En este mundo de incertezas es bueno llegar a cierta edad y reafirmar que se trata de la tercera edad, es decir, aquel tramo de tiempo cumplido en tres dimensiones. Una acumulación simultánea de años que dan cuenta de la edad de la inocencia, la edad de la rebeldía y la edad de la razón. Tres momentos que consignábamos cumplidos en diferente rango de tiempo vital. Entonces, la edad de la inocencia se cumplía durante la infancia; la edad de la rebeldía en plena juventud y la edad de la razón en cierta madurez.
¿Qué caracterizaba cada una de esas épocas, cuál era el signo de su tiempo cronológico? En la Primera Edad, sin lugar a dudas, la pureza espiritual, aquel periodo cuando creímos en todos aquellos mitos que fuimos construyendo, uno a uno, con estímulo de adultos mitómanos, crédulos en lo inverosímil: y no dejaba de ser hermoso. En la Segunda Edad, a no dudarlo, se distinguía la rebeldía, en ese caso reprimida por los mismos adultos crédulos en mitos insostenibles. Con una salvedad: no dejaba de ser desolador. En la Tercera Edad fue la razón: que no dejaba de ser irredargüible, con una verdad contra la cual no se puede utilizar argumento alguno.
En la primera edad, declarábamos con Paúl Nizan: “Yo tenía veinte años, no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. No, no era la juventud el divino tesoro del que habla el poeta, romántico e idealizante de una realidad que no quiere aceptar ante sus ojos. Adolescente, cuando se adolece de mil virtudes, un mal que se pasa con el tiempo. Una insuficiencia vital que se corrige, acaso, con los años y la inteligencia.
En la segunda edad, sentenciábamos con Jean Paúl Sartre: “Lo mejor que pueden hacer los padres, es morirse jóvenes”. Parricidas irreverentes y, en ciertos casos, injustos; nos parecía el mundo un entorno contrahecho por adultos crédulos, indistintamente, en verdades y mentiras.
En la tercera edad, confesamos con Marx: “El hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma”. No hay tal creación sobrenatural, no existe una prioridad natural por sobre el ser humano. La primera incredulidad fue no creer el Credo religioso, confesión de todas las debilidades humanas. Aceptación de un ser superior que regía nuestras vidas y la rebeldía consistía, precisamente, en sentirnos suficientes y prescindir de fuerzas extrañas para confiar en las propias.
Las edades de la Inocencia, de la Rebeldía y de la Razón. Inocentes con lucidez, sin cuestionar lo bueno de la vida, descubriendo en ella una belleza nueva cada día. Rebeldes con causa propia y ajena, depurando, destruyendo los mitos que forjamos uno a uno. Razonables, con la cuota de sabiduría que confiere la rutina, errores del pasado que llamamos experiencia.
La inocencia que me hace creer lo inverosímil, la rebeldía que me impulsa negar lo injusto. La razón que me permite ser más tolerante con lo intolerable. Como aspirante a apóstol de la verdad, me niego tres veces antes de que llegue el alba de la vejez espiritual. Porque lo más terrible -como canta Silvio- se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida.
Si algo nos enseñó esa vida, con onerosa factura que suele pasar, es a no negar un ser superior porque al hacerlo estamos aceptando su existencia. Solo buscar la razón del porqué, históricamente, los seres humanos buscamos una fuerza extraña que nos ampare, aun cuando estamos solos en el mundo sin dioses. Que solo bastan dos verbos con qué conjugar un tercero, que es vivir: luchar y amar, sin medir los límites de esa lucha y ese amor que suelen ser dos caras de una misma moneda. Vivir la vida cuando se ha vuelto irreversible -como la muerte misma-, que no es otra forma de vida, sino parte de ella.
Al cumplir, reiteradamente un año más de vida, de pie sobre la tierra como un árbol vivo la trilogía de un tiempo sin edad. Con inocencia, rebeldía y razón para seguir viviendo esta existencia como la edad más frondosa de la vida.