“A Dina Boluarte se le puede decir mucho, pero el papel que hoy juega, es simplemente deplorable. Tuvo ante sí la posibilidad de pasar a la historia confirmando su lealtad al pueblo. Pero cambió de trinchera y se pasó al bando de los opresores. Avalar los crímenes, considerar “insurrección terrorista” a la protesta social y pergeñar un gobierno Civil-Militar para perpetuar un modelo fracasado y en derrota, es un camino sin retorno”. Con estas palabras caracteriza el periodista peruano, Gustavo Espinoza, el régimen civil-militar en su país, instaurado por la abogada Dina Boluarte.
Invocando una escena de La Divina Comedia, de Dante Alighieri, el comunicador peruano refiere que el autor de esa obra clásica reservó el séptimo círculo del infierno para los violentos, para todos los que hicieron daño a los demás, mediante la fuerza. Y refiere que, dentro de ese mismo recinto, sumergía en un río de sangre hirviente y nauseabundo a un cierto número de condenados a los que describía diciendo: “Estos son los tiranos que vivieron de sangre y de rapiña. Aquí lloran por sus despiadadas faltas…”. Luego de la metáfora aludida por Espinoza en su crónica periodística, señala que aquello deberían saberlo “los que ahora orillan la muerte, piden sangre y braman contra el pueblo a la sombra de un Estado de Emergencia dispuesto para aplacar la ira de las masas que enfrentan la insanía de la clase dominante, empeñada en destruir lo poco conquistado en los últimos 16 meses de vida nacional”.
Espinoza puntualiza que en Perú se inicia una guerra sucia como un episodio más en el marco de una confrontación interna -como la insurrección de Trujillo en 1932, o la rebelión de Arequipa en 1950- y en las últimas décadas del siglo pasado, cuando se impuso el propósito de restaurar el dominio oligárquico en el país del sur. Con el fin de abordar ese objetivo se acuñó la idea de enfrentar el terrorismo, práctica atribuida a Sedero Luminoso, ejecutada muchas veces contra la propia estructura del Estado con diversas acciones de terror endosadas luego a los alzados en armas para combatirlos. En Perú, constata Espinoza, se diseñó una “estrategia antiterrorista” que hizo escuela y que hoy surge en la vida política nacional bajo distintas condiciones. Amparada en el principio “Estamos en guerra contra el terrorismo”, la confrontación cuya idea central es la guerra, permite diseñar una estrategia de corte militar y una práctica especifica que compromete a las Fuerzas Armadas peruanas fuera de cánones bélicos formales, puesto que se trata de “una guerra no convencional” que no ha sido regulada por las leyes de la guerra, sino que más bien responde a una lógica inexplicable y perversa de sus ejecutores.
Una guerra convencional está sometida a normas definidas de las llamadas “leyes de la guerra”, recogidas por la Convención de Ginebra, en virtud de las cuales se prohíbe los tratos inhumanos y degradantes, el homicidio en todas sus formas, la tortura y otras modalidades conocidas en Perú. Para omitir estas limitaciones, los aparatos represivos del Estado peruano se refieren a una guerra distinta, una “guerra secreta” contra un enemigo “no identificado” que se mimetiza en el pueblo y se pierde en el campo y que, por lo mismo, debe ser enfrentado con “métodos especiales”, también secretos. En esa guerra no existen órdenes escritas ni planes formales, todas las acciones bélicas se basan en la disciplina castrense que dispone el cumplimiento de órdenes sin discusión.
Espinoza denuncia que si alguien busca inquirir acerca de los procedimientos seguidos por las fuerzas del orden, la respuesta suele ser letal. Como ejemplo existe el caso de Jaime Ayala Sulca, corresponsal de la República secuestrado y desaparecido en Huanta en los años ochenta del siglo pasado. O la suerte de Hugo Bustíos, fotógrafo que descubrió el asesinato de los evangelistas de Callqui en el mismo periodo. Todo fue diseñado para que no se conozca quiénes dieron las órdenes fatales y nunca se encuentre la verdad.
La crónica de Espinoza revela que el argumento formal que sirvió para exculpar a los autores de estos crímenes es la cínica afirmación: “hay que reconocer que en esta guerra se cometieron algunos excesos”. Y lo que es más grave, siempre habrá quienes, incluso periodistas, que acepten con alivio dicha explicación que no resiste ningún análisis porque se trata de crímenes y no de simples excesos. Sectores conservadores en Perú se empeñan en argumentar que esa “guerra” responde a los intereses del país. Incluso la presentan como una “defensa del orden democrático”, en busca de obtener perdón para lo que realmente son delitos. Y no simples “delitos de función» -señala Espinoza- porque matar no es intrínsecamente función de las Fuerzas Armadas.
Es posible que Dina Boluarte no lo sepa -concluye Espinoza en su crónica-, pero las leyes peruanas, las disposiciones vigentes, la jurisprudencia interna y los convenios internacionales disponen que temas como estos, reúnan dos requisitos: sean vistos por la justicia civil, y tengan carácter de imprescriptibles. Lo cual implica que aun cuando haya jueces que, por temor o complicidad, se dobleguen ante la fuerza de las armas, habrá mañana otros que pongan las cosas en su sitio. Es decir, aunque hablen de “la Patria” y de “la democracia”, finalmente nada quedará impune: «Vale, entonces recordarle a Boluarte lo que se le dijo hace poco por las redes: no puedes sentarte sobre las bayonetas, ni comer entre los muertos. La Boluarte, no debe olvidar eso. La guerra sucia no paga nunca”.