“Cuando en el escenario latinoamericano comienzan a sucederse fuerzas y candidatos de ultraderecha y algunos de ellos hasta llegan a ser gobierno, es hora de que el progresismo haga su mea culpa y reconozca qué lejos ha estado de hacer de las mayorías pobres y desposeídas sujetos de sus políticas y no meros objeto de ellas”. Esta categórica afirmación corresponde a Aram Aharoniani, periodista y comunicólogo uruguayo, presidente de la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y director del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico.
El análisis en cuestión discurre entre el significado del acceso a un gobierno y la toma del poder. Dos realidades diversas que exigen prácticas distintas: para acceder al gobierno solo basta ganar las elecciones, para tomar el poder se necesitan ideas, programas y acción popular. En esta disyuntiva entre gobierno y poder las fuerzas de izquierda y progresistas han renunciado a lo políticamente incorrecto y a la política radical, constata nuestro analista. Una izquierda progresista que luce de buen semblante y actúa con buenos modales ante el poder establecido, sin considerar que toda moderación nunca resolvió una crisis. En otras palabras, nunca el resultado de una elección resolvió una coyuntura crítica, menos aun si se la enfrenta de antemano como una derrota anticipada o acomodándose buscando el centro, o la orilla, evitando la identificación con el socialismo, con Cuba, con Venezuela, o cualquiera de las otras leyendas negras que nos han vendido.
La izquierda progresista hace mucho que no rediseña su discurso y sus practicas de acción, mientras la derecha no quiere imponer medidas regresivas sino concretar “un cambio cultural que rompa los valores del izquierdismo y los lazos solidarios tejidos durante el comienzo del milenio: volver al pasado es su futuro». El semblante de la izquierda luce sin fuerza para proponer una agenda de cambio, para revertir un ciclo conservador que comenzó en sus propios gobiernos del llamado socialismo del siglo 21. Y acaso se debe al incumplimiento de promesas de justicia y la falta de respuestas concretas a la angustia de la gente, conformes con el voto duro en los juegos electorales ya no hubo interés en ampliar las adhesiones con políticas de alianzas hacia otros sectores sociales organizados, así el progresismo latinoamericano se fue encerrando en su feudo electoral, cuando no, desplazándose hacia el centro y perdiendo la radicalidad de sus inicios.
El uso de la democracia declamativa
“La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunas de las verdades reveladas que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa desde el siglo 19. La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modemidad y al capitalismo, lo que obliga a cambiar los paradigmas que hacen a la vigencia del Estado”, señala Aharoniani.
Esta obligación no fue asumida por el progresismo que se subsume en una democracia declamativa para conservar sus espacios políticos y pretender sobrevivir con un sorpresivo prestigio, más aún cuando logra imponer en el imaginario colectivo que bajo su nombre, el progresismo, es una forma de nombrar a la izquierda. Obra y gracia confusionista de la intelectualidad europea.
Con ese apelativo ambiguo de progresismo, la izquierda enfrenta las elecciones. En esa línea, como señala Atilio Borón, los líderes progresistas Lula, Correa, Cristina y Evo no pueden caminar electoralmente solos y necesitan establecer alianzas con el centro político de lo contrario no pueden ganar ninguna elección. Las explicaciones suelen ser diversas desde las necesidades electorales hasta una ambigüedad de los actores políticos y las coaliciones reformistas que pueden acceder al gobierno. Y una vez allí tienen que gobernar con un aparato estatal obsoleto, institucionalmente debilitado frente a los poderes fácticos que lo han cooptado a su servicio. Adicionalmente, la izquierda progre parece dar la pelea en campos equivocados, a diferencia de la derecha y sus corporaciones mediáticas que desarrollan sus estrategias en nuevos escenarios de las transformaciones sociales y políticas “a partir de la digitalización de la economía y la consolidación de la virtualidad como nueva mediación económica, política y social”. Muestra de ello es que las protestas populares de octubre del 2019 en diversos países de la región producto de un hartazgo con el sistema no fue capitalizado por la izquierda y en casos concretos de Chile y Ecuador en el país del sur accedió al gobierno el progresismo de Boric mientras que en la mitad del mundo lo hizo el neoliberalismo de Lasso. Una mayoría silenciosa se quedó sin representación o se vio representada por el conservadurismo.
El progresismo hace uso de la democracia declamativa, aquella que se resarce en las elecciones, y que la propia derecha pone en peligro por sus excesos. Esto conduce a una realidad innegable: la democracia es de quien ejerce el poder y ese poder lo ejercen los poderes fácticos, como bien señala el ex presidente colombiano Ernesto Samper. De muestra algunos botones: la economía no se reactiva, tampoco se recompone el tejido social y la propia democracia es una mera declamación. Sin contar el uso excesivo de la fuerza para contener la disconformidad social, las facultades excepcionales y la judicialización de la política. En ese escenario de democracia declamativa cuando el progresismo accede al gobierno lo hace sin mayorías parlamentarias propias, en sociedades divididas y desigualdades profundas con fuerzas de la derecha que se han fortalecido, que si no ganan elecciones al menos tienen el poder de vetar los cambios.
Una panorámica regional muestra a lideres progresistas accediendo al gobierno desde el 2018 como López Obrador en México, Fernández en Argentina, Arce en Bolivia, Castillo en Perú, Castro de Honduras, Boric en Chile, Petro en Colombia y Arévalo en Guatemala. Anteriormente, entre 1995 y 2005, lo habían hecho en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia, líderes de una primera oleada progresista que surgieron en luchas populares, que desplazaron a la partidocracia neoliberal. “Esta segunda ola de gobiernos progresistas difiere de la primera, ya que acotan las posibilidades de transformaciones profundas y los alcances que pueda tener”, concluye el analista.
