Por Luis Onofa
De pie frente a la fachada del santuario de la Virgen del Socavón, el danzante cubierto con una colorida armadura, mira hacia el cielo, desenmascara su rostro, que se ve fatigado y sudoroso. Ha terminado su función festiva y pasa a la religiosa: se santigua, se postra, y de rodillas camina hacia el interior del templo. Otros bailarines ingresan a gatas. Para él y para su fraternidad ha terminado el largo y extenuante Día de la Peregrinación, el primero de los tres del Carnaval de Oruro. La escena testimonia el sincretismo cultural-religioso andino.
También otros miles de bailarines, hombres y mujeres, entran al templo caminando. Adentro, en la nave central, escuchan devotos el sermón de un sacerdote. Luego van hasta el altar de la Virgen del Socavón, lo cruzan, nuevamente de rodillas, oran brevemente, se persignan y se van.
Los danzantes, de la propia Oruro y llegados de los confines de Bolivia y del norte de Argentina y Chile, forman una caravana multicolor que se mueve lentamente a lo largo de cinco kilómetros por las calles de la ciudad, en un desfile que comienza temprano en la mañana y termina avanzada la noche. Cultivan una variedad de bailes creados por las propias fraternidades.
Todo es simbólico en el Carnaval de Oruro. En él desfilan los dioses de los pueblos autóctonos y los dioses cristianos; la cultura originaria y la criolla, la estética, los sonidos y lo multicolor andino. Los bailarines se deslizan como plumas llevadas por el viento frío que recorre la ciudad. Pasan escuadrones de hombres trajeados con camisa holgada, faja, pantalón de corte militar, botas y látigo; mujeres con blusa de mangas anchas, pollera corta y sombrero borsalino.
Danzan al ritmo de aires marciales: los hombres giran, contorsionan, dan puntapiés al aire, dan saltos acrobáticos, acompañados de gritos de coraje y euforia; las mujeres, con movimientos que agitan los sentidos.
Desfilan bailarines con montera de cuero adornada con plumas multicolores, pantalón de bayeta, pretina angosta, chaleco con cuello redondo y bordados multicolores, cinturones con diversidad de figuras geométricas y polainas de lana.
Pasan enmascarados de ojos desorbitados y lengua saliente, que evocan a los demonios de la mitología de los pueblos del altiplano. Danzan a ritmo lento. El sonido de sus matracas en forma de armadillos, dicen los expertos, evoca el chirrido de las cadenas que ataban a los esclavos negros en la época de la colonia.
Pasan toreros, niños, mujeres jóvenes vestidas con falda corta, botas altas, blusas apretadas y llenas de bordados multicolores; pasan cholas de polleras con colores vivos y sombrero “bombín”.
Cada escuela de baile va acompañada de su banda compuesta por cientos de músicos, que entonan notas que retumban en las paredes de edificios y casas.
Las máscaras de los danzantes de La Diablada representan lagartos, sapos y serpientes; y hormigas, que Wari, el dios de los Urus, envió a su pueblo en forma de plaga como castigo por su veleidad de cambiarlo por la divinidad inca Pachacamac.
Los caporales, de fuertes inspiración africana, se asimilan a los capataces que vigilaban el trabajo en las minas en la época colonial. La Morenada representa a los esclavos negros traídos por los colonizadores para que trabajaran en las minas. Y el Tinku, al ritual de la lucha cuerpo a cuerpo que protagonizaban algunos pueblos autóctonos del norte de Potosí, hasta derramar la sangre que fertilizaría la tierra.
La noche del viernes, previa al primer día del carnaval, los orureños se desvelan en darle un toque multicolor a su mayor fiesta anual. Cuelgan sobre las calles las guirnaldas que le dan un aire barroco a la ruta del desfile. No les importa ni la lluvia ni el viento helado que corre por la ciudad. Al alba, los sonidos de trompas, trompetas y bombos de las bandas retumban en la ciudad y anuncian que el desfile está por comenzar.
El Domingo de Corso bailan para las decenas de miles de espectadores que se apuestan en improvisados graderíos que se levantan sobre las aceras, a lo largo de la ruta del desfile; se esmeran en rendir honores a los invitados que ocupan la tribuna principal, en la Plaza 10 de Febrero, cargada de históricos episodios revolucionarios, y terminan en la Avenida Cívica, ante cuyos espectadores repiten honores.
