Alguna vez escribí que la política es el arte de hacer que las cosas sucedan. Pero esta constatación debe ser matizada para que deje de tener ese tufillo cínico, descarado, para muchos. La política, por cierto, debe ir acompañada -va acompañada- por otros valores como, por ejemplo, la actitud de servicio a los demás, la honestidad, la ejecutividad, en fin, por cierto, la inteligencia. Un imbécil no debe practicar la política porque se convierte en un peligro público. Valores que, de un modo extraño e imperceptible, poco a poco, se han ido perdiendo si alguna vez algún político los encarnó en el poder.
Para ser justos, dicho a río revuelto, es decir de forma aleatoria, tomamos los nombres de algunos de nuestros políticos profesionales criollos como referente, para bien o para mal, del país. Cambia todo cambia, y los políticos lo primero que cambian, además de la camiseta en algunos vergonzantes casos, cambian sus ideas y sus acciones entre gallos y media noche. No obstante que, los dos principales partidos políticos del Ecuador, la iglesia y los militares, cada cual desde su potestad que les enviste, presuntamente, el poder de las armas espirituales, en un caso, y letales en el otro, se siente llamado dirimente de la política criolla y, por tanto, a incidir en las decisiones de últimas instancias del poder de la nación, como dos instituciones antiliberales y represoras por antonomasia.
La ruindad al poder
¿En qué momento la política se volvió ruin, qué moneda de cambio pudo más que la decencia? Ahora resulta que, para sufragar a conciencia, en lugar de preguntar por los programas y propuestas de campaña, hay que revisar el récord policial de los candidatos; a ver si no tienen algún coqueteo, maridaje o relación de concubinato con el narcotráfico o alguna relación patronal con el sicariato o el crimen organizado que, fácilmente, organiza el caos social y el caudal sanguinario que a diario vemos en la televisión o la prensa roja.
El debate de los candidatos a la Alcaldía de Quito tenía como objetivo dar a conocer sus propuestas de campaña en temas de seguridad, reactivación económica, movilidad, cultura, medio ambiente y administración local. Sin embargo, todos sin excepción, apuntan prácticamente a lo mismo, a mostrarse experimentados, que han hecho cosas en el pasado y son prometedores frente a los quiteños, sin dejar de lado la demagogia, la mala memoria frente a sus inconsecuencias y el ataque personal al contrincante. Luego del debate queda la sensación de que es necesario considerar el pasado político de cada candidato, su probidad, ideología, y aportes cívicos hechos para un mejor país.
Ahora que los políticos están indisolublemente ligados, como en el vals, a la corrupción, al caos, al desconcierto y a la falta de consenso, de no ser con los bandidos, los inmorales o los quechuchistas, Claro, porque el país adolece de tres incongruencias de la política: el correísmo romántico, el anti-correísmo odioso y el quechuchismo irresponsable, según comenta un amigo. A los primeros solo les importa el líder, a los segundos solo les importa destruir al líder de los primeros y, a los terceros, no les importa un carajo nada, excepto el mismo interés de sus antecesores. Esa es la trilogía de la política criolla. Superados los tres vértices de esta absurda triangulación nacional, son muchos quienes piensan que se solucionarían todos aquellos males del paisito en cuestión, pero puede suceder todo lo contrario. Pero probablemente no sucede porque se impone la dictadura de lo políticamente correcto, léase, la felonía y el desvarío que nunca están demás en la vida privada y menos privada de los políticos.
No es casual que los políticos cuenten con la total desconfianza de los jóvenes, esa legión que conforma el 30% de nuestra población ecuatoriana; juventud excesivamente idealizada y consentida, caprichosa en sí misma, pero necesaria para ensayar el futuro a cualquier precio. Claro, porque la juventud no es así no más el divino tesoro que habla Darío: Juventud, divino tesoro/ ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro / y a veces lloro sin querer. Obvio, porque la juventud es el carísimo diamante por pulir, y eso cuesta. Bueno, la juventud con todas sus adolescencias también denosta a la política como actividad y no es gratuito, porque no ve en ella la fuerza que ostentan los muchachos y muchachas, no ve en ella la honestidad que se les atribuye. ¡Y esos mismos jóvenes votan desde los 16 años de edad y elijen presidentes, alcaldes y asambleístas!
No deja de asistirle razón a su desconfianza: los políticos son abyectos, como los de ahora. En Ecuador de los setenta, ochenta, incluso de los años noventa, había políticos de una sola pieza, se sabía a qué atenerse con ellos independientemente de su tienda partidista. Un Carlos Julio Arosemena era un político que sorprendía por su carisma y agilidad en las entrevistas, revelador y ameno. Un Asad Bucaram, pintoresco como el solo, no cabía dudas de dónde provenía y para dónde transitaba en política. Un Jaime Roldós, presidente inmolado por un idealismo en ciernes. Un León Febres Cordero, que se creía dueño del país -al menos de Guayaquil-, hombre afable, en cambio, cuando se le trataba en privado, aun cuando como presidente fue un peligro público en Carondelet. Rodrigo Borja, honesto en las palabras y en los hechos, según consta en la historia. No se diga, a través de la historia, un Eloy Alfaro o un Gabriel García Moreno, líderes incontrovertibles. Rafael Correa, discutido, pero sin duda también un líder popular sin parangón. Lo que vino antes o después de aquello fue lo que botó la ola de la partidocracia, desperdicios de la sociedad o cadáveres políticos resucitados mediáticamente y convertidos en prohombres. Hombres sin valores éticos, tránsfugas de la política sin dios ni ley.
Aunque muchos consideran que los políticos eran igual de corruptos que ahora, que los jueces igualmente eran coimeros, los uniformados asesinaban igual que ahora, todos actuando con la misma codicia e impunidad; nadie hablaba de derechos humanos, peor de derechos de la mujer u oportunidad para los jóvenes.
¡Oh la política!
Cambia, todo cambia y la política no es la excepción. Tampoco antes había una prensa independiente, incómoda alguna, irritante para el poder como la de ahora cuando todo se sabe. Cada ciudadano con un teléfono celular en sus manos es en potencia un reportero, un fisgón, eso no ocurría antes, ahora todo el mundo graba a todo el mundo y eso se filtra. Ahora, acaso, no se roba más que en otros tiempos, solo que nos enteramos día a día del robo, que es distinto.
Y, aun así, todavía vamos a votar obligados, pero vamos; y sufragamos sin saber nombres, procedencia, probidad de los candidatos y sus propuestas -la mayoría demagógicas-, aunque en las actuales elecciones importe más conocer que los planes de trabajo, el récord policial de los aspirantes al poder que corrompe, desune, envilece hasta al más santo. No porque el poder sea innoble en sí mismo. No. Todo depende de la procedencia, del origen de ese poder. Si ha surgido del seno de las necesidades populares salvaguardando sus intereses, o de los banqueros salvaguardando el dinero en la bóveda de sus bancos.
¡Oh la política!
Poco tiene de religión, porque religare es reunir, unificar tras de un fin todos los medios para hacer del hombre y de la mujer seres con derechos y deberes. No tiene la política nada de arte, porque el arte es gestión esencial del ser humano, quizás la única posibilidad de encontrar respuestas al drama o al prodigio existencial.
¡Oh la política!
Muchas veces sea preferible que las cosas no sucedan en su afán de poder.