Por Luis Onofa
Hundida en el tráfago de los acontecimientos políticos y económicos del país se encuentra la fecha que debió y debería ser razón suficiente para instituir en Ecuador el Día de la Soberanía Nacional: 23 de junio de 1972. En esa fecha, hace 52 años, el gobierno militar del general Guillermo Rodríguez Lara creó la Corporación Estatal Petrolera Ecuatoriana (CEPE), llamada después Petroecuador, hecho que marcó el comienzo de una larga y azarosa historia de disputa del control de ese recurso natural entre el Estado ecuatoriano y las transnacionales petroleras, disputa llena de victorias y derrotas para el Ecuador. El suceso significaba también la ampliación del concepto de soberanía del país: ésta ya no era solo territorial sino también política y económica sobre sus recursos naturales.
Poco antes se había expedido la Ley de Hidrocarburos el propio gobierno de facto había declarado la propiedad estatal sobre el preciado recurso natural y le dio al Estado ecuatoriano el marco legal para crear su propia empresa petrolera. Hasta entonces, y desde la década de los años veinte del siglo pasado los yacimientos de la Península de Santa Elena, los únicos en producción en el país, habían sido explotados por la británica Anglo Ecuadorian 0ilfields sin que los ecuatorianos hubiesen percibido beneficio alguno de los ingresos generados por ese recurso. Mientras tanto, desde mediados de la década de los 60 del mismo siglo, el consorcio estadounidense Texaco-Gulf había estado buscando petróleo en la amazonía ecuatoriana, de cuya existencia ya se conocía desde al menos veinte años atrás. Y lo encontró en abundancia.
Con el aval del gobierno castrense y el respaldo de organizaciones sociales, de trabajadores y sectores progresistas del país, CEPE comenzó por adquirir las acciones de Gulf, que había sido accionista de algo más del 30 por ciento del consorcio transnacional, y luego compró la restante participación accionaria a Texaco, con lo que se convirtió en propietaria única del negocio petrolero en la amazonía. Mucho antes, en procesos más traumáticos para sus pueblos a causa de la oposición de las transnacionales petroleras, habían hecho lo propio México, con Lázaro Cárdenas; Brasil, con Getulio Vargas e Irán, con Mohammad Mosaddegh.
La narrativa que los adversarios de la nacionalización habían desplegado por el país era que éste carecía de la capacidad tecnológica para administrar una industria de alta y compleja tecnología. Pero CEPE demostró lo contrario: siguió explorando y confirmando la existencia de más petróleo en la amazonia; construyó la refinería de Esmeraldas, que funciona hasta ahora; tendió una red de poliductos con la que modernizó el abastecimiento de combustibles en el país. El Estado creó FLOPEC para el transporte marítimo de petróleo. Años más tarde pasó a manos de la estatal petrolera ecuatoriana, el Oleoducto Transecuatoriano, construido por Texaco-Gulf para el transporte de crudo desde la amazonía hasta Esmeraldas para su exportación a los mercados mundiales.
Con la nacionalización de la explotación petrolera, el país tuvo recursos que permitieron que su economía diera un salto desde la agroexportación hasta una incipiente modernización industrial y desarrollara una política exterior soberana, que le llevó a incorporarse a la OPEP, de la cual los gobiernos neoliberales la han retirado tantas veces cuantas han estado en el gobierno con el argumento de que las cuotas que el país debía aportar como miembro constituyen una carga que el fisco no puede asumir, como si la soberanía se midiera en dinero.
La responsabilidad política de ese camino nacionalista la asumió el gobierno de Rodríguez Lara, cuya administración, por cierto estuvo marcada también por la persecución a algunos líderes de izquierda, aunque no con el vendaval fascista de muchas dictaduras de entonces en el Cono Sur sudamericano. Los artífices y ejecutores de esa política fueron el contralmirante Gustavo Jarrín Ampudia, ministro de Recursos Naturales, y un grupo de asesores civiles, todos ellos olvidados ahora. Su renuncia, muy temprana en el régimen militar evidenció la fuerza que tenían los adversarios de la política petrolera nacionalista. Pero la semilla quedó sembrada. Había caído en una tierra fértil, regada además por los vientos reivindicativos del manejo soberano de los recursos petroleros que por entonces soplaban en el mundo.
Muchos trabajadores de Petroecuador entendieron su responsabilidad histórica, la asumieron y han cumplido. Unos cuantos han quedado involucrados en casos corrupción. Pero la balanza política de pérdidas y ganancias de la gestión de la estatal petrolera ecuatoriana arroja saldos positivos. Por ello mismo, sus adversarios no han cejado en su propósito de destruirla mediante la enajenación de su patrimonio. Además, la industria petrolera y el país enfrentan otros retos: la contaminación ambiental y la destrucción de la naturaleza. Hoy, el país y quienes emerjan triunfadores de las elecciones presidenciales y legislativas en marcha, enfrentan el reto de recuperar la fortaleza financiera, la eficiencia e idoneidad ética de la estatal petrolera y con ellas, la soberanía del país en la explotación de sus recursos naturales y despejar la ecuación medioambiental.