Cuando Mario Vargas Llosa leía a Sartre, y andaba con sus libros bajo el brazo, eran tiempos en los que el escritor peruano celebraba la Revolución Cubana, pero un buen mal día, rompió con ella y dedicó ataques por considerarlo un proceso “autoritario y represivo”, sin aportar pruebas irrefutables sobre su literaria apreciación política.
No sabemos en qué momento exacto el Nobel literario 2010 sudamericano sucumbió a los cantos de sirena de la derecha internacional y se convirtió en su conspicuo vocero. Injustas o no las críticas a Vargas Llosa cabe reconocer que, en su época de escritor del boom, su obra fue notable denuncia contra las dictaduras militares y sus trafasías represivas en Sudamérica. Su primera novela La ciudad y los perros (1963) critica la forma de vida castrense, donde se glorifican valores como la violencia y se desnaturaliza la virilidad de los muchachos de un internado donde son sometidos y humillados. La novela Conversaciones en la catedral (1969), es nada menos que un alegato con acritud contra la corrupción política y moral de la represión que tuvo lugar en el Perú bajo la dictadura de Manuel Odría. De igual manera, la novela de Vargas Llosa, La fiesta del chivo (2000), narra el asesinato del dictador Rafael Trujillo, militar que se hizo con el poder dictatorial por más de tres décadas en República Dominicana. En su novela Tiempos Recios (2019) el autor peruano describe el golpe de Estado militar que en 1954 llevó al poder a Jacobo Árbenz en Guatemala, con abierta injerencia norteamericana en Latinoamérica. La obra de Vargas Llosa, sin duda sobresaliente, es el fruto de una entera dedicación a describir atropellos a los derechos humanos en días de dictadores militares, toques de queda, mazmorras, represión y muerte.
Entre los escritores del boom – Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez- existió un común denominador de combinar la literatura con la ideología. Vargas Llosa se ha quedado con la defensa del papel “fundamental” de la literatura “como garante de la democracia y de la libertad”. Tentativa que, no obstante, sacrifica el valor estético en nombre del interés político. Consultado alguna vez Borges acerca de Vargas Llosa y de los políticos que el escritor argentino acaso admira, respondió: “Yo no sé si uno puede admirar a políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpenme ustedes, a ser populares…”.
En dos palabras, Borges, describía el perfil de Vargas Llosa, sin por ello soslayar la opinión que algunos de sus colegas escritores se forjaron del escritor peruano, como una de las características más constantes de su personalidad: “su carácter jovial, educado y amistoso, su conversación inteligente cargada de ironía, la excelencia de su criterio literario. Su sensibilidad, su técnica, su belleza interior, su bondad, su gentileza y honorabilidad, su exquisita educación, su generosidad y entrega, son ejes de los artículos que dan cuenta de su ingente paso por el mundo de las letras hispanas”.
Cortázar en carta dirigida a su amigo Mario V. L., a propósito de su novela La casa verde, escribió: “Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo. Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela…”
Este elogioso comentario acaso no pretende eludir la idea de que la literatura forja individuos contestatarios con el poder y por eso los gobernantes que buscan perpetuarse en él, quieren controlarla y marginarla en un espacio destinado exclusivamente al entretenimiento inútil. Sin embargo, los libros que contienen aquello que Hemingway llamara “literatura honesta”, siempre han encontrado una forma de mostrar su desacuerdo con el poder político.
El propio Vargas Llosa manifestó alguna vez que, “si uno elige la literatura como oficio central en la vida, muy especialmente en Latinoamérica, expondrá inevitablemente su visión política y le lloverán las piedras”. No cabe duda, una afirmación autobiográfica en boca de un escritor que, en fugaz paso entre la política y la literatura, ha fungido “defender la libertad en sus dimensiones políticas, económicas, religiosas”, en versión neoliberal reñida con el rol del Estado que rige la vida de los ciudadanos.