Por Abdón Ubidia
Un caballero de triste figura; como el otro: enjuto, el rostro largo, revuelto el pelo ensortijado, la barba hecha de prisa, desgarbado, la eterna chaqueta agrisada por el tiempo, la piel mediterránea, curtida por los soles diurnos y, sobre todo, nocturnos. Y desmintiendo todo ese estropeo casi emblemático, ese estilo de vida elocuente, bohemio, esa facha de hombre perdido: dos islas intensas: los ojos. No grandes: profundos; son lo más vivo de Luigi. Esos ojos oscuros, inquietos, cortantes. Por ellos entra el mundo y sale transfigurado en una mirada que le pertenece por entero.
Luigi es eso. Por sobre todo. Una mirada tenaz, sardónica, caricatural. La ironía en ella, paradójicamente, impone distancias, pero también acerca. Es un zoom: en el conjunto abigarrado de seres divertidos, pletóricos, a veces grotescos, otras, impávidos: de pronto, el espectador se aproxima a un rostro y descubre que es lo más importante del cuadro: la maestría del dibujo, la precisión de los colores, la mueca inevitable, lo vuelve el protagonista de la obra. Pero mentira. Basta saltar a otra figura y detenerse en ella: encontraremos la misma aplicada construcción: encontraremos otro protagonista. Y otro y otro. Entonces, retornemos al conjunto, devolvamos nuestro lente al principio. ¿Qué vemos en el espacio entero del cuadro? Desde la tiniebla de los márgenes se corre una nube abigarrada: es un enjambre de esos seres que se apiñan en rincones caprichosos. Pero todos ellos son protagonistas. Y no cuenta si participan de una orgía o de un tormento: no les importa: ríen, a veces desnudos, siempre esperpénticos, grotescos, ríen. Es lo que mejor saben hacer. O lo único. Si copulan, comen o miran, no importa. Su risa burlesca los salva y sostiene. Ellos son su risa. Están más allá del bien y del mal. Más allá de toda desdicha y condena. Su risa los vuelve ajenos e indiferentes. Nada les importa. Es su modo de estar en el mundo. Celebran el simple hecho de existir, así con la pobre vida que les ha sido dada. Pero puede ser que allí esté la trampa. Debemos preguntarnos si se miran como el pintor los ve: feos, deformes, exagerados. Si así fuera, su risa sería masoquista. No lo es. La mirada de su creador no les concierne. Como a los peces lo que está fuera de su pecera. Ellos habitan esa mirada como en un mundo aparte. Están dentro de ella sin otra inquietud que la del goce perpetuo que el autor les impone. De ellos no conseguiremos otra cosa que su burla.
No tenemos, pues, más remedio que juzgarle a él, al pintor, a Luigi Stornaiolo, el gran demiurgo que los ha hecho así como son, interrogarlo acerca de lo que ha representado, preguntarle por el sentido final de esa representación.
Velázquez nos enseñó, con sus Meninas, y lo dice Foucault, que no siempre lo representado consta en la representación: en ese célebre cuadro está referida, minuciosamente, la escena en la que el pintor retrata a los reyes; pero los reyes no están allí y sólo nos enteramos de su presencia por un detalle aparentemente secundario: por un pequeño espejo que, muy al fondo, los refleja.
¿Dónde están los seres que Luigi representa? A todas luces, como su apariencia los delata, ni siquiera están en el mundo, concreto y real, de todos los días. Ellos son la representación de una representación. Están dentro de Luigi. El entiende el mundo así: risible y extraño, muy merecedor de su risa.
«Sólo puedo reírme de los otros porque me río de mí mismo», le dijo al periodista Pablo Salgado en una entrevista del noventa y tantos, aludiendo a su cojera, es decir, también a la parálisis progresiva de su brazo derecho.
¿Para qué engañarnos, para qué guardar una compostura inútil, para qué eludir la tragedia personal -que todos conocemos- de un artista virtuoso que sabe que está perdiendo el uso de la mano con que pinta?
No podemos darnos el lujo de la hipocresía, si queremos llegar al fondo del asunto. El arte es el lenguaje del dolor, decía Adorno. Luigi habla ese lenguaje. Su sarcasmo, su feroz ironía, se explica así. No es la única fuente de su arte, que tiene tantas, el talento en primer lugar, pero sí la que por fin ha asumido como fundamento de sus obras mayores. Porque hay una relación directa entre arte y dolor. Tantas veces la ha descrito el célebre amigo de Adorno, Thomas Mann, en sus grandes novelas.
