Por Abdón Ubidia
Hace dos meses, me sometí a una operación quirúrgica. Por demás está decir que, a esta altura del partido, una cirugía mayor es una cita con la muerte. Desde luego que el escritor, dada su profesión, debería estar acostumbrado a tales citas, aunque sólo fueren en el nivel metafórico
En el 2020, escribí, el 9 de junio: “Cumplo 76 años y no quiero envejecer”. No era una boutade. Lo sentía de verdad. Todavía estaba convencido de que la vejez era la opción de quienes se rendían ante ella. Yo me sentía todavía fuerte y lleno de ideas: un joven aún rabioso, escondido en una apariencia algo estropeada pero aún no venerable. Pocas arrugas y pocas canas. Eso.
El miedo a la muerte y el miedo a envejecer. Quizá sean lo mismo. En todo caso, la idea del Tiempo, así con mayúscula, como el gran Dios ineluctable que impone nuestro fin, tal vez haya sido, o es, el leitmotiv de todo lo que he escrito.
Y lo que he escrito, al menos en lo que a narrativa respecta, se reparte en dos esferas claramente diferenciadas: el relato realista y el fantástico.
Del relato fantástico hablé, hace unos años, aquí en Cuenca, en una ponencia llamada: Justificación de mis DivertiNventos, pues con ese nombre: Divertimentos (divertimento + invento), he agrupado mis relatos fantásticos cuyas características los distancian de los realistas porque ocurren en lugares lejanos y en tiempos muy abiertos, aparte de que atienden más bien a las constantes universales de la condición humana, sobre todo , en lo que tiene que ver con la verdad revelada de los tiempos que corren, esa suerte de neo religión obligatoria que son la ciencia y la tecnología, abreviando: la tecnociencia. He publicado cuatro tomos de DivertiNventos: Divertinventos o Libro de fantasías y utopías (1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana (2008) y Tiempo (2015).
¿A qué libros realistas me refiero? Un inventario somero nos mostraría, entre novelas cortas y largas, las siguientes: Ciudad de invierno (1979); Sueño de lobos (1986); La Madriguera (2004); Callada como la muerte (2011); La hoguera huyente (2018).
Relatos a los que hay que sumar muchos cuentos de ambiente urbano como Tren nocturno, La piedad, La Gillette, Propagación del mal, Oscuro confesor, y algunos últimos como Jack y Un vidrio salpicado por la lluvia.
Los relatos realistas obedecen, claro, a otros presupuestos que los de Divertinventos. Puedo enumerar los más obvios:
1) La ciudad como tema.
2) El individuo y sus neurosis.
3) La época como burbuja cerrada.
4) La designificación de los símbolos cristianos y la disolución de los lazos familiares.
5) El estilo reflexivo.
6) La voluntad hiperrealista en las descripciones de la ciudad y las épocas.
7) Poética y política: una tozuda fidelidad.
LA CIUDAD COMO TEMA
Aún podemos mencionar a la historia y a la sociología como las grandes matrices que imponen los rasgos que caracterizan a las corrientes literarias y, en este caso, a las narrativas. Romanticismo, realismo, realismo social, realismo mágico, relato urbano; todos esos modos de narrar superan la sola voluntad individual de los artistas y se ofrecen como estrategias narrativas a las que los autores se acogen más o menos con cierta libertad. No existen obras sueltas. Todas pueden ser agrupadas en corrientes narrativas. Y si encontramos una, solitaria, muy original, pronto encontrará obras epigonales.
Si a la llamada Generación del 30, le correspondió inventariar un país agrario, rural, un Estado nacional aún en formación, hecho de migraciones interiores, mestizaje, la ira y la esperanza de un mundo en transición entre la herencia colonial y feudal y un capitalismo embrionario marcado por la promesa de la modernidad; y a la generación actual, sigloveintiuna, magnífica, de escritoras y escritores nacidos en un mundo globalizado, posmoderno, individualista; a nosotros, los escritores de los setenta, nos sobrevino un tema imperioso: la ciudad como realidad y símbolo.
El proceso urbanizador de América Latina, que empezó en los países del Río de la Plata — Argentina y Uruguay— en los años veinte; en los sesenta se había cumplido ya, incluso en Ecuador.
Pero nosotros, en los setenta, —hablo de Raúl Pérez, Iván Égüez, Francisco Proaño Arandi, Velasco Mackenzie, Jorge Dávila, Eliecer Cárdenas, Javier Vásconez, Fernando Tinajero, Marco Antonio Rodríguez y otros más—, asistimos a un fenómeno impensado que vino a acelerar tal proceso urbanizador: el descubrimiento del petróleo. De pronto, de república bananera, pasamos a ser, sin solución de continuidad, una república petrolera.
Los quiteños, en especial, fuimos testigos de cómo Quito, pasó de ser una comarca de hábitos coloniales, a convertirse en una metrópoli de crecimiento desbocado, en la cual, los signos de una modernidad apabullante se impusieron con edificios de vidrio, pasos a desnivel, centros comerciales, vida nocturna, crisis familiares y, por cierto, lugar de acogida de una fuerte migración de chilenos, uruguayos y argentinos que, huyendo de las terribles dictaduras del Cono Sur y atraídos por nuestro reciente esplendor económico, nos trajeron sus costumbres y profesiones, para nosotros inéditas: el marketing, la publicidad, el sicoanálisis.
Con ese marco, escribí Ciudad de invierno y los cuentos que aparecieron en Bajo el mismo extraño cielo, publicado en Bogotá en el Círculo de lectores.
Desde entonces, Quito ha sido la ciudad de mis cuentos y novelas realistas. La amada y odiada Quito y sus grandes conflictos.
EL INDIVIDUO Y SUS NEUROSIS
Escribí que la ciudad era la patria de los individuos. El individuo, sí, hecho de soledad, incomunicación y egoísmo. Tan distinto del habitante del campo que puebla los relatos del 30: solidario, gregario, terrígeno, tan propio del mundo rural que lo hizo posible.
Pues bien, como anotaron, en su momento, Lukacs y Goldman: desde El Quijote, el relato moderno dibujó un individuo problemático, un héroe problemático, como protagonista de cuentos y novelas. Pero en el siglo XX, con Kafka, Joyce, Proust, etc., tal individuo se abrió por dentro y mostró, en consonancia, a la sazón, con los descubrimientos del sicoanálisis, su sique, su mundo subjetivo, su alma desnuda. Aquello fue una característica del relato urbano. Y, como hemos dicho, América Latina cumplió su proceso urbanizador, es decir, citadino, hasta los años sesenta del siglo pasado. No fue, pues, por arte de magia que, paralela y paulatinamente, su narrativa también se urbanizara y exhibiera, descaradamente, conflictos subjetivos propios del ser humano moderno. Nacieron así los Marechal, Onetti, Cortázar, anticipados ya por Roberto Arlt, Juan Emar y por los nuestros Pablo Palacio y Humberto Salvador.
Mi generación, en los setenta, ya era, entonces, heredera de una larga tradición latinoamericana y fue, sin duda, recipiendaria directa de un fenómeno editorial, a gran escala, que fue conocido como el Boom de la literatura latinoamericana.
No fue, entonces, obra de una casualidad que, desde 1976 −ese año excepcional−, fueran publicadas, Entre Marx y una mujer desnuda de Adoum, María Joaquina en la vida y en la muerte, de Jorge Dávila Vázquez; Juego de mártires de Eliecer Cárdenas; Día tras día, de Miguel Donoso Pareja, La Linares, de Iván Egüez