Por Pablo Pavez
No sé cómo, pero sentía su aroma, podía palparla, veía el halo de luz pasar entre las gárgolas. Barcelona es una ciudad que muchas veces recorrí, pero nunca antes había pisado sus calles.
Llegué en un viaje poco común, con mi hija de menos de un año y mi novia. Una pareja de amigos que vivía al otro lado del Tibidabo nos alojó en su departamento, un quinto piso sin ascensor que absorbía toda la energía que te quedaba luego de patear calles el día entero. El piso no decía quinto ni 5, sino “Ático”. De ahí vimos la ciudad por primera vez desde una terraza sobre el edificio.
El viaje era especial. Junto a Clara, mi hija, pisamos Europa al mismo tiempo con 35 años de diferencia. En ese momento estábamos sobre Barcelona, pero ya habíamos caminado sobre Madrid, Hamburgo y Berlín. De igual manera, lo más esperado era Barcelona, ese lugar “de estelas y confidencias”.
Más que conocer la ciudad, yo fui a Barcelona a ver a Roberto Bolaño, para mí esas calles y callejones eran el escritor y yo estaba dispuesto a llegar a lo más profundo. Su obra era pasaporte, sus pasos mi hoja de ruta. Quería ir al Raval, la Librería Canuda, los cafés, la Rambla, recorrer los lugares donde vivió, ojalá entrar hasta su piso en calle Tallers y cagar en ese water miserable que estaba en el pasillo, el que compartía con otros tres pisos más. La ciudad estaba en segundo plano. Las grandes obras arquitectónicas y sus famosas imágenes no eran los tesoros que había ido a buscar.
El primer paseo por la ciudad fue desde Horta cuando el metro estaba en mantención. Tuvimos que tomar bus, luego metro y una conexión, un trayecto molesto para mis amigos, pero para mí, tal como en una relación novel y en plenitud, me parecía mágico y agradecía cada tiempo extra. Nuestra amiga, además de ser una gran anfitriona, estaba hace meses trabajando de guía turística y salió decidida a mostrarnos la ciudad. El calor de agosto no perdonaba y, de pronto, nacimos desde el metro, doblamos por una calle y afloraron una multitud de bares con la Sagrada Familia de fondo, magnánima. Vi por el rabillo del ojo como Adriana, mi amiga, me veía boquiabierto con su risa sonando de fondo. Días después pasaría muy cerca y hasta entraría a conocerla, pero ese momento fue el único donde me sentí impresionado.
“Me quedé en Barcelona porque me enamoré de la ciudad, llegué en el año 77 y Barcelona yo creo, en aquel año, era la más hermosa del mundo. Todo era posible en Barcelona en aquel tiempo”, dijo Roberto y se puede ver junto a material muy valioso en el documental La batalla futura.
Es la ciudad que yo había ido a buscar, pero luego de andar y andar por ella comencé a ver señales contradictorias. Además de las banderas y carteles independentistas que tensionan el ambiente, en muchos rincones, esquinas y balcones, asomaban enunciados absolutos que decían más o menos lo siguiente: “El turismo nos está matando”.
Las ciudades no se conocen en doce días, tampoco en veinte ni en un año, seguramente las como Barcelona necesitan una vida entera. Dicho esto, yo, en escuálidas dos semanas, sentí que la ciudad que alguna vez fue un lugar donde todo podía pasar, donde el arte y la creación se podían respirar, hoy vivía de esos viejos tiempos. Quizás es otra pesadilla depresiva en esa ciudad donde el modernismo de Gaudi y Domènechi Montaner alguna vez la hicieron despertar.
Es que hoy Barcelona es un lugar que vive del turismo y esa raza es una de las más vulgares y degradantes que hay. Claro que la Sagrada Familia, el Parque Güell, el Arco de Triunfo, el Barrio Gótico, el Paseo de Gracia y un gigante etcétera, tienen razones de sobra para emocionar, sí que las tienen, pero el lugar está tan plagado gente que dan ganas de salir corriendo.
