El trance político en el que se encontraba el país hasta hace unas horas, tuvo un desfogue provocado por la iniciativa presidencial de aplicar la “muerte cruzada” o recurrir a la opción, con revestimiento legal que le otorga la Constitución, de disolver la Asamblea Nacional. Si bien se afloja el nudo que entrababa la gobernabilidad, no se resuelve el problema del poder, que es lo que está en juego. El juicio político apuntaba a viabilizar el tema de la gobernanza, es decir, a posibilitar que una de las partes en conflicto -el bloque de poder político y económico hegemónico que representa Lasso o el conglomerado que agrupa coyunturalmente a sus opositores- se hiciera del gobierno y mantuviera el control del país.
Ocurrió lo primero, la derecha pese a ciertas diferencias actuó unida apelando a toda la institucionalidad del Estado para conservar la administración del régimen y, de ese modo, continuar pujando por mantener el poder y la vigencia del modelo empresarial neoliberal que representan sus privilegios de clase. A todo ese proceso, cuyo desenlace se veía venir, se le llamó crisis y el sistema desplegó todos sus recursos, la legalidad vigente, la influencia mediática y, en última instancia, las fuerzas armadas, verdadera instancia dirimente del conflicto cuyo comportamiento quedó claro con el pronunciamiento militar policial de actuar “en defensa del orden constitucional”.
Pero, detengámonos a pensar por un momento, qué es el orden constitucional sino el consenso manifiesto y escrito en una Carta Magna convertida en mandato, que refleja la correlación de fuerzas políticas existente en el país en un momento histórico determinado. La Constitución vigente del 2008 redactada cuando el correísmo era una fuerza política abrumadoramente mayoritaria representa la imposición de su ideología y del modelo de país que en ese momento se dijo era garantista de derechos populares, multiétnicos y plurinacionales. Ahora que el Gobierno se encuentra en manos de sectores empresariales, banqueros y eclesiásticos les permite con esa misma Constitución imponer las reglas del juego político. Lo cual no implica, necesariamente, que sea democrático, o que refleje los intereses ciudadanos mayoritarios. No, lo que supone es la defensa y permanencia de los intereses clasistas de una parte -acaso minoritaria- de la sociedad ecuatoriana. La lucha de clases no se la borra por decreto, pero si se la camufla intentando conciliarla con artificios legales. Eso es lo que ha ocurrido en Ecuador: el bloque hegemónico del poder político y económico criollo, pese a sus diferencias formales y ambiciones personales de algunos de sus representantes, consiguió actuar unido, tomar la legalidad vigente y mantener el gobierno.
Cierto es que se abrió la opción de que el pueblo elija a nuevos representantes públicos en el Ejecutivo y el Legislativo, y que aquello tiene significancia democrática, pero a esa contienda electoral no asisten todos en igualdad de condiciones. El bloque político económico hegemónico tiene a su favor ingentes recursos, y las instituciones del Estado que actúan y actuarán en concordancia con sus intereses. Ayer la Corte Constitucional rechazó la solicitud de declarar inconstitucional la medida de cierre de la Asamblea Nacional decretada por el presidente Lasso y sancionó a favor con la legalidad una medida en el fondo dictatorial que impide el contrapeso político en el país. Ahora el presidente Guillermo Lasso gobernará unos meses por decreto, periodo en el cual impondrá todo aquello que el Legislativo le objetó en su momento: reformas tributarias, reformas laborales, privatización de la seguridad social, reformas a la ley de comunicación, reformas a las leyes educativas y diversas disposiciones legales que le permitían imponer el modelo empresarial neoliberal que representa su gobierno. Lo importante era salvar ese modelo, más allá de las personas.
¿Qué opción queda a los sectores progresistas y reformistas en defensa de los intereses de las mayorías? En primer lugar, allanarse a lo dispuesto en la ley y seguir el juego electoral de concurrir a nuevas elecciones generales; tratar de influir en la opinión pública respecto de los contenidos de su modelo y programa político, intentar ganar en primera vuelta las elecciones presidenciales y obtener una potente representación parlamentaria. Parece fácil, pero ese es un reto cuesta arriba. Condición primera, es lograr la conformación de un gran frente unitario electoral que garantice todo aquello, posponer agendas sectoriales, intereses étnicos, etarios, de género y sectarios en nombre de un proyecto político nacional que refleje un nuevo modelo económico que saque al país de la miseria en que se encuentra, que refleje participación ciudadana popular activa en el quehacer político, que genere reales oportunidades para todos en lo laboral, educativo, cultural; es decir, un modelo de país que reinaugure una auténtica democracia. Eso es todo y es mucho.
La derecha y la izquierda lo saben, en teoría, ahora falta que lo apliquen en la práctica. La división es su peor enemigo. La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas, diremos parodiando el eslogan chileno: “el pueblo unido jamás será vencido”, pero cada cual unido por su lado y por sus intereses.
La derecha ya comenzó al revés exhibiendo a los oportunistas de siempre en la intención de un Yaku Pérez; un Fernando Villavicencio y el ex ministro Patricio Carillo para postularse a la presidencia y vicepresidencia del país. No faltaran otros. Todo el mundo admira al audaz, nadie honra al timorato.
La izquierda y el progresismo deben aplicar lo aprendido en una lección ya conocida, sin unidad política el poder se aleja. Ninguna fuerza partidista es capaz de captarlo por sus propios medios en solitario sin alianzas electorales; pero lúcidas, que permitan detectar aliados leales y potenciales traidores.
El correísmo, si pretende volver al poder, debe hacer campaña con su militancia dura y convocar a los más amplios sectores sociales y políticos de alguna manera compatibles con los intereses progresistas. Los candidatos son clave porque deberán tener un perfil tolerante, pero inclaudicable; transformador, pero democrático. En esa brega se verán los verdaderos liderazgos y su capacidad convocatoria y movilizadora de la voluntad popular.
En el trasfondo de la crisis, hay que visualizar la posibilidad de que una democracia auténtica permita en términos prácticos conseguir consensos nacionales, acuerdos mínimos, en función de una convivencia que haga posible que el país avance en el cause del progreso y de la prosperidad de todos y para todos. La política la hacen los pueblos, los políticos solo la interpretan. Ojalá asome un líder que cante claro las verdades y que, además, sea un buen interprete por armonía del país. Otra cosa es con guitarra.