Se ha dicho que para la cultura progresista el arte es un proceso creativo, emancipador y reparador, en un sentido tanto personal como social, cualquier arte que no aspire a esto es moralmente sospechoso. No obstante, para que la cultura exprese su sentido liberador el camino, lejos de estar expedito, convida a librar la batalla cultural contra los enemigos de la liberación del hombre, de la mujer y sus manifestaciones materiales y espirituales.
En Cuba, país donde tiene lugar una revolución social y, por tanto, un proceso liberador en significativa medida protagonizada por artistas, intelectuales y gestores culturales que, en el decir de Gramsci, son sujetos orgánicos del proceso junto al pueblo diverso de obreros, campesinos, estudiantes, pobladores del campo y la ciudad, ese proceso no deja de ser contradictorio.
En 1961, ya Fidel Castro señalaba a los artistas, escritores e intelectuales, la necesidad política que dentro de la Revolución se expresara todo, nada fuera de ella. Y en ese afán integrador del intelectual junto al pueblo surgieron las primeras controversias ante la puesta en práctica del principio revolucionario de defender la revolución de toda acción contraria a sus intereses colectivos. Tal fue así que un primer acto de censura artística ocurrió cuando se estableció la prohibición de un documental llamado PM que, sin voz en off, narraba la vida nocturna de La Habana. El Estado intervenía interponiéndose entre los realizadores de una pieza audiovisual que no entregaba claros elementos al espectador sobre el tema tratado y generaba una visión distorsionada de la realidad cubana.
Sobre el rol del Estado en la cultura los dirigentes cubanos habían sido claros: Es un deber de la Revolución y del Gobierno revolucionario contar con un órgano calificado que estimule, fomente, desarrolle y oriente ese espíritu creador. Rol estatal muchas veces incomprendido por los ciudadanos, otras veces mal practicado por el propio Estado, a través del ministerio de Cultura como pretendido guardián ideológico de la creación cultural.
El mal, o los males entendidos, surgen a partir del hecho de olvidar en la práctica que el artista debe ser por definición progresista, y su arte emancipador y reparador personal y socialmente. Condición sine qua non para que ello ocurra, es su libertad creativa. Y que cosa distinta es el aparato orgánico partidista que es, por su praxis, la vanguardia revolucionaria. Procesos que no vienen exentos de subjetividad, nada en ellos garantiza el cambio cuando lo viejo está muriendo, pero lo nuevo aun no puede nacer. Y en ese proceso del arte como expresión inclusiva que permite narrar historias, reflejar la cotidianidad y expresar sentimientos, adviene un valor estético que transforma las dinámicas creativas, académicas o autodidactas, en un espacio de crecimiento emocional donde se fortalecen lazos de humanismo y solidaridad.
Vemos esto en las artes, pero también en el mundo de las ideas, donde su forma de negación más explícita es el panfleto en un extremo, y en el otro, el arte por el arte, advirtiéndose distancias evidentes entre la cultura liberadora y una falsa liberación. Los seres humanos han utilizado el arte para expresarse y comunicarse durante siglos. La historia del arte y sus artistas nos han dado a lo largo de los tiempos obras y creaciones que despiertan sentimientos y activan la imaginación, pero al mismo tiempo reinterpretan la realidad, cuestionándola, confrontando sus sentidos con inéditos valores posibles de la utopía.
Prueba de ello es la obra artística del pintor Pavel Égüez, en la que emerge la imagen insumisa plasmada en un arte insurreccional que denuncia la injusta realidad de los excluidos y vilipendiados. Con los condenados de la tierra decide echar suertes el pintor, y levanta potente su voz de protesta y propuesta. Acreedor de esa plástica insurgente, la pintura de Égüez adviene en grito de esperanza en un mundo más justo y solidario, utopía esencial en la sugerencia estética del artista.
El arte, por tanto, es un acto de expresión y resistencia donde el hombre ha encontrado y propuesto nuevos sentidos a su existencia en el mundo, son las manifestaciones artísticas con las que entiende su tiempo y sus distintas formas para relacionarse con él. También el aspecto liberador del arte se manifiesta en que permite sacar lo mejor y peor del ser humano durante la dura prueba que significa ser testigo del sufrimiento, el quiebre económico, el cambio de paradigmas sociales, el colapso inaudito del país ante la vulnerabilidad de las políticas sociales, ante lo cual, se impone como nunca el prisma de la condición humana que, ante el cúmulo de incertidumbre, fluctúa entre la revaloración de la vida y las emociones universales como el amor, la libertad, la solidaridad, pero también entre el miedo, la zozobra y la clara demostración de que la realidad nos golpea en la cara: la vida no tiene sentido en sí misma, hay que dárselo: somos errantes y erráticos transeúntes finitos y tan solo pensarlo, abruma.
En tal sentido, el arte es un agente transformador, que recrea la realidad, propicia sus nuevas formas de expresión. Acaso en ese aspecto radique uno de los roles esenciales del arte: concebir lo nuevo, estimular el nacimiento de la transformación con capacidad creadora, y que una inercia social indeleble se aproxime a una rebelión. Solo entonces el quehacer intelectual, en la batalla cultural, acaso acorte la distancia entre la cultura emancipadora y toda forma de embustera liberación.
Imagen: Travesías y Naufragios, C.C. Casa Égüez