El contrasentido mayor en la política de las fuerzas conservadoras que ostentan el poder, es el uso y abuso que hacen del Estado. En la moderna concepción del rol que debe cumplir el aparato estatal frente a la sociedad civil de garantizar derechos, proveer de servicios básicos, regular la economía y armonizar la política en democracia, los gobiernos reaccionarios devienen en dictaduras civiles cuando solo ocupan del Estado sus aparatos represivos y no a las instituciones llamadas a garantizar educación, salud, seguridad, entre otras demandas sociales.
Un ejemplo en Latinoamérica es el gobierno salvadoreño regentado por Nayib Bukele que, en su gestión, concentra en su personalismo político todo el poder del Estado. En El Salvador, Bukele controla los demás poderes estatales, Asamblea Nacional, Corte Suprema y Fiscalía General. Con una personalidad autoritaria de rasgo fascistoide, el presidente salvadoreño se ha enfrentado a las mujeres con desplantes misóginos que reflejan la parte más oscura de la cultura salvadoreña, violenta y perversa contra los más vulnerables. En esa dinámica autoritaria Bukele apela a la comunicación política teñida de fundamentalismos religiosos evangélicos, para justificar las acciones más controversiales de su régimen, con un discurso ambiguo que se apropia de conceptos de la izquierda y de la derecha, indistintamente, de corte populista esgrimiendo soluciones reñidas con los derechos humanos para el tratamiento de la violencia delictiva en su país, por ejemplo.
El mundo observa con estupor la reciente construcción en la capital de El Salvador de una cárcel con las más sofisticadas tecnologías represivas, convertida en campo de concentración de 40 mil pandilleros salvadoreños. Respuesta evidentemente punitiva a un problema de índole social que, en su lugar, requiere de políticas preventivas en educación, salud, trabajo digno y seguridad social. No obstante, Bukele recurre a una fórmula -ampliada y corregida- de todo régimen autoritario y socialmente insensible de aplicar, a raja tabla, todo el peso de la legalidad y del arbitrio policial para enfrentar a la delincuencia, sin contemplar las causas sociales del fenómeno, incurriendo en la violación colectiva de derechos humanos de los reclusos, sin atender a las causas estructurales de la violencia, que subyacen en una sociedad tercermundista inequitativa y excluyente como la salvadoreña.
En El Salvador, bajo el régimen de Nayib Bukele existe, según analistas, un abandono del rol social del Estado. Y es entonces cuando, pertinentemente, cabe la interrogante: ¿para qué el Estado? ¿Para desplegar una política represora contra todo tipo de manifestación que contradiga sus políticas? Política que incluye diversos aspectos en el manejo de los hechos y las palabras frente a la opinión pública: negociación pactada con los elementos disociadores, represión a los que rebasan los limites de la ley, encarcelamiento y tortura de los reclusos en centros de “rehabilitación social”, a los que se les niega el alimento, se les confina en celdas de incomunicación absoluta y se les obliga a una rutina diaria de abierta negación de derechos.
Una prueba aporta el Departamento de Justicia de los Estados Unidos que difundió información disponible acerca del pacto establecido por el gobierno de Bukele con los cabecillas de la MS-13, pandillas, o Mara Salvatrucha-13, a quienes otorgó privilegios a cambio de reducir su acción violenta. El Gobierno de Bukele protegió a los líderes de la MS-13 de su posible extradición, también a cambio de una reducción de homicidios y respaldo electoral. Durante la negociación el gobierno dio a pandilleros documentos que los identificaban “como agentes de inteligencia o de la Policía”. Ese es el rol asignado al Estado por el gobierno salvadoreño. Un papel de corte fascista que se afinca en El Salvador a vista y paciencia de políticos de la derecha y de la izquierda, sin que respondan ante la comunidad internacional.
El Estado en ese país, ha conducido a la sociedad salvadoreña, sin salvación posible a corto plazo, a un conflicto político que desde sus instituciones atribuye una solución de fuerza a los problemas sociales, al margen de los derechos humanos.