Por Leonardo Parrini
Eso mismo hace literalmente Guillermo Lasso, el banquero ecuatoriano que deja el poder de un Ecuador a oscuras, siendo el último en salir casi a hurtadillas de un gobierno absolutamente ganador, como el régimen con mayores fracasos en la historia republicana del país. Lasso llegó al gobierno con dudas ciudadanas y con las propias dudas acerca de lo que había que priorizar, y comenzó por comprar vacunas contra el Covid 19 a un precio internacional que nunca informó con transparencia. Su aparato de propaganda, en aquel tiempo muy “creativo”, capitalizó la vacunación como “un logro del gobierno”, cuando en realidad era una medida que había que tomar, sí o sí, de manera obvia e inmediata, como hizo la mayoría de países en el mundo.
En Ecuador nunca se sabrá por cuánto, cómo y dónde se compraron las vacunas, y cual fue la cuantía del negocio. El régimen de Lasso lo hizo en medio de una verdadera telenovela que mostraba por capítulos la llegada al país, como por cuentagotas, las vacunas al aeropuerto, mientras el presidente, el vicepresidente o el ministro de Salud de entonces se fotografiaban sonreídos a la cámara por el gran suceso. Era el cuarto de hora de popularidad de un régimen que llegó a tener, de las tres cuartas partes del país, la aprobación a su gestión inicial y que, a poco andar, se derrumbó como castillo de naipes a medida que sus asesores, consultores, propagandistas y adláteres le dejaron hacer y deshacer en contra de los intereses de las mayorías, cada día más descontentas y arrepentidas de haberle dado el voto a un banquero. Cosa insólita en América Latina, región dependiente de los chulqueros internacionales y, precisamente, empobrecida por la política especulativa de los capitalistas financieros que manejan los hilos de la economía de nuestros países desde la bóveda de sus bancos o desde las oficinas del FMI.
Luego vendría el capítulo dos de un régimen convertido en historieta cómica por sus desaciertos: el gobierno intentaría imponer reformas que significaban precarización laboral, y reformas tributarias que sacaban más dinero en impuestos del bolsillo de los ecuatorianos; medidas de ajustes que implicaban reducir el rol del Estado en contra de la Salud y la Educación, sectores vitales que veían disminuir el presupuesto de gestión en desmedro de la calidad de sus servicios. En tanto, la prensa servil, utilitaria y obsecuente silenciaba lo que estaba sucediendo o justificaba en la opinión de sus archireconocidas fuentes donde profetizan opinadores, dizque expertos en esto y aquello, por lo general cadáveres políticos remozados al aire en entrevistas matinales amañadas.
El festín narco político
Lo peor estaba por venir. El día menos pensado, pero ampliamente esperado, se destapó la olla de grillos y los adláteres más cercanos al presidente vinculados por negocios familiares e institucionales al séquito del poder, resultaron estar metidos hasta el tuétano en vínculos con las mafias albanesas operadoras en Ecuador. En tanto, las organizaciones del narco negocio se apoderaban del país y sus instituciones militares, policiales y de justicia, -denunciados por la Embajada del país más narco consumidor del mundo-, narcogenerales y jueces comprados por capos del narcotráfico que manejan sus ilícitos desde los centros carcelarios convertidos en sedes nacionales del crimen organizado. La cosa cambio de color cuando el país se inunda de sangre por la violencia y los crímenes, desatada en las calles y cárceles.
El régimen ante estas evidencias, de cara al país, o mejor, a espaldas suyas, mostraba a un mandatario que caminaba trastabillando políticamente en cada intervención pública, pretendiendo justificar lo injustificable, sin energía ni liderazgo, o fortaleza moral para sostenerse en pie gobernando el país. Entonces optó por el cinismo, o el abierto embuste en cadenas nacionales abusivas del tiempo televisivo, mientras las encuestas mostraban el descenso en picada de la credibilidad y aceptación a la gestión del régimen.
La pérdida de respaldo se reflejaba en una Asamblea Nacional, cada vez más venida a menos, opositora al gobierno, pero sin mostrar efectivas soluciones a la enorme crisis de gobernabilidad a la que habían conducido al Ecuador. Un país ingobernable para unos e ingobernado para otros. Un «titanic» a la deriva en un horizonte lleno de iceberg políticos, en el frio clima fiscalizador de una Asamblea Nacional cada día más desprovista del calor y la confianza popular.
Entonces se comenzó a pensar en la muerte. Una muerte cruzada y súbita, por lo inesperada para muchos. El régimen echó mano de una argucia constitucional y cerró las puertas de la Asamblea Nacional dejando afuera y sin laburo a parlamentarios y funcionarios. En Carondelet se frotaban las manos, gobernarían a destajo sin oposición de una Asamblea Nacional que estuvo a punto de destituir al presidente Lasso, y que el mandatario ató de pies y manos con la muerte cruzada en medio del juicio político que lo conducía derechito a su destitución.
Pero había otro escollo en la ruta de la «dictadura legal» en lo que se convirtió el régimen de Lasso: una Corte Constitucional que cortó por lo sano y revisó el texto y el contexto de los preceptos constitucionales, a ver si los decretos presidenciales enviados urgentes, eran viables. Era el cuarto de hora político de un colectivo de circunspectos caballeros y damiselas, imbuidos ellos y ellas de una seriedad canina en el rostro de jueces omnipotentes, que terminó frustrando al primer mandatario quien comprobó que no era tan fácil jugar a dictador en un país enmarañado de argucias políticas.
Al final del día, el tiempo se fue acabando para el régimen y, con él, sus afanes privatizadores, neoliberales y, conforme la lógica de la trama establecida, se dio paso a las “elecciones anticipadas” con el resultado por todos conocido con un nuevo “outsider”, elegido presidente, heredero de una de las fortunas más escandalosas del país y de una clase de empresarios bananeros dispuesta a repetir el libreto neoliberal de sus antecesores banqueros. El país resbaló en la cáscara de plátano que los bananeros pusieron al pueblo en las elecciones y éste cometió, por segunda vez, el absurdo y craso error de elegir en un país empobrecido, a un millonario -en este caso- exportador de bananas, evidenciando en los hechos frente al mundo el mote de “Republiqueta bananera”.
Y al despedir a un régimen que no tiene ya nada que ganar o perder, porque nunca ganó el derecho de hacerlo, vivimos el otro absurdo de que en pleno siglo XXI Ecuador es un país tercermundista, sentimental y agrario, que depende de la lluvia para contar con energía eléctrica.
Los que se van apagan la luz, literalmente, en un país que ya venía sobreviviendo en una rotunda opacidad política y social. A los que llegan corresponde encender velas para invocar milagros ante la crisis, o para alumbrar los tétricos rincones de la triste Patria engañada y en tinieblas.