Por Pablo Salgado J.
Era 1956. El Quito de entonces era mucho mas pequeño, pero tenía una intensa actividad artística. Se había convocado al Salón Mariano Aguilera, y se presentaron varios jóvenes artistas, pero solo uno fue aceptado: Oswaldo Viteri. Ante esto, en el día de la inauguración del Salón, Viteri descolgó sus obras y las trasladó al Museo de arte colonial, en donde exhibían los jóvenes que fueron rechazados: Anibal Villacís, Enrique Tábara, Hugo Cifuentes, y Guillermo Muriel. Fue un escándalo, tanto que Viteri terminó preso. Pero fué el acto que marcó la irrupción de una nueva generación de artistas y rompió con el predominio del realismo social. Así era Oswaldo Viteri. Luego, en dos ocasiones ganaría el Mariano Aguilera. Pero el Quito, artísticamente, ya no volvió a ser el mismo.
Oswaldo Viteri Paredes -Ambato 1931- siempre se sintió muy orgulloso de su ciudad natal, en donde realizó sus estudios primarios y secundarios, salvo un breve paso por el San Gabriel. Su tía Alicia le inculcó la lectura, pues era bibliotecaria de la Casa de Montalvo. De su padre, César Viteri, un médico de profundo humanismo, recibió la mejor formación para la vida. En una carta de despedida, su padre César -el 13 de noviembre de 1951- cuando el joven Oswaldo viaja a Quito a proseguir sus estudios universitarios, le escribió: “En este, tu primer viaje hacia el “gran mundo,” seguro que en él hallarás luz, serenidad, paz, grandeza, en tu ruta por el camino de lo estético. Se fuerte y valiente en la vida y en especial contigo mismo.”
Ingresó a estudiar arquitectura en la Universidad Central, a pesar que ya sabia de su inclinación por la pintura, de ahí que, una vez culminada su carrera, realiza estudios de arte con el maestro holandes Jan Shreuder y luego ingresa al taller del pintor norteamericano Lloyd Wulf, quien además lo inicia en el Budismo Zen, que marcaría su vida y su obra.
El primer gran reconocimiento que Viteri recibe fue, precisamente, el Salón Mariano Aguilera, en 1960. Desde entonces, nunca paró. Al siguiente año, recibe el premio en el Salón Bolivariano, de Guayaquil, y además una Mención en la prestigiosa Bienal de Sao Paulo. Aprende a dominar varias técnicas, el carboncillo, las tintas, óleo, ensamblajes, murales. Este dominio y una búsqueda constante le permiten transitar con facilidad del expresionismo al simbolismo, y luego al expresionismo abstracto. Gana otra vez el Mariano Aguilera, en 1964. Y, en el mismo año, la Bienal de Córdoba. En 1968 se atreve con el hapening, y luego empieza a incorporar a sus lienzos objetos con una alta carga simbólica. Después decide viajar a España, en donde incorpora lo neo-figurativo a su obra. Vive profundos conflictos interiores que se manifiestan en una poderosa serie de dibujos desgarrados y expresionistas; los exhibe y obtiene reconocimiento de la crítica española.
A mediados de los años 90, entablé una cálida relación de amistad con Viteri, quien solía invitarme a almorzar en su casa, en Calderón, al norte de Quito. Casa que la diseñó y construyó, ejerciendo como arquitecto. Almorzábamos los dos, solos, en el pequeño comedor de diario. Y sosteníamos largas conversaciones, sobre su arte, las exposiciones, pintores, libros, los toros.
Su casa era -es- mas bien, un museo. A veces acompañados, entonces, por su perro Lucas. En sus paredes y pasillos se agolpaban decenas de obras de arte moderno, de arte colonial y popular, y arqueología. Y terminábamos conversando en su taller, amplio y luminoso, pero cada vez más estrecho, no solo por los cuadros sino por una serie de objetos que se iban tomando los espacios. En las paredes destacaban su auto retrato y dos retratos, uno de Guayasamín y otro de Manuela Sáenz -quizá el mas famoso de la Libertadora- que lo pintó con su hija Ana María de modelo.
En sus primeros años universitarios, Viteri se interesó por el arte popular y formó parte del grupo que, presididos por Paulo de Carvalho Neto, recorrió el país, recogiendo testimonios de su cultura. Viteri boceteaba y dibujaba, y luego publicó, junto a Jaime Andrade, Elvia y Leonardo Tejada, y Olga Fisch, el libro Arte popular del Ecuador. Y fue, durante dos años, director del Instituto Ecuatoriano del Folklore. De ahí que nos es gratuito que esos signos, símbolos y elementos del arte popular aparecieran en su obra artística. Incorpora casullas, cáñamos, arpilleras y las muñecas de trapo, de aquellas que elaboraban las artesanas cajoneras en los portales de Santo Domingo.