Pero los callejones y pasadizos de Barcelona parecen infinitos, tantos que en algunas ocasiones pueden perder hasta a los mismos turistas. Saliendo del Parque Güel fue que preguntando llegamos a La plaza de Rovida i Trias, donde comimos y tomamos vermut, algo que en toda España se puede hacer como placer ritual y disfrutar una y otra vez. Lo mejor fue la librería que estaba cerca: Animal Sospechoso. Un lugar donde solo se encuentra poesía y en el que los Infrarrealistas, el movimiento poético que Bolaño junto a un grupo de mexicanos formaron en su adolescencia, y que era contrario al grupo de Octavio paz, estaba en su catálogo. Me llevé a María Larrosa y a Mario Santiago Papasquiaro, o en lenguaje Detectives Salvajes, a María Font y a Ulises Lima. El extracto siguiente es de Sueño sin fin, de Papasquiaro, una luz en la oscuridad de la polvareda:
Me pellizcaba Barcelona, de la montaña al mar,
del mar a la montaña, de los barrios proles
((erupción de vecindades, baldíos, subes & bajas
sin asfaltar))
hasta el rumor-barril de vino & músicasals
de los barrios marineros
mi ojo izquierdo decía Sí / mi ojo derecho se pegaba
como calcomanía a la cojera de su No
& todo porque
no queríamos ser como los otros
felices
entre comillas
felices de una manera pequeña
con permiso de la policía
Ese Barcelona había ido a buscar y no lo estaba encontrando. El parque Güell es un tierral lleno de ratas, una gran colonia que vive en una terraza de ensueño junto grandes columnas descomunales hechas por Gaudí y que no las dejan ver. Yo no quería esa felicidad pequeña, no quería ser como ellos. Ni visitar la placa de Bolaño en la calle Tallers fue consuelo, pude ver su piso, imaginar su vida, verlo caminar por los pasajes, pero grabé un video y una turista escandinava me siguió porque esperaba ver algo impresionante, pero solo era una placa. Fue decepción para mí y para ella: Bolaño no estaba ahí y las grandes imágenes turísticas de Barcelona no tienen nada que ver con Bolaño.
Visité bastantes librerías, algunas con estantes secretos donde podías llegar solo si el dueño te abría la puerta con llave, donde muebles llenos de tesoros asomaban en vitrinas que conllevaban llaves más antiguas para abrirlos. En ellos encontré algunas joyas de Roberto, un libro raro que reunía varios de sus cuentos, algunas primeras ediciones y otras obras algo cotizadas. Me llevé dos, más algo de Modiano, Carver y algunos otros que el dueño del lugar aprobó con complicidad.
Si bien hoy Barcelona tiene más pinta de un espejismo que funciona perfecto para las redes sociales, su cultura madre sí vive en sus librerías, de eso me pude asegurar, pero ese sentimiento no todo el mundo puede notarlo, Bolaño podía: “Gracias a la literatura he podido leer libros maravillosos, increíbles, como encontrar tesoros. Y en mi vida, que ha sido más bien nómade y de una pobreza extrema en ocasiones, leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia. Podía estar en cualquier situación y si leía a Horacio, por ejemplo, el dandy, el que estaba viviendo por encima de sus posibilidades era yo, siempre. La literatura me ha producido riqueza. Es riqueza”. Esto lo dijo en una entrevista con María Teresa Cárdenas y Erwin Díaz y no me puede hacer más sentido.
Me fui de Barcelona con las manos llenas de libros, pero una sensación extraña. Es que Barcelona ya no es la ciudad luz de antes, esa ciudad donde el corazón cultural latía más fuerte que en ninguna otra parte del mundo. Solo me pregunto: ¿hoy cuál es esa ciudad? ¿existe? ¿tendré la oportunidad de llegar a ella? Por ahora, me conformo con haber pisado la tierra que Roberto, Papasquiaro y un sin fin de excepcionales usaron como templo.