Desde que el Ecuador iniciara en 1979 la más larga fase de gobiernos constitucionales de su historia no había vivido un régimen de mayores características oligárquicas que el actual, fruto de la consolidación de un modelo de economía empresarial, solo comparable al que desarrolló particularmente entre 1912-1925, durante la primera “época plutocrática”, según constata el historiador Juan Paz y Miño. Y bajo esa particularidad histórica, los gobiernos empresariales, inspirados en el neoliberalismo, han sido devastadores en la región, al impedir transformaciones sociales para el bienestar colectivo, conforme el análisis del historiador.
En esa dinámica el llamado retorno a la democracia a fines de los años setenta, luego de un periodo de regímenes militares, no significó otra cosa que la afirmación del poder de los grandes grupos económicos y de garantía de sus ganancias privadas en el país. Esa lógica histórica repetida de un periodo presidencial a otro desde los años ochenta, condujo a una significativa merma del rol del Estado en todos los ámbitos de la vida nacional. La economía se la dejó al libre albedrío del mercado, la política a las tensiones de intereses irreconciliables y la vida social a expensas de una descomposición sin precedentes en la historia ecuatoriana.
Asediado el Estado por las conservadoras fuerzas de los grupos económicos se fue debilitando, y con él, el propio sistema de representación política, al punto de que el gobierno de Guillermo Lasso ha perdido no solo legitimidad popular sino, además, el apoyo de sus antiguos aliados de la derecha política. Sin embargo, de cara a un juicio político en marcha, el régimen todavía cuenta con el respaldo del bloque empresarial, político y mediático cohesionado en torno al pánico que les produce la posibilidad de que retorne el correísmo. Desde luego que el juicio político representa “una confrontación entre bloques de poder empresariales-oligárquicos, cada vez con mayores vínculos mafiosos, dispuestos a defender el sistema de economías para el privilegio privado, rentista y elitista, mientras, en el otro frente se encuentra el conjunto de la ciudadanía, con empresarios menores y diversificadas capas medias, bajas y populares, que anhelan economías sociales para el bienestar colectivo”. Pero, esencialmente, el enjuiciamiento político representa un cuestionamiento a la forma de gobernanza oficial y un rechazo al gobierno amparado en el legítimo derecho que en democracia tiene la ciudadanía de responder a sus gobernantes que abandonan sus intereses prioritarios. Esta realidad pone de manifiesto la falacia de que el juicio a Lasso se trate de un intento de golpe de Estado, desestabilización de la democracia o terrorismo, argumentos que esgrimen los voceros defensores del presidente.
A la espera de una salida a la crisis, en ambos bandos del juicio se cree en una suerte de milagrosa solución a los graves problemas nacionales que van desde la falta de empleo, medicinas, y ausencia de oportunidades en educación, hasta inseguridad en las calles y amenaza criminal de asociaciones mafiosas que doblegan al Estado.
¿Por qué pedimos peras al olmo, una solución a quienes no la han dado ni la darán? Porque olvidamos que ya a inicios de este gobierno -incluso antes de ser elegido-, perfectamente sabíamos de qué círculos económicos y políticos provenía Lasso. No quisimos atender a los precedentes cuestionables que rodeaban el perfil político del actual mandatario, como protagonista del atraco masivo que significó el feriado bancario que implicó la multitudinaria migración de ecuatorianos y la forzada dolarización de la economía.
Todavía eran días del neoliberalismo en democracia, lo peor estaba por venir. Como la memoria es frágil, y había que debilitarla aún más, se construyó un relato sustentado en la conducta de un traidor, Lenin Moreno, sujeto útil a las oligarquías que concentraron todo su odio en lo que llaman “correato”, y cumplir con la recomendación de personificar en un enemigo todos los males nacionales.
A partir de entonces la cancha quedó marcada. El actual presidente no solo se candidatizó, sino que tuvo la complacencia y el respaldo electoral y político de otros sectores que sospechaban que el enemigo que tanto se habían empeñado en desprestigiar -el correísmo-, podía volver, según constata en su análisis Carol Murillo. Con ese norte, la brújula política quedó orientada desde un bloque de poder estructurado para afrontar el instante de la transición y el desgaste del correísmo. Y los sectores conservadores emprendieron una sistemática persecución política a los ex funcionarios del gobierno de Rafael Correa que incluyó la judicialización de la política y la destrucción de la obra pública del correísmo, debilitando aún más al Estado que dejó de atender elementales necesidades de la población. Ese mismo proceso persecutorio tuvo su revés. El gobierno de Moreno y de Lasso perdieron credibilidad y legitimidad popular, en medio de la total ausencia de políticas sociales.
Y llegó el día del juicio político a Lasso, al ex aliado, al incumplido presidente, al gobernante sin gobernabilidad que deja el país a la deriva. Llegó el ajuste de cuentas. Porque el juicio político es una revancha entre grupos de poder tan viejos como caducos en sus concepciones y prácticas económicas, pero además es un castigo popular. Y esta vía constitucional debe concluir con la destitución del presidente, según constata Murillo.
Sin embargo, en un sector del bloque de poder se menciona un vacío del juicio político que genera dudas sobre los procedimientos constitucionales, sin descartar todo tipo de triquiñuelas tendientes a entorpecer cada momento del juicio como una forma de blindar a Lasso.
Hoy día la crisis es más grave, ya que implica la supervivencia de millones de ecuatorianos en peores condiciones materiales que antes. Por eso que la única salida viable es que Lasso se vaya por la vía constitucional que debe concluir con su destitución. Esa es la propuesta que surge en el seno de la bancada parlamentaria de UNES, con apoyo socialcristiano, sectores de Izquierda Democrática, Pachakutik e independientes que deben sumar 92 votos.
A todos se le endilga ser correístas. ¿Qué será ser correísta? ¿Por qué será tan malo? ¿Por qué las hampas y mafias mediáticas utilizan este adjetivo como un descalificativo e incluso como un insulto?, se pregunta la escritora Lucrecia Maldonado. Otros se refieren a Rafael Correa Delgado con el epíteto de ‘dictador’ o ‘tirano’. ¿Cuáles son las pruebas? Pero, además, se pretende posicionar ‘correísmo’, ‘correísta’ como sinónimos de ‘corrupción’ y ‘corrupto’. ¿Antes de Rafael Correa nunca hubo un solo acto de corrupción en este país? ¿Y los nepotismos descarados de Durán Ballén, Bucaram y Gutiérrez, qué fueron? ¿Y el feriado bancario de Mahuad, dónde y cómo se originó? ¿Y la sucretización de Oswaldo Hurtado acaso fue un acto de transparencia y honestidad sin parangón? “La supuesta corrupción ha sido tan indemostrable que finalmente la condena para impedir su participación en política se agarra de algo tan etéreo y deleznable como el ‘influjo psíquico’ o alguna especie de irradiación sobrenatural inexplicable desde cualquier punto de vista”, concluye Maldonado. Es tal el sentido de culpa endilgado a buena parte de la población, que algunos prefieren seguir siendo la mayoría silenciosa, o negar sus convicciones y simular no ser correístas por temor al señalamiento.
Nada más degradante en política que negar lo que se es. Así empiezan su periplo de felonía los traidores. Quien está convencido debe morir con sus convicciones y mientras viva, defenderlas en vida. Aunque signifique pedirle peras al olmo.