
Está también la muerte blanca a la que conduce el efecto de las drogas, con mareos, desorientación y vómitos a millares surgir, el blancazo a que se exponen los drogadictos neófitos.
Pero hay la muerte injusta y repudiable de niños, hombres y mujeres inocentes, aquella propinada con armas de guerra en nombre de fanatismos religiosos y odios raciales: es la muerte que se vive y se muere en Gaza. Esa muerte que hiere de muerte la conciencia del mundo, que motiva el repudio de las naciones civilizadas, cuyos asesinos tienen nombre y apellido, en la reseña de su venganza histórica y en la mortal geopolítica de las potencias que los financian.
En nuestra sociedad, la pandemia y la violencia de todo tipo nos acostumbraron a la muerte, la convirtieron en paisaje rural y urbano. La decretaron parte de nuestra vida cotidiana, en las pantallas de televisión y en las amarillas páginas de la crónica roja.
En todos estos casos el ser humano se hace líos con el inexorable hecho de morir. En cierto sentido, muchos temen al tránsito de la muerte, a la forma en que pueden morir, otros desconfían de lo que puedan encontrar después de la muerte. Las personas religiosas, practicantes o no, de algún modo tienen resuelto el dilema entre la forma de morir y lo que hay después de la muerte. El asunto lo han solucionado con la fe en una vida que trascienda más allá del tránsito de la muerte. Se conforman con morir “en la gracia de Dios” e irse directo al cielo y permanecer allí por toda una eternidad. Esta tranquilidad de consciencia, esta zona de confort existencial es envidiable, y lamentable a la vez, de que no podamos compartirla sin resquemores de consciencia.
Lo más triste, es que quien se muere deja de sentir sensaciones en esta vida. “Ya no está entre nosotros”, como dice el dicho popular, y quienes sufrimos somos los que nos quedamos, no los que se van. Sin embargo, una idea consoladora cruza mi mente cuando pienso en la muerte de los seres amados: si su vida fue ejemplar -como siempre suele suceder- y hemos hecho carne su ejemplo de buenas cualidades, valores y costumbres, la muerte no existe: ellos seguirán viviendo de una valiosa y trascendente manera en nuestras vidas, la única posible.
A la hora del final, quiero que a mí me entierren en el vientre oscuro y cálido de cuna de madera de buen vino estacionado, de perfumados taninos con cánticos preferidos, y la serenidad y fuerza de mis seres amados, con el reconocimiento póstumo de mis virtudes, que acaso trasciendan si existen, y el olvido generoso de mis defectos, que ya de nada y a nadie servirán en este mundo.
El ser humano es lo que hace y no lo que dice ser. Entonces por ahí va la cosa: prefiero que recuerden de mí lo que hice y no dejé de hacer. Por sus obras os conoceréis, dice esa rimbombante sentencia. Bueno, que mis actos hablen por mí, o callen para siempre mis miserias existenciales.
Desde ya asumo esta verdad de Neruda: Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce.
Precisamente por ese miedo a la rutina de la muerte, solicito gentilmente, que algún generoso amigo repita en mi funeral a manera de responso, este poema nerudiano:
Tengo miedo y la tarde es gris y la tristeza
del cielo se abre como una boca de muerto.
Tiene mi corazón un llanto de tristeza
olvidada en el fondo de un palacio desierto.
Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño
que reflejo la tarde sin meditar en ella.
En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño
así como en el cielo no ha cabido una estrella
Sin embargo, en mis ojos una pregunta existe
y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste
abandonada en medio de la tierra infinita!
Se muere el universo de una calma agonía
sin la fiesta del Sol o el crepúsculo verde.
Agoniza Saturno como una pena mía
la Tierra es una fruta negra que el cielo muerde.
Y por la vastedad del vacío van ciegas
las nubes de la tarde como barcas perdidas
que escondieran botellas rotas en sus bodegas.
VIDEO
https://www.youtube.com/watch?v=OnUGxl4-wwM