Ensamblajes que nacieron de un experimento que realizó en 1968 -era director de la Escuela de Artes- con dos de sus alumnos mas aventajados, Unda y Román. Trabajaron a tres manos, improvisando una obra. Los dos alumnos dan brochazos fuertes y vigorosos. Pero Viteri deja la brocha y empieza a incorporar papel corrugado, malla de alambre, y hasta colillas de cigarrillos. El resultado, un gran ensamblaje. Obra que se encuentra aún en la Facultad de Artes. Unos meses mas tarde, Viteri incorporaría las primeras muñecas de trapo a sus “collages”. Mientras, Unda y Román, junto a Iza y Jácome, protagonizarían luego otro “escándalo” en el Salón de Guayaquil y formaría el grupo conocido como Los cuatro mosqueteros.
Pero hay un primer viaje al exterior que influye profundamente en su concepción de artista, el que realizó, en 1958, a Río de Janeiro, junto a Muriel, Villacís y Cifuentes. Vaya lúcida compañía. A su retorno, para ganarse la vida, trabaja como ayudante de Guayasamín en el mural de la Universidad Central, y luego en el mural del Palacio de Gobierno.
Viteri era sencillo, sereno, muy sereno, quizá por su apego al budismo zen. Amaba el arte popular, al que su obra está indisolublemente ligada, no solo porque a sus ensamblajes los pobló de las coloridas muñecas de trapo, sino porque le apasionaba la antropología y la investigación del folklore. Es el pintor del simbolismo popular y mestizo, el pintor de lo andino y lo abstracto, de los retratos y dibujos, de las tintas taurinas y los quijotes, de los desnudos, y de Manuelita. Este andar, en constante búsqueda, de un camino a otro, de la figuración, en sus dibujos y desnudos, a la abstracción o a los retratos era, sin duda, porque no quería encasillarse y peor repetir fórmulas o recetas. Me lo dijo una tarde: “No me gustan los patrones ni los trajes; cuando me ajusta el traje, me lo saco y ya está, empiezo a buscar, a disfrutar de la creación. ¿Así nacieron los ensamblajes y las muñecas? le pregunté. “No lo sé, me respondió, yo quería ir contra la norma, y fue algo insólito. No se quién me ordenó poner en un cuadro una bolsa de cemento, una capa antigua o una muñeca de trapo. No lo sé.”
Dos de estas obras le permitieron obtener el premio en la Bienal de Coltejer, en Colombia, y en el concurso del Banco Central. Y fue ahí cuando Viteri, con los ensamblajes, se volvió conocido para un público más amplio. Y empezó a tener un gran éxito comercial. Aunque siempre lo negaba: “El éxito de los ensamblajes es real, pero es éxito artístico, no comercial. Yo no pinto para vender, pinto por necesidad. Yo estoy dibujando siempre, y si eso vende, bien. Y sino, me da igual.”
A los cuatro años, sus padres lo llevaron a una corrida de toros y el pequeño Oswaldo queda impresionado. Su madre, María Elena Paredes, era una gran aficionada a los toros. Con los años, también Viteri desarrollaría una gran afición por la tauromaquia, hecho que también se reflejaría en su obra, pues ha pintado innumerables tintas, dibujos y retratos. Incluso fue muy amigo de los grandes toreros, a tal punto que conserva, en su casa, un traje de luces de Paco Camino y Luis Miguel Dominguin, el padre de Miguel Bose. Precisamente a Paco Camino, Viteri le preguntó: Paco, ¿de qué color miras la fiesta de los toros? -Negra, le contestó. Desde entonces, Viteri solo pintó toros en blanco y negro, “el contrapunto exacto de vida y muerte.”
Otra tarde le hice una pregunta, a partir de las críticas que, con frecuencia, se escuchaba entre otros artistas; ¿muchos sostienen que sus tintas taurinas son copias de Picasso? Viteri, sin inmutarse, me contestó: “Pueden tener influencia de Picasso, eso es legítimo. Pero mis tintas taurinas son tan Viteris como cualquier otra obra mía, porque es mi caligrafía.” Y no solo eso, sino que me contó un hecho cuando visitó, en España, la finca de Dominguín: “Llevé un frasco de tinta china y unos pinceles, justamente para verificar esto que dice la gente que no entiende de arte. Dibujé toda una corrida, desde la salida del toro hasta el arrastre; mas de treinta dibujos. Todos miraron las tintas, se sorprendieron y alabaron la serie. Y uno de los presentes, un torero retirado, me dijo: estos toros si son bravos, no como los de Picasso, que son mansos.”
