Alguna vez Jean Paul Sartre lo dijo: Con el fascismo no se discute, se lo destruye. Y esa verdad histórica no siempre fue escuchada por los pueblos y, peor, por los políticos que abrazaron la causa de los pueblos. Esa manifestación de odio social y racial que creíamos extinguida de la historia con la Segunda Guerra Mundial, a mediados de los años cuarenta, es hoy una realidad remozada, revivida por una derecha política intolerante, que desdeña la democracia formal y sus instituciones cuando ya no les son útiles para la defensa de sus privilegios. El fascismo, no destruido políticamente a tiempo, resurge hoy con renovados bríos en diversos países del mundo y de América Latina será porque no es un todo compacto al que se le puede echar al tacho de la historia, así como así. El fascismo es un proceso político caracterizado por la descomposición social de un país que, al mismo tiempo, da cuenta del deterioro institucional y de la prevalencia de una ideología extrema que se impone por sobre las ideas de humanismo y convivencia democrática. El fascismo en nuestra sociedad es el fruto de la falta de perspectivas de una clase periclitada y, finalmente, desplazada del poder. Es la respuesta extrema del extremismo político conservador y reaccionario de una élite social que arrastra tras de sí, a amplias capas sociales medias y bajas en lucha por el poder, o por recuperar los espacios de poder perdido, a sangre y fuego. El fascismo nunca es expresión de tolerante diálogo con el contrincante político a quien ve como enemigo que hay que eliminar. Por eso el fascismo y los fascistas son siempre manifestación de violencia política, irrupción terrorista en el seno de una sociedad débil, o desprevenida, que no da respuesta a la altura de las circunstancias.
Para llegar a esos extremos la sociedad tiene que atravesar por la pérdida de valores cívicos de convivencia democrática y por la desconfianza en sus propias instituciones que la hacen posible. Es, en términos ajedrecísticos, como el caso del jugador que, al perder la partida, decide patear el tablero. Ya no cuentan las reglas y las normas de comportamiento racional, ya no valen las instancias válidas para dirimir los conflictos dentro de las reglas del juego. El fascismo, en tal sentido, es una amenaza para la paz, y una expresión de desnaturalización de los más elementales valores de convivencia social. Hace carne en aquellos grupos sociales que no encuentran otra opción que la violencia clasista, motivada por el resentimiento de un sector ideológicamente enardecido y, políticamente, desquiciado.
Será por eso que el fascismo no escucha argumentos, no atiende razones, no acepta aquello que no le es propio y favorable a sus impulsos de poder más allá de los derechos humanos. Esta sola evidencia da razón a Sartre: con el fascismo no se discute. No tiene sentido. Si la acción del fascismo es la violencia, la respuesta debe ser equivalente para detener su avance político y social, impedir que convoque tras de sí al resto de la sociedad en una dinámica, al final de cuentas, descontrolada.
Fascismo brasilero
Los recientes acontecimientos en Brasil lo confirman. Seguidores del expresidente Jair Bolsonaro invadieron el Palacio de Planalto, sede del Ejecutivo; además de los edificios de la Corte Suprema y el Congreso, este 8 de enero de 2023. Y el símbolo de la conducta política fascista de los partidarios de Bolsonaro es un manifestante que vestía una camiseta con la leyenda: “Intentan enterrarnos. No sabían que somos descendientes de Hitler”.
Los manifestantes exigían la intervención militar para que deponga al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que se posesionó el pasado 1 de enero. Fue un asalto al estilo de Trump, en un episodio vivido que recordó a la invasión del Capitolio de Estados Unidos ocurrida el 6 de enero de 2021, por parte de simpatizantes del expresidente Donald Trump, quien guarda una relación de amistad con Bolsonaro.
La reacción de rechazo internacional no se hizo esperar. Gustavo Petro solidarizó con Lula y solicitó una reunión urgente de la Organización de Estados Americanos (OEA). Ecuador se pronunció en contra del asalto institucional en Brasil. A los rechazos ecuatorianos y colombianos se sumaron países como Costa Rica, Panamá, Argentina, Chile y diversos gobiernos de la región. Pese a que el asalto a las instituciones brasileras cuenta con la condena internacional, la reacción no es suficiente El fascismo en Brasil debe ser eliminado desde el seno de la sociedad carioca.
Esa respuesta debió dar el presidente Lula el momento que Bolsonaro desconoció su triunfo electoral y azuzó a sus partidarios a violentar las calles. Lula ha demostrado ser contemplativo con la actitud política de su opositor y, pese a que ordenó a las fuerzas del orden controlar la situación, no es suficiente sin una movilización política con apoyo popular masivo.
En todos aquellos países donde la sociedad ha sido permisiva con el fascismo éste ha desatado el caos que ha terminado en extremos resultados contra la democracia. El ejemplo de Alemania, Italia, España, Chile y, recientemente EEUU, así lo confirman. La descomposición social es propia de todo país en crisis, en el cual el control del poder no ha sido resuelto por la vía de la institucionalidad democrática formal.
Se espera que Brasil esté a tiempo de contener la manifestación del fascismo remozado en su territorio, mañana puede ser tarde. Sartre tenía razón, con el fascismo no se discute, se lo destruye.