La transmutación del dolor en humor, no es la única lectura posible del arte de Luigi. De acuerdo. Algunos dirán que no es así, con la prueba aparentemente irrefutable de que ese espíritu sardónico, propenso a la caricatura, ya estaba en él desde su época juvenil. Pero aquello no nos tranquiliza. Cada artista tiene su prehistoria personal. Nelly Witt, la fiel sombra protectora de nuestro pintor, lo dice bien: «Hay un Luigi de los ritos religiosos y de la culpa». Sí, en la vida de nuestro pintor hay conflictos lejanos, huellas profundas heredadas de su propia formación y del tiempo que le ha tocado vivir. Heridas, angustias suyas, solitarias, pero también nuestras, sociales. Allí hemos de encontrar acaso la clave de su especial sensibilidad. Eso que permite que su arte sea también nuestro; es decir: que lo reconozcamos, y que nos reconozcamos en él. Lo gregario de buena parte de sus cuadros, esas «nubes» de seres que se igualan en la indiferencia y en una escandalosa alegría que los encierra en sí mismos, tiene un sentido. Pertenecen a un «mundo ancho y ajeno» que no reconoce el dolor. La prueba es que nada daña su alegría restallante. A la inversa: quien puede verlos así, desnudos y felices, es el artista que los denuncia, que los muestra en su fealdad y grosería. Bien mirados, no son arlequines, son monstruos los que asoman en sus cuadros.
Imposibilitado de pintar con la mano derecha, Luigi aprendió a pintar con la izquierda. Un gesto heroico, sin duda. Más allá de él, está la vehemencia del artista verdadero. La pulsión de decir, de conmover, de sacar de sí lo que nadie sino él podrá mostrar; de vencer todas las imposibilidades. El arte es una empresa de salvación personal. La vida y sus tristezas se redimen en él. El artista es el sacerdote de su propio culto. Por eso trasciende y perdura. Por su dimensión mística, en el sentido más amplio de la palabra. Y si hay algo que deberemos agradecerle siempre a Luigi es eso: habernos demostrado, en una época avara y burda, en la que el mercado y el consumo y todos sus fetichismos, como ciertas tendencias sospechosas del arte actual, se erigen como únicas verdades, que la figura del artista está allí, indemne, inmune al paso del tiempo y todas sus novelerías. Habernos demostrado, una vez más, ahora que tanto lo necesitamos, que el artista es oficio, pasión, sabiduría, entrega total, mensaje, lenguaje único, claro y contundente.
Cada artista verdadero funda su propia poética, su marca individual, aquella que lo vuelve reconocible en sus obras. Con Luigi Stornaiolo nadie puede equivocarse. Temática humana y esperpéntica; cromática basada en los colores primarios y alguno de contraste; tendencia neofigurativa; composición abigarrada; caligrafía de trazos curvos y decididos, todas huellas claras que pertenecen a un artista que nos ha enseñado a reconocerlo así: inconfundible, perdurable en su lenguaje único.
Un lenguaje que viene de lejos: los pintores flamencos rondan por allí, sobre todo el Bosco. Pero cuánta pintura universal se suma a ellos. En especial, la moderna que renunció a la ars finita: los cuadros de Luigi son inacabados e inacabables: «Me falta siempre llenarlos», me dijo una vez. «¿Con qué?», le pregunté. «Con la incompetencia del espécimen humano», me respondió. Pero lo incompleto de sus cuadros descubre no sólo su ironía febril sino también el paciente proceso de creación de cada pintura que empieza, siempre, como abstracta y continúa llenándose de esos seres y formas tan suyos que proliferan hasta cuando se hastía de ellos y pasa a »llenar» otro cuadro cualquiera de las decenas que ha empezado y tiene pendientes.
¿Horror al vacío? ¿Adicción al color? ¿Miedo al fin? ¿Conciencia de la continuidad de su obra? ¿Modernidad obligada? Cualquier cosa puede ser. Lo cierto es que la obra de Luigi no empieza ni termina, sino que prosigue, implacable, como si fuese, entera, una batalla contra el tiempo.
De hecho, lo es. Pero, entre tanto, va articulándose, formando un discurso muy coherente, como bien se analizará, luego, en el texto de Ana Rodríguez, hasta ahora el estudio más detallado, minucioso y serio que se haya realizado sobre la obra de nuestro artista. A esta joven teórica le debemos no sólo tal estudio, sino la investigación y la organización entera de este libro y, sobre todo, la vuelta a la conciencia plena de que la crítica el arte no ha de constituirse en un «deber ser» sino en una aproximación respetuosa, inteligente, analítica, acaso explicativa, de lo que existe, de «lo que es» y «lo que ha sido» en la obra real de los artistas.