Mientras, por encima del público van y vienen las cabinas del teleférico turístico que une la ciudad con el cerro Santa Bárbara, en cuya cima se yergue una gigantesca escultura de la Virgen del Socavón, y al pie, el mirador de la ciudad.
El lunes, al clarear el día, unas cuantas trompetas resuenan en los alrededores del escenario del desfile. Son las de dos músicos a quienes, como a otros orureños y turistas extranjeros, les ha sorprendido el día bebiendo cerveza en la cercana calle Bolívar, ruta de las comparsas. Ha cesado la lluvia, pero el viento frío golpea a todos los madrugadores. Algunos amanecidos, a quienes el licor ha encallecido su cuerpo para las inclemencias del clima, yacen sobre la acera lodosa.
En el carnaval de Oruro ganan la industria cervecera local, la de bocadillos, la de comidas populares y de artículos plásticos baratos. Cada noche cientos de puestos de venta de esos productos se apuestan en las calles adyacentes a la ruta del desfile. Ganan también los adjudicatarios de las aceras en las que se construyen los graderíos en los que se apuesta el público mediante la paga de entre 20 y 35 dólares por cada asiento.
El carnaval inyecta algunas decenas de millones de dólares a la economía orureña, inclusive la popular. “Si el carnaval mueve la economía popular es porque presenta estigmas de horizontalizar y balancear la dinámica de la economía, mediante la venta y compra de productos carnavaleros, distribuye el dinero hacia la mayoría de la sociedad y a los que más necesitan”, escribe Ponciano Walcarani, articulista del diario orureño La Patria.
Los danzantes dedican tiempo y dinero a confeccionar sus trajes, algunos de los cuales son armaduras adornadas con cordones de colores vivos y lentejuelas doradas y plateadas, cuyo peso de más de 25 kilos convierte el baile en una penitencia. Su fabricación cuesta hasta 500 dólares, esfuerzo económico que lo compensa con creces la Virgen del Socavón, asegura una bailarina, estudiante universitaria de Oruro.
Ensayan con muchos meses de anticipación en las fraternidades –versión boliviana de las escuelas de samba de Río de Janeiro- y cada danzante paga hasta 400 dólares para adquirir el derecho a bailar en los tres días que dura el carnaval.
La fiesta es también tiempo de las challas, rito de origen aymara, en el que se adorna la casa, negocio, o auto con serpentinas de colores, se los rocía con alcohol, se colocan granos dorados, pétalos de margaritas y confites en las esquinas de las mismas, que luego se queman y se entierran en un acto simbólico de nutrición a la Pachamama.
A Oruro, nombre derivado de los Uru Uru, que se asentaron allí desde antes de la dominación inca, se llega luego de un viaje de entre tres y cuatro horas desde La Paz, por una autopista de 212 kilómetros, inaugurada en 2015, en la presidencia de Evo Morales. La vía, en la que de vez en cuando aparecen pequeñísimos pueblos, se tiende a lo largo de una interminable meseta cortejada a uno y otro lado por suaves colinas casi peladas.
La ciudad, asentada a 3.735 metros sobre el nivel del mar, una de las más altas del mundo, tiene una población cercana a los 300 mil habitantes. En las primeras décadas del colonialismo español fue un rico asentamiento de minas de plata y estaño. Aún conserva ese rasgo, combinándolo con la agricultura y la cría de llamas.
La Virgen del Socavón, patrona de los mineros y de la ciudad, es la versión orureña de la Virgen de la Candelaria, que los Agustinos llevaron allí a comienzos de la colonización española. Pintada hace unos 500 años en la ermita donde ahora se levanta su santuario, preside su altar mayor, en las faldas del cerro “Pie de Gallo”, en el oeste de la ciudad. Allí goza de la aureola de haber obrado milagros en el amor de pareja y en las primeras gestas independentistas bolivianas.
Por ello mismo, la Virgen del Socavón todavía le debe un portento a Oruro: dotarla de una mejor infraestructura hotelera y de transporte para que su carnaval, síntesis de las mascaradas de los pueblos andinos de Bolivia, Perú y Ecuador, y declarado por la UNESCO “Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad”, en 2001, salte al tablado de los más famosos del mundo. Los orureños han hecho y hacen lo suyo; a ella le falta hacer lo propio.