En respuesta a esta ola surge en América Latina una nueva ultraderecha racista y antifeminista con un discurso excluyente en relación a los derechos de género, el aborto y las disidencias sexuales.
En esta lógica el progresismo se ha resignado a alternarse en el poder con esa derecha emergente. Sin tomar en cuenta que, históricamente, “el sentido de buscar el poder del Estado es usarlo para derrotar a la clase dominante, no para dormir con ella. Desarrollar un proceso revolucionario -un cambio social fundamental en la estructura del poder- implica transformar indignaciones sociales en movimientos políticos, lo que implica la formación de nuevos contingentes de cuadros, dejando de lado el facilismo “moderno” de recurrir a formadores de imagen para ganar una elección: el problema es saber para qué se quiere ganar”, concluye Aharoniani.
La nueva hoja de ruta
El progreso del progresismo se enfrenta a una nueva hoja de ruta que propone el abandono definitivo del anacrónico modelo neoliberal, de vocación extractivista, aunque nunca habla del capitalismo: “Una hoja de ruta que carece de siquiera citas al poder de las trasnacionales, al complejo industrial militar, financiero y digital, a eso que la izquierda llama imperialismo”. Se trata de la hoja de ruta del Grupo de Puebla, que para el chileno Marcos Roitman “acaba por remozar al capitalismo y señala que existe cierta desazón y perplejidad, cuando se pasa revista a los fundadores: integrantes, a título individual (no representan a partidos ni organizaciones de masa) han sido o son presidentes de gobiernos, jefes de Estado, dirigentes de partidos políticos, ministros, embajadores”. Entre otros está el chileno José Miguel Insulza, ex secretario general de la OEA, el que combatió y declaró la guerra a Venezuela y su presidente Hugo Chávez, quien se opuso a la extradición de Pinochet a España, avaló las políticas estadounidenses para América Latina y como ministro del Interior del gobierno de Ricardo Lagos aplicó la ley antiterrorista de la dictadura para reprimir al pueblo mapuche, recuerda Roitman.
En definitiva, los procesos políticos del cono sur de América Latina suelen ser analizados en sintonía con la experiencia de las socialdemocracias europeas, sin tener en consideración que poseen particularidades que impiden utilizar conceptos nacidos en otros tiempos para comprender otras realidades, señala Aharoniani: Los gobiernos llamados progresistas responden a procesos originales en un momento muy particular del capitalismo global.
El progresismo ya no habla de derechos universales, sino de inclusión y ciudadanía que se pretende construir en base a nuevas formas de clientelismo. Se trata de profundización del capitalismo, desorganización creciente de la sociedad, domesticación de los movimientos sociales y represión para los obstinados como puntualiza Raúl Zibechi.
Por eso no es tarea fácil reprogramar la lucha social cuando es cooptada por el capital y los movimientos convertidos en ONGs financiados por la socialdemocracia europea, cuyo discurso central busca erradicar el espíritu crítico, la creatividad popular y la confrontación que caracteriza a la lucha.
Por eso no es muy difícil constatar que ninguno de los gobiernos progresistas no ha cumplido sus promesas más audaces. Y muchos de sus líderes no pueden confirmar que existe una “ideología progresista” definida y orientadora. A comienzos de siglo no era fácil determinar hacia dónde iban los gobiernos de Correa en Ecuador y Morales en Bolivia, cuyo radicalismo se convirtió en añoranza del líder. Lo más preocupante es su falta de autocrítica y que para justificar sus conductas muchas veces el progresismo enarbola el discurso de lo inevitable: se tolera o se justifica la corrupción en necesidades partidistas.
No se puede utilizar al Estado para conservar el sistema: la transformación profunda no está en el Estado, sino en la sociedad. En esa línea “la primera alternativa es abrazar el giro hacia la moderación y declarar que no había nada más que esperar que lo que en verdad ocurrió. Así, la primera alternativa viable es el “buen capitalismo”, lo demás son sueños perniciosos o ingenuos”. La segunda es afirmar que todo lo ocurrido es perfectamente revolucionario: estos gobiernos progresistas preparan condiciones para el desarrollo de un capitalismo moderno y avanzado que está abriendo el camino para el poder popular y la superación del capitalismo, como sugiere Atilio Borón. Una tercera alternativa, planteada desde los movimientos de base, es “condenar el giro en nombre de los principios, sea de un socialismo radical, de un ecologismo de base, de un feminismo movimientista, de una interculturalidad decolonial…o de la sinceridad política”.
De cara al progreso del progresismo, Aram Aharoniani concluye: “Pensar que el cambio puede estar en las figuras “históricas” de Pepe Mujica, Fernando Lugo, Rafael Correa o Cristina Kirchner, es apostar por el pasado. Más allá de los logros en sus gobiernos, fueron incapaces de crear el recambio generacional y adaptar las propuestas a un mundo que ha mutado y que sigue cambiando, incluso cuando nos despertamos de la pesadilla de la pandemia». El historiador Howard Zinn tiene razón cuando recuerda: “puedo entender el pesimismo, pero no creo en eso. No es sencillamente un asunto de fe, sino de evidencia histórica”.