No hay nada más productivo que el tiempo de ocio. Esos días que transcurren sin el propósito de tener que hacer algo imperativamente. Momentos aquellos que, sin hacer nada, se puede hacer mucho, creativamente, sin una lógica predeterminada en busca de un resultado; por el solo hecho de echar a volar la imaginación y desplegar la inventiva relacionando aquello que jamás hubiéramos imaginado juntar.
Si algo tiene la creatividad es esa capacidad de asociar y dar vida a lo que nunca fue concebido sino por azar, por jugar con las palabras o los hechos. Reunir elementos disimiles, concebir lo insólito; ver el revés de las cosas y multiplicarles el porvenir, como propone el poeta rumano Tristan Tzara, creador del dadaísmo, vanguardia antiartística revolucionaria que buscó romper con todos los parámetros establecidos en los primeros años del siglo pasado.
Convencionalmente, la sociedad nos enseña y obliga a ser productivos en un sentido material, a dar resultados, y nos prepara profesionalmente para generar riqueza, multiplicar ganancias o hacer rotar el dinero en un mercado capitalista. Solo esa lógica laboral puede conducir al éxito profesional y social. Por eso el arte es considerado una “pérdida de tiempo”, porque el tiempo es oro, suele decirse. Si no eres productivo, al menos, debes poner en práctica esa otra palabreja sospechosa: innovación.
Quien no realiza una actividad productiva o lucrativa es mal visto. Para eso fue concebido el trabajo alienado, para producir plusvalor, una actividad realizada forzosamente bajo explotación de la mano de obra, si es trabajo manual; o de la mente de obra, si es trabajo intelectual, sin que el trabajador posea los medios de producción propios y, contrariamente, trabajando para otros en beneficio ajeno. Visto así, ese tiempo laboral enajenado conduce al hombre o a la mujer a una pérdida de sí mismo y del sentido de vivir en plenitud. La verdadera integridad está dada por el tiempo productivo que debe ser, de algún modo, recreativo, vivificante, no alienado; o por un tiempo de ocio que debe ser constructivo y generar algo más allá de, simplemente, no hacer nada. Esa complementariedad es la que da sentido a la vida individual o colectiva.
Tiempo de ocio que se define como cese o interrupción del trabajo; tiempo libre y recreativo que se utiliza para el placer y de manera voluntaria, y satisfacción de necesidades básicas de un individuo. Excluye todo lo que se refiere a obligaciones laborales y ocupaciones habituales. Tiempo que aparece cuando el hombre o la mujer realizan actividades satisfactorias y gratificantes, de forma libre.
Los días que transcurren entre el 25 y el 31 de diciembre, año viejo, fin de año o año nuevo, como se lo quiera llamar, era el período vacacional o tiempo de ocio que me proporcionaba mayor alegría de niño. Esa alegría que no genera sentimiento de culpa por dejar de hacer lo que queda pendiente de hacer por vacaciones. Ese tiempo libre de verdad, sin obligaciones aplazadas, ni tareas diferidas, un tiempo de ocio auténtico. Un tiempo que debe proporcionar distracción, ser lúdico, un tiempo de pasatiempo entretenido, alegre y festivo. Y esa calidad de tiempo nos la daban los artefactos que solíamos recibir por Navidad, un tren de hojalata, un juguete de madera, una pelota de cuero, un muñeco de trapo -ahora llamados juguetes didácticos-, frente al juguete mecánico, electrónico o incluso digital, que en nada contribuyen a la creatividad y desarrollo espiritual de niños y niñas.
A muchos años de distancia de haber dejado de ser un niño, hoy he vuelto a sentir la alegría del tiempo de ocio entre la Navidad y el fin de Año. Ya no con un juguete que empuje a la imaginación al vacío de la creatividad, para llenarlo de cosas bellas y buenas, sino con un libro en la mano que zarpe el espíritu hacia la evocación pasada o futura, que son las dos formas de evocar. Y esa alegría se funde en un solo sentimiento, aquel que une al viejo y al niño en un tiempo lúdico de ser feliz.
Tiempo de ocio en que ninguno está llamado a producir la naturaleza en un trabajo alienado, sino a recrearla por el simple y maravilloso hecho de verla distinta y renovada. En aquel acto productivo al que nos convoca Tristan Tzara, no porque esté loco, sino por ver el revés de las cosas y multiplicarles el porvenir.