Frente a la actual crisis política, cabe cuestionarse si un país que no ha concluido un proceso histórico de integración nacional, con la consolidación de un Estado que interprete y canalice a todas las expresiones regionales, étnicas y sociales, puede conseguir la estabilidad política que reclama la democracia. Esta característica de la formación social ecuatoriana es también una insuficiencia en la conformación de un bloque en el poder. Las oligarquías nacionales, representadas en la derecha política criolla, no han logrado consolidar la unidad de clase, sino como alianzas electorales coyunturales que no terminaron de cuajar en un cogobierno desde el Ejecutivo, ni en consensos perdurables al interior del Legislativo.
Tal es el caso de la alianza de CREO-PSC que llevó a la presidencia a Guillermo Lasso, en un romance que duró poco. Sin embargo, no es posible concluir en que la derrota electoral de febrero refleja una ruptura de un bloque oligárquico homogéneo en el ejercicio del poder, dicho bloque como tal en términos estratégicos, nunca existió.
La no realización histórica de un proceso de unidad nacional que refleje una estructuración gubernamental en el aparato del Estado, confirma los constantes forcejeos regionales existentes entre fuerzas oligárquicas costeñas y serranas, que algunos interpretan como un “péndulo” político que oscila históricamente, colocando presidentes de Guayaquil y Quito de manera alternada.
En la política consuetudinaria la ausencia de unidad, marcada por el fraccionamiento oligárquico, se ha visto reflejada en las reyertas coyunturales que han sostenido políticos representantes de la tendencia. Ahí está la ruptura de Febres Cordero con el vicepresidente serrano de su gobierno, Blasco Peñaherrera; conflicto de alguna manera replicado por el socialcristiano, Jaime Nebot, cuando las emprendió en contra del demócratapopular, Yamil Mahuad, luego de apoyarlo en la campaña presidencial que lo condujo al poder. La difícil unidad estratégica de la derecha, ha sido tan dificultosa como la propia unidad nacional, que no supera regionalismos, caudillismos localistas o ambiciones personales que ha llevado a un constante separatismo provincial.
En una lectura más sopesada y distante ya de los resultados electorales de febrero, bien cabría constatar que la derrota del gobierno y de los demás sectores de la derecha política -socialcristianos, independientes, socialdemócratas- refleja el agotamiento del modelo neoliberal y, consecuentemente, el deterioro que llevó al desgaste a un conglomerado oligárquico no orgánico, que condujo finalmente a la ingobernabilidad al régimen de Lasso y a su creciente impopularidad.
Se diría, pues, que el país despertó del sopor neoliberal de una “larga noche” en que las demandas populares fueron desoídas y las políticas aplicadas desde el poder no fueron suficiente, a la hora de resolver los graves problemas nacionales. En eso consiste el desgaste del modelo y la inconsistencia en la difícil unidad de la derecha. La inestabilidad política del país condujo a la caída de varios presidentes -tanto reformistas y populistas de derecha, como caudillos regionales- que tuvieron que salir huyendo del país.
Independientemente de la singularidad de cada uno de los ex presidentes que huyeron a los EEUU o Panamá, el fenómeno muestra el fracaso del modelo neoliberal que representan, y que se tradujo en la cara más salvaje del capitalismo que, constantemente, pretendieron maquillar. Sin embargo, el deterioro no es de carácter personal, tiene expresión clasista. Es una clase social que históricamente en su conjunto agota su rol político que se expresa en la incapacidad de convocar al país a la unidad nacional y a un genuino encuentro entre sus componentes sociales.
Mas allá de las limitantes y errores en que haya incurrido el progresismo reformista en el poder durante la llamada década perdida, o ganada, según se la mire, esa gestión de la tendencia dio al Ecuador un viso de coherencia que se tradujo en unidad y estabilidad política, mayor equidad económica y eficiencia en la gestión social. Independientemente de la polémica en torno a que si antes estábamos mejor, el régimen progresista organizo al país de manera muy distinta al caos existente en la actualidad. Sin embargo, la tendencia reformista al verse imposibilitada de implementar un proyecto ideológicamente claro, respaldado en estructuras partidistas orgánicas, condujo al proceso político a una nueva crisis de unidad, y vino la defección y felonía de Moreno que echó las bases para la presencia de un banquero neoliberal en la presidencia de la República.
La historia brinda para el próximo 2024 una nueva oportunidad de encuentro, tanto a las fuerzas progresistas como a las oligarquías nacionales. He ahí el desafío que enfrenta el país en su conjunto: alcanzar la difícil unidad nacional