Por Leonardo Parrini
En uno de sus momentos de reflexión de mayor lucidez, Milán Kundera dejó escrito que el ser humano está premunido de “una memoria poética que solo le permite recordar lo que ama”. Como una suerte de lenitivo para el drama de existir, esa poética memoria nos exime de mayores pesares y, para bien o para mal, permite olvidar aquello que nos hace daño y triza el alma derramando, como de una frágil copa, los fluidos de amargura que la colman.
Pero hay olvidos prohibidos y perdones imposibles. Aquellos que no debieran borrar en la memoria funestas vivencias, mayúsculas injusticias cometidas, atentados perpetrados contra el sentido mismo de vivir. Cierto es que, parodiando a Kundera, podríamos decir que hay una memoria insumisa que nos permite recordar aquello que nos atormenta y hace daño, que denunciamos como contraparte de una vida plena. Diríamos, además, que ambas -memoria poética e insumisa- suelen amalgamar en una sola remembranza, en una punzante nostalgia prohibida de soslayar, que hace imposible el perdón y olvido para aquellos que matan lo que se ama.
La memoria insumisa
Cuando evocamos el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Chile, no olvidamos que 7 de cada 10 chilenos y chilenas que viven en ese país no habían nacido hace 50 años. Quienes fuimos testigos de esos hechos brutales somos hoy una minoría dentro y fuera de Chile. Fuimos quienes vivimos de cerca esos acontecimientos y que tenemos la responsabilidad vital con la memoria, porque es lo que nos permite como sociedad reconocernos en el presente y saber que la historia no transcurre en vano.
A cincuenta años del sangriento golpe militar del 11 de septiembre, una postrera melodía de Víctor Jara, Somos cinco mil, escrita en su cautiverio de muerte, evoca la sangre de los caídos, torturados y asesinados en Chile. Sangre de combatientes no víctimas, sangre del Compañero Presidente Salvador Allende, sangre que golpea más fuerte que bombas y metrallas, que así golpeará nuestro puño nuevamente, como augura el cantor. Cuando hablamos del golpe fascista de Pinochet y de la dictadura que desató los crímenes de lesa humanidad en la tierra de Neruda, no estamos hablando de conceptos abstractos, sino que hablamos de hechos que quedaron marcados a fuego en la memoria individual y colectiva del pueblo chileno.
Solo el arte puede reivindicar la memoria de los caídos. Son cinco mil, se pregunta Víctor, cuántos más a lo largo de esa cueca larga y luctuosa en que los militares fascistas convirtieron a Chile en septiembre del 73. Simplemente, por la razón y la fuerza popular de inaugurar la justicia, por la razón y la fuerza de construir un mundo solidario de hombres nuevos, la sangre de los combatientes fue la medalla en el pecho de los golpistas.
Las fábricas se detuvieron, la semilla ya no germinó en los campos, las minas no dieron el metal precioso del cobre ese día 11 de septiembre, miles de páginas cerró el libro en las escuelas, solo habló la metralla, solo vomitó fuego, incendió y asaltó el Palacio de la Moneda, casa abierta al pueblo. Entre sus muros de fuego, el Presidente heroico, Salvador Allende, dispuesto a dar su vida a cambio, prometió que, más temprano que tarde, por las grandes Alamedas volvería a transitar el hombre libre, en homenaje a los trabajadores de su Patria.
Era el precio de la utopía de querer construir un mundo nuevo. Territorio libre de inequidades donde la riqueza fuera con justicia distribuida, que en la mesa del pueblo no faltara la provisión familiar, que el trabajo fuera más que un sustento de vida, que miles de libros iluminaran el sendero de una vida en plenitud, que el arte y la cultura devolvieran el sentido a la vida, que la reforma del campo hiciera producir la tierra cooperativa, que la voz soberana del pueblo austral decidiera su destino, y los acordes de la nueva canción chilena se escucharan a los largo y ancho del mundo.
Era el pecado de la utopía comunista que ponía en común la vida, mientras en el escondite del asesino se planeaba el exterminio. En los cuarteles castrenses alardeaba la violencia inusitada que se esparció por fábricas, aulas y estadios deportivos, convertidos en mazmorras de tortura y muerte.
Miles de manos que hacían andar las fábricas y maestranzas, que plañían las guitarras como las de Víctor, amputadas con odio, pánico y dolor, fueron torturadas. Perdido en el espacio de las estrellas, muerto acribillado el cantor popular, golpeado como jamás se podría golpear a un ser humano. Los planes de los fascistas impuestos desde el ministerio de la muerte, se cumplían con precisión artera, la sangre para ellos son medalla y la matanza es acto de heroísmo, cuando lentamente la vida quería más muerte.
Cuántos en toda la Patria, se pregunta Víctor. Cuántos que vivieron el espanto que él vivió, espanto como el que él murió. Llegaron a ser 40.000 personas que fueron ejecutadas, detenidas, desaparecidas o torturadas como presos políticos. A medio siglo del golpe de Estado, el silencio y el grito son las metas de su canto. Que la memoria insumisa grite esta ignominia, que no cicatrice la herida abierta de Chile, mientras una asignatura pendiente es hacer justicia para los reprimidos y asesinados, castigo para los perpetradores del crimen. Ni perdón ni olvido.
Última canción compuesta por Víctor Jara en el Estadio Chile ante de morir asesinado.