Este mes de agosto, el día 14, se cumple una nueva efeméride del fallecimiento de Bertolt Brecht, el poeta y dramaturgo alemán fallecido en agosto de 1956. A 67 años de su desaparición física, el legado de Brecht a la cultura conserva vigencia cuando se trata de encontrar una definición cultural y la propia función del arte en la sociedad.
En el próximo 9 de agosto también Ecuador conmemora el Día Nacional de la Cultura, mientras que la capital ecuatoriana proclama a Agosto Mes de las Artes, como un tiempo de producción artística y cultural. Estas dos circunstancias provocan reflexionar sobre dichas categorías a la luz del aporte teórico que dejó Bertolt Brecht, tanto en su creación literaria como su concepción de la crítica estética. La publicación de los trabajos de Brecht sobre la literatura y el arte constituye un acontecimiento en la tentativa de fundar en la práctica una teoría marxista de la producción literaria capaz de inscribir los resultados de ese trabajo en el contexto de una sociedad clasista. Brecht no concibe el trabajo artístico inaccesible a una crítica científica que funcione como momento interno de la producción y borre toda tentación empirista. La actividad teórica del escritor alemán constituye una respuesta concreta al mito reaccionario del «artista» intuitivo y «salvaje», «creador inspirado» que cultiva la ignorancia para mejor respaldar el carácter «mágico» de su obra.
Aquel artista enajenado que actúa al margen del conflicto de clases sintiéndose “independiente”, apolítico junto a su obra que emerge nada más de su “sensibilidad” subjetiva. Desmontar esa creencia romántica en el misterio de «la creación artística» es para Brecht la primera tarea que debe realizar una crítica materialista, objetiva de la obra.
Una obra vista siempre inserta en el conflicto de una sociedad dividida en clases sociales antagónicas en la que coexisten diversas estéticas posibles, distintos intereses culturales y la clase hegemónica impone sus criterios no por su cualidad universal sino porque dispone de los medios materiales para producir y difundir sus códigos de clase como verdades universales. Visto así, en la visión de Brecht los valores y gustos dominantes no son otra cosa que la expresión ideal, estética, de las relaciones sociales dominantes. Es decir, son las relaciones materiales dominantes transformadas en «ideas» estéticas. Por tanto, Brecht ve en la literatura un campo donde el conflicto de clases no es una simple lucha de «ideas» sino una lucha material por el control de los aparatos ideológicos que regulan la producción cultural. En tal sentido, para Brecht la cultura constituye en la sociedad de clases un privilegio y un instrumento de dominación: a través de los aparatos ideológicos la cultura se transforma en un sistema material que reproduce y afirma en un nivel específico las condiciones sociales de producción.
Es el propio sistema el que impone esta lógica contradictoria. El modo de producción capitalista transforma todas las relaciones «espirituales» y estéticas -entre ellas las del escritor burgués con su clase- en lazos económicos. La función social del arte está definida en el capitalismo no por las ilusiones ideológicas de los artistas, sino por la producción de mercancías. En otras palabras, Brecht sugiere que los aparatos culturales en el capitalismo no están al servicio del arte, ni siquiera al servicio exclusivo de cierta ideología artística: su función es orgánica porque son los encargados de subordinar el arte y la ideología a las necesidades objetivas de reproducción del sistema capitalista. En esa dinámica los críticos culturales son administradores del arte, en última instancia su función es la de aumentar o disminuir las ventas y mantener en funcionamiento la competencia.
Un ejemplo lo constituye el Mes de las Artes en Ecuador, cuando la sugerencia cultural está vista y destinada al entretenimiento o divertimento como espectáculo comercial y distraer al público de las condiciones materiales de la práctica artística para mejor imponer la ilusión de un arte «libre» y por encima del conflicto social. Esta tentativa ilusoria del arte, emana de la propia concepción idealista que existe del arte en nuestra sociedad; actividad humana que tendría una “esencia” inmutable como una “cualidad humana” ahistórica que es necesario preservar de la degradación a que la somete la voraz gestión de los aparatos culturales.
Un nuevo concepto de arte
Brecht define a la literatura, en tanto arte, «como una práctica social humana, con propiedades específicas y una historia propia, pero a pesar de todo, vinculada con otras”.
Brecht redefine los criterios que permiten pensar la nueva función de la literatura: «la nueva producción» debe encontrar su lugar en la sociedad a partir del enlace con una práctica fundamental: la lucha de clases. En este sentido, como señala Ricardo Piglia, para Brecht “la significación ideológica del arte, el modo de producción, las formas de distribución y de consumo, el público, los protocolos de lectura, el lugar del escritor en esa práctica, es decir, el sistema literario en su conjunto está determinado por los intereses de clase y son los intereses de clase los que en cada caso deciden qué cosa es el arte y a quién para qué «sirve».
A partir de la nueva concepción, Brecht propone cambiar de lugar el debate sobre el papel del escritor y sus tareas específicas en la lucha ideológica. «En lo que hace a su posición frente a la sociedad la mayoría de nuestros escritores son víctimas de un error muy cómodo: se piensan independientes. Todo esto proviene de que no saben en qué consiste su función de trabajadores intelectuales despojados de sus medios de producción”.
A este despropósito contribuye el contexto social que concibe y cobija al intelectual como un ser impedido de romper el misterio de la creación literaria, derrumbar el hermetismo de la obra que la vuelve elitista, tan distante de los diversos públicos -hombres y mujeres- que raya en la exclusión, cuando no en la misoginia. Esta concepción burguesa del arte que piensa que mientras más misterioso es, más incomprensible y distante al ser humano, mientras más inasequible es, tanto más “mágico”; una magia ilegible que pone distancia entre el artista y el arte y de ambos con el espectador. Tal es el caso del llamado arte conceptual que llega a prescindir del artista, ya que un artefacto cualquiera -sin haber sido creado por el artista- se convierte en arte en una “instalación” arbitraria.
Entonces, de ese modo la cultura se vuelve ajena al hombre y la mujer de carne y hueso. Ya no es fruto de su práctica social, productiva y creativa sino una entelequia que emana de un ser superior, exquisito, atormentado e incomprendido que es el artista burgués.
Está en la contraparte el artista vinculado al destino del ser humano, testigo de su quehacer, defensor de su derecho a la vida en sus diversas y complejas formas, el artista que toma partido por el hombre y su destino en una sociedad inhóspita y clasista, que lo relega a ser propietario paupérrimo nada más de su fuerza de trabajo que vende al dueño del capital. De manera que el arte en sus contenidos estéticos da cuenta de ese proceso de injusticia social y denuncia, concibe su revés y le multiplica el porvenir en una expectativa de cambio. Ese es el rol social del arte, a través de un proceso de comunicación transparente, asequible e inteligible a todos. Es entonces cuando el arte aproxima respuestas esenciales a las grandes cuestiones existenciales del ser humano.