Guerra anunciada no mata soldado, dice el refrán. No toda guerra es limpia y hay batallas que no se las debiera dar, porque puede ser la final. Guillermo Lasso, enfrenta una suerte de batalla final, de no ser que ocurra un “milagro” de aquellos que suelen ocurrir en la política criolla. No se trata de una guerra con muertos y heridos, sino con defenestrados y huidos. De no ser que se emplee el término, metafóricamente: muerte cruzada, oblicua o frontal… Se trata, más bien, de una muerte política de inevitables consecuencias económicas, que pone fin al tráfico de influencias nocivas, conjuntamente con los repartos y negocios ilícitos.
En esta guerra el presidente no tiene quien le escriba, tampoco quien le defienda. Los discursos se están agotando junto a la creatividad de los asesores de comunicación. El Teleprompter presidencial no resiste más juegos verbales, se cayeron los sustantivos, los adjetivos y los indicativos, como de una torre de naipes. Entre asesores y adláteres, muestran el fracaso: un inoperante Diego Ordoñez, el escurridizo Patricio Carrillo, o el errático Francisco Jiménez. Luego llegaron el intempestivo Juan Zapata, que pone a disposición presidencial sesenta mil policías ¿para defender que?; y el inefable Henry Cucalón, políticamente movedizo y último grumete del bergantín oficial que hace agua por los cuatro costados.
El resto de ministros en el gabinete hace mutis por el foro. Silencio cómplice, silencio inoficioso, silencio subjetivo, que se hace intencionalmente, ¿o qué? Acaso los sonidos del silencio no dejan oír los ecos del poder que ya no retumban en Carondelet. Las campanas de la vecina catedral doblan a muerte -cruzada, oblicua o frontal-, sin plañideras en la Plaza Grande, sin otro lamento que deje oír el vacío del silencio. Incluso, el presidente Lasso ha disminuido el tono de su voz otrora arrogante en las cadenas televisiva; nos habla cuasi musitando, ya no lee el Teleprompter vacío de promesas, encuentros y desencuentros.
Entre los pasillos oficiales se habla de “intento desestabilizador de una Asamblea opositora”, pero todos se golpean el pecho, ahora que la ingobernabilidad es una fosa común para todo político ineficiente. En medio del desconcierto, están los que se van y los que se quedan, aquellos que llegaron atrasados al festín de una bancocracia que pasó por el poder político con fines de incrementar su poder económico y que, acaso, lo consiguió a cuenta de todos los ecuatorianos. Se quedan los segundones inhibidos, silenciosos, miembros de un gabinete inactivo, comenzando por un vicepresidente Alfredo Borrero que nadie sabe lo que hace y lo que piensa, nadie se entera. El país esperaba más de todos ellos, pero defeccionaron de su gobierno y de sus gobernados. Entre todos hacen un coro silencioso e indefectible en sus desaciertos.
Entre paréntesis: alguna vez el ex presidente Rafael Correa dijo que un gobierno requiere de “políticos técnicos y de técnicos políticos”. Se refería a esa escasa combinación en un burócrata de ser políticamente leal y técnicamente eficiente. Políticos en capacidad de defender una causa y técnicos en condición de llevarla a cabo con resultados. Un político debe ser un buen aliado, y un técnico un mejor operario. Cuánto se habrían ahorrado Lasso y Moreno de haber escuchado a su antecesor, al menos en esa verdad irredargüible.
A todos ellos, qué falta les hace una mayor dimensión humana y política para sopesar los acontecimientos: no solo que no escucharon al país, tampoco lo ven en su exacta dimensión de nación empobrecida, burlada y sin norte fijo. Por miopía, arrogancia, o ambas cosas a la vez, conservan una errática percepción de sí mismos. Se creyeron expertos de un gobierno de banqueros para “empresaurios” anquilosados en viejas recetas económicas, se confiaron en su instinto de clase para defender causas perdidas de políticos trasnochados.
No les queda más que un silencio inefable, silencio indigno en el fragor de la batalla final, en la que los únicos muertos son la verdad de los hechos y la dignidad de la política. Entre los cadáveres de esta guerra anunciada se levanta, como un fantasma, el simulacro de los perdedores frente al fracaso. La peor batalla es aquella que no se da, dirán algunos, pero en el otro lado de la mentira, está la peor batalla que se da junto a zombis políticos. Adláteres sin rubor en la cara para guardar silencio cobarde, sin valor para decir esta boca es mía, también soy responsable del fracaso.
Tal vez la Corte Constitucional lance un salvavidas al primer mandatario y califique de ilegal el juicio político que se avecina en la Asamblea Nacional . Tal vez esta vez no ocurra nada más grave que otro contratiempo gubernamental, otra crisis de las ya acostumbradas superada esta vez con insospechados pactos, oscuras negociaciones o vergonzantes consensos de última hora, pero quedará la huella del pusilánime comportamiento ministerial y todos sentirán ser generales después de la batalla.
!Qué pena con usted, señor Presidente: rodeado de despojos políticos e inoperantes operarios antes de dar la batalla final, desde la soledad del poder!