Por Juan Secaira V.
He tenido varias pesadillas en estas últimas semanas, que me han despertado como quebrándose un hueso, sin aliento y con la respiración en un acordeón rompiendo el aire con dificultad, fundiendo la realidad con el sueño, intercambiándolas.
Y el vértigo ha sido más que una película, un desorden: tantear el aire con signos de premura, de indagación no prometida.
Los pronunciados latidos se encuentran, no huyen, se manifiestan.
Tendido en cama por varias horas, un día entero, pienso en quienes no comprenden la enfermedad, en los que elucubran de todos, por todo, sin saber. No los considero ni siquiera humanos.
Y tengo presente, como antídoto, como brazalete y bandera, las palabras de mi doctora: “Estaré contigo hasta el final”. En otro contexto, podría ser incluso cursi, pero la frase guarda muchísimo dentro si se la encuadra en la íntima vivencia diaria.
La cotidianidad es un espiral. Lombrices pretendiendo un camino entre sí, empuñando el arrebato por sobre la inmovilidad.
Las gotas de agua reniegan y salen desde el dañado grifo de la cocina. Secuencias de un espanto invisible.
Descubro tras la puerta a un fantasma; en el suelo, a pequeños seres volátiles; desde la cortina se transparenta la ciudad-volcán, en el eje del olvido.
Una vez, me salvé por pocos segundos de que un automóvil me atravesase; estaba en mi silla de ruedas. El susto surge como un eco; mi cintura quedó en el puente de las disoluciones. Para quienes me acompañaban quedó esto en una anécdota, para mí en algo profundamente inolvidable, cubierto del tiempo solo brilla con luz propia o se riega entre el cielo celeste y el frenazo de la llanta izquierda, el daño posterior, la fragilidad.
El sol me enceguece, permanezco en el patio, el calor me hace bien por unos minutos. Desde acá, las montañas se miran, puntales de un límite para romperlo.
La espiritualidad no puede ser un pretexto de huida, ni el acabose del ego, ni la exhumación de un dolor cambiado, como cromos, por un bienestar falso.
La enfermedad cae sorpresivamente, y destella en la habitación un color nada neutral, prolonga en el surgimiento finito de la dilatación neurovivenciado, experimental bajo el estallido que transcurre sin cesar.
No estoy solo.
No quiero estar solo.
Estoy, giro mi día repleto de dolencias, las destrozo en mi mente; me destrozan con su constancia progresión inalcanzable.
Así vamos.
Convirtiendo la pesadilla en otra, y en otra, y en otra; respirando tomando el aire con urgencia y a borbotones.
Con la boca abierta.
Ilustración: Madrugadas, autor Juan Secaira (Acrílico sobre cartón)