Sus series de desnudos también han sido muy exitosas. Es, lo reconocen todos, un dibujante nato. Podríamos decir, sin exagerar, que dibuja desde siempre; y ahí están los cuadernos infantiles para probarlo. De ahí que su primera exposición de dibujos la realizó en 1957, logrando ya elogiosos comentarios. Además, la práctica del budismo zen le permitió desarrollar una caligrafía muy personal con rasgos orientales. Sus desnudos femeninos los pintaba siempre con modelo. Las mujeres siempre estuvieron muy presentes en su vida, pues se casó dos veces y tuvo cuatro hijas.
Viteri también vivió acompañado de la soledad y el silencio. Dejó de beber y fumar y nunca fue de muchos amigos. Le encantaba la música clásica, pero también la nacional, sobre todo Carlota Jaramillo. Nunca ha tenido ataduras políticas, a pesar que pintó el retrato presidencial de su tocayo, Oswaldo Hurtado, fue un forajido en las protestas contra Gutiérrez, y firmó un comunicado, de Cauce democrático, respaldando la candidatura de Guillermo Lasso: “Con honestidad le digo que que soy militante de mi destino de artista, yo solo pretendo usar las armas de mi libertad en beneficio del pueblo, del cual soy solidario.”
Son varias las exposiciones de Viteri que recuerdo con absoluta claridad. Es como si esas obras se habrían quedado impregnadas, cual casullas o muñecas, en mi memoria. La primera es una muestra, a finales del siglo pasado, en 1999, en su Centro Cultural, unas series neo-figurativas, cabezas ocres y grises, con unas líneas firmes y, al mismo tiempo, dispersas e impactantes. La segunda, una exposición concebida en la otra orilla, el neo-expresionismo, denominada Los desastres de la guerra; poblada de dolor, “brutal, como el rasgar de un fósforo” habría dicho el escritor Gustavo Garzón, desaparecido por las fuerzas policiales. Una exposición en grandes formatos inspirada en Goya y sus desastres. Y una tercera, a raíz de las revueltas de abril y los Forajidos, aflora el Viteri preocupado por su realidad y entorno social, luego de una década de inestabilidad política. Viteri carga contra la vil política de gobiernos corruptos, en El Poder en la Constitución, expuesta en el Colegio de arquitectos. La banda presidencial como símbolo de poder, rostros presidenciales descompuestos y manos convertidas en garras. Y la bandera ondeando en las protestas ciudadanas. Recuerdo en especial el cuadro Un corazón en la ciudad, un ensamblaje, en el cual está Carondelet con la bandera a media asta y la plaza repleta de gente -muñecas de trapo- que demandan paz y dignidad.
En 1997, Viteri obtiene el más alto reconocimiento que el Estado ecuatoriano concede a sus artistas, el Premio Nacional de Cultura Eugenio Espejo, de quien hizo también un precioso retrato. Y el premio lo obtiene junto a Nicolás Kingman, Angel F. Rojas y Alfonso Rumazo.
En una de esas tardes, de conversa y café, en su Centro Cultural que, lastimosamente para el arte y la ciudad, no pudo sostenerse, a pesar de sus esfuerzos y el de su hija Ileana, me platicó, entusiasmado, de su proyecto para construir la Mansión del Sol, pues era -como yo lo llamaba- un adorador del Dios Inti. Proyecto, que por esa constante ecuatoriana -la falta de apoyo- nunca prosperó. Su ilusión era, en el nuevo mileno, construirla en la ciudad del sol equinoccial, en el centro solar del mundo.
Finalmente, nunca olvido aquella noche en que Oswaldo Viteri apareció en radio La Luna, a la hora de mi programa La noche boca arriba. A través del vidrio de la cabina me hizo unas señas, le respondí -también con señas- que mando al corte y salgo. Así lo hice, pero al salir ya no estaba. El operador me dijo: el señor le dejó esto, y me entregó un tubo -de arquitecto- que contenía una de sus pinturas con una dedicatoria; «A Pablo, con gran afecto, de Viteri.» Hoy, en casa, contemplo esa obra y lo recuerdo mirándome a los ojos y diciéndome con total convencimiento: “el arte tiene que nutrirse de la libertad, de la libertad de la vida.”
Oswaldo Viteri sigue vivo. Su obra y su belleza trascienden y se quedan con nosotros, pues forman parte ya de nuestra esencialidad.