Más allá de los avatares de la política, ese reino de la hipérbole, sin medida ni clemencia, donde caben todos los epítetos denigrantes para descalificar al otro, existe la cultura, y una de sus más excelsas manifestaciones, la escritura. Oficio de seres ensimismados en la egolatría de escudriñar su propia contextura espiritual y la de los demás; la de aquellos sin los cuales no existirían otros enamorados de las letras, los lectores, esa otra pléyade singular y extraña, que interpreta el pensar recio y el sentir recio de escritores hacedores de la escritura, su forma de expresión. Escritura que, en un comienzo -como señala Iván Égüez-, “fue un asunto de pájaros: Cenicientas y moñudas las golondrinas de mar, en sus evoluciones por el cielo, escriben palabras transparentes. Desde los acantilados y las ardientes playas los humanos hemos perseguido sus giros impredecibles dando sentido cada quien a esa caligrafía imaginaria de la escritura”.
Recientemente, el 3 de marzo, conmemoramos el Día Internacional de los Escritores, propuesto en el año 1986 por el Congreso Internacional de PEN Club; merecido homenaje a autores y autoras de diversos géneros literarios, incluyendo a periodistas y traductores. Seres singulares que practican el más plural de los oficios: narrar la vida. La fecha de los escritores, igual que otras conmemoraciones importantes, pasó inadvertida, como su propio quehacer considerado improductivo y acaso, innecesario, no obstante la valoración que los autores hacen de sí mismos.
Acerca del acto de escribir, Cortázar dejó escrito: «Yo me veo a mí mismo en el momento de ir a la máquina de escribir o al bloc de papel dominado por una fuerza que no tiene nada que ver con la inteligencia, con la conducta o la voluntad. Es algo que viene a veces desde afuera, que me es impuesto por algo que he visto, alguna especie de constelación de ideas que se ha creado y que me da un tema literario o algo que viene de adentro, por ejemplo, de un sueño, de una pesadilla o de una asociación mental que uno tiene en la duermevela. En ese momento yo me dejo ir plenamente y escribo sin exigirme a mí mismo control sobre lo que estoy haciendo». Así nace un libro.
Como producto de la actividad de los escritores por excelencia, el libro adquiere vida propia en la vida de otros. En la obra de Iván Égüez, Yografía del libro, el texto consigna sobre sí mismo: “Cuando me materializo en la escritura y me transformo en objeto, respondo a la necesidad de esos humanos a quienes les gusta hacer sentir su ausencia, ser citados a la distancia o recreados en cualquier conversación”. No en vano Borges dijo que, de todos los instrumentos del hombre, el más asombroso, sin duda, es el libro. Aquella suerte de “piel de los vientos donde los enamorados escriben sus promesas. Esos enamorados dieron en llamarse poetas o, simplemente, autores. Unos prometen más que otros, es verdad. Desde entonces todos los que aman, piensan o sueñan por escrito, se llaman autores y ponen su nombre en mi pecho”. (Yografía del libro, Égüez).
Los escritores son la conciencia de la humanidad. No obstante, muchos de ellos se sustraen a la militancia y dejan la política en manos de los políticos, que son los menos preparados para gobernar el mundo. En cambio, están los intelectuales orgánicos de los que hablaba Gramsci, seres magnánimos que se entregan a las causas revolucionarias y comprometen su talento al servicio de los intereses populares. Ejemplos sobran entre los nombres destacados de Neruda o Cortázar, por ejemplo. Otros, a diferencia de los primeros, sortean su inteligencia a cambio de dinero al servicio de las oligarquías, es el caso de Mario Vargas Llosa, otrora intelectual orgánico de la revolución social.
Por qué se escribe, para qué y para quién se escribe, son interrogantes esenciales en la definición de un escritor. En primera instancia, se escribe para ser leído y problematizar el mundo, para cuestionarlo y sublimarlo, para decirlo con ideas excelsas y transformarlo en una mejor realidad posible. Ya lo decía Marx, todos los filósofos se han dedicado a narrar el mundo, cuando se trata de transformarlo. Magnifica utopía que no tiene porqué venir reñida con una mirada estética de las cosas, con la belleza del pensar y del sentir. Ya lo dijo Edgar Allan Poe: una de las cuatro razones de la felicidad del ser humano está en descubrir una belleza nueva cada día, vivir la vida al aire libre, desprenderse de todo afán material y contar con el amor de una mujer. ¿Qué más pedir a la vida?
Los escritores no solo comparten el conocimiento de la vida, sino sus emociones, dudas y silencios. Y los poetas en su poesía, que es su estado de ánimo, “la luz de todas las mañanas”. El escritor es un ser esencialmente de alegrías, la felicidad del libro escrito y leído en el maravilloso instante de esa batalla secreta en la cual el lector tiene a otro, sin dejar de ser el mismo. Égüez nos recuerda, en una frase de Pascal, que «los mejores libros son aquellos que quienes los leen creen que también ellos podrían haberlos escrito”. Sin embargo, esta sigue siendo una prerrogativa superior de los escritores, aquellos seres singulares y plurales a la vez.