La homofobia es una forma de hacer política con complejo de superioridad de género. Un Estado patriarcal es un Estado homofóbico y lo demuestra en medidas, decisiones y acciones represivas como expresar discriminación a una marcha de “orgullo gay”. Tal fue el caso en Guayaquil con la decisión del alcalde Aquiles Álvarez, ex dirigente deportivo, político y empresario ecuatoriano, allegado al reformismo político que, con su sola decisión, contradice cualquier postura ideológica democrática y progresista. Su decisión pudo estar inspirada en dos vertientes, por un lado, en una actitud proclive a congratularse y sintonizar con posturas reaccionarias, conservadoras de clara inspiración teológica y, por otro, una actitud de irracional rechazo a la alteridad humana.
Álvarez impidió que la marcha del Orgullo gay realizada el sábado 1 de julio hiciera su habitual recorrido por el Malecón y la avenida Nueve de Octubre con bombos y platillos y, en su lugar, hizo sonar las trompetas de la moralina, acordes con la aversión hacia la homosexualidad de ciertas aniñadas damas guayaquileñas y tíomachos que se sumaron al acoso de género contra personas LGBTI.
Había que “impedir que la mariconería se pasee libremente por la ciudad”, como dijo en actitud de rechazo un ciudadano de florido vocabulario degradante, con motivos discriminatorios hacia personas de distinta orientación sexual. Y eso fue lo que se hizo en una acción política propia de un Estado intolerante. Pero la acción provino desde la autoridad de un gobierno autónomo descentralizado, GAD, una alcaldía que se supone representa a todos los habitantes de un conglomerado urbano. Se trató de impedir cierta visibilidad simbólica a una minoría ciudadana que se agrupa y marcha por las calles de un país, se supone “libre”, como cualquiera otra militancia, contraviniendo toda política pública inclusiva. Incluso, se sugirió desde redes sociales mandar la marcha a un recorrido por calles peligrosas en una ciudad agobiada por la violencia delincuencial. La decisión autoritaria del alcalde Álvarez a pocos días de una elección popular fue inoportuna y torpe, por decir lo menos o, valga la sospecha, de quinta columna, boicoteadora, como medio de presión para conseguir algo electoralmente sospechoso.
La decisión política del alcalde Álvarez estuvo disfrazada de preocupación por “la formación moral de la niñez ecuatoriana y sus buenas costumbres”, en un intento de coartar la acción de los cuerpos como una forma de coartar la acción de los espíritus. Claro, puesto que se reprime la apariencia como una manera de reprimir la conciencia de un ser humano que, libremente, elige su orientación sexual individual y la expresa colectivamente con otros individuos en una marcha.
En consecuencia, el Estado autoritario, omnipotente impone su criterio institucional disciplinario sobre una decisión absolutamente personal; inaceptable, sea por razones ideológicas, de género, de raza o de orientación sexual.
Huelga decir que Ecuador carece de políticas públicas anti homofóbicas que regulen la actitud de hipocresía conservadora propia de una clase periclitada en su obsolescencia moral. Una política desde el Estado central que ponga fin a la intolerancia frente a la diversidad, dispuesta a detener el acoso y la discriminación por identidad de género, como cualquier otra práctica política represiva inspirada en el desprecio al Otro.
Y no es un tema regionalista, pero en Quito en la marcha del Orgullo desfilaron el alcalde Pabel Muñoz y la prefecta Paola Pabón, encabezando a la ciudadanía. Un gesto personal o una política puesta en práctica bien vista por la vecindad tolerante. Una actitud intolerante propiciada desde el Estado pone en riesgo a personas que suelen ser agredidas y asesinadas cuando se desatan olas homofóbicas.
Educar en la diversidad es lo menos que podemos exigir a un Estado que se declara constitucionalmente unitario e intercultural. Sin embargo, la tolerancia va más allá de dejar transitar una marcha de colectivos LGTBI por el centro de la ciudad. Un Estado inclusivo implica establecer una educación pública para el entendimiento de la diversidad, poner en práctica planes de salud que incluyan las especificidades que reclama la población LGBTI, generar políticas de empleo que permitan la inclusión laboral, dar lugar a que personas LGBTI ocupen cargos directivos en empresas e instituciones públicas y privadas.
En definitiva, al Estado ecuatoriano le falta practicar una pedagogía progresista que se traduzca en políticas públicas democráticas e incluyentes. Las próximas elecciones son una invalorable oportunidad de exigir y elegir una política estatal destinada a la aceptación de la diversidad demográfica y absoluto respeto por la alteridad humana. Solo así podremos hablar con propiedad de cambio social.