Por Juan Secaira V.
La onda del cabello queda afuera de la imagen en el espejo; sin representar nada. La imagen representa solo el momento, aquel instante de soterrada existencia.
La rigidez de las horas en el teatral paso del cuerpo, en el no moverse con cierta seguridad y bajo el efecto de una diatriba aún más fuerte, dimensionada en la destrucción de la cotidianidad y el regreso a ninguna parte.
Voy y vuelvo con mi familia como piloto de un rodar expuesto, desquiciado, utópico. Calle abajo, o arriba.
Retomo la lectura de unas crónicas latinoamericanas increíbles, me gusta Leila Guerriero, Pedro Lemebel, la férrea circunstancia de pasar las páginas como el tiempo que se pierde entre las nubes y la lluvia prevaleciendo en la insinuante altivez de las historias.
Ningún caso resulta seguro; todo es caos.
Lo que acarrea el devenir en el encuadre de la luz, con el juego despreciado, anclado, súbito.
Imaginemos al cansancio como a la huelga eterna de la injusticia.
Persigo el balón, tengo cinco años de edad, me divierto en el patio.
Voy ganando, juego solo, me empato, me derroto.
Me deleito contra las paredes, narro el partido, cuento los goles, el murmullo de adentro de la casa no me estorba; ni los gritos que anuncian el almuerzo.
Domino la pelota, lanzo un pelotazo a la pared, que no es pared sino arquero. Su silueta sale a cortar el disparo.
Mi madre sale y pisa a tres jugadores, parece que no los ve. Eso es foul, le digo.
El miedo está muy, muy lejano, ni siquiera ha conseguido salir del fuera de juego, ni ser parte de la trama, del compendio de sucesiones que dan como resultado la nulidad del enfrentamiento o su acopio en conteos pronosticables.
Los cantos animan a las hinchadas, nadie puede detener la algarabía.
Los soldados de plomo se cobijan en una de las rejillas posadas en el suelo. Nunca me gustaron. Nunca los sentí míos.
El cuerpo se persigue a sí mismo, como antes, como cuando se trataba de jugar, de divertirse, de pasar el tiempo, de la abundancia que no necesitaba reivindicaciones ni excusas, de lo menos pensado o esperado.
El cuerpo que transgrede.
La necedad de los otros, reacios a comprender, a dejar de ser rivales, a no entender que hace rato el partido llegó a su final.
Forjar en lo lúdico un temple de posibilidades.
Marcar la cancha con tiza.
Olvidarse de las jaquecas y los choques invisibles.
Hoy, tambaleante, me doy contra la pared y las baldosas caen en fila india. El sonido recarga la inicial intención.
Con un vendaje cumplo el ritual de la salida, de la concentración y el ímpetu agudo de la idea transformada en deseo.
Reingreso a la cancha, que es el patio de la casa, achicado por la antigüedad y el olvido. La muchedumbre no grita sino por el equipo contrario.
Las piernas hacen lo que quieren, el cerebro, al no poder ordenarlas, comienza a increparlas.
El bullicio provoca el primer autogol.
Furibundo y al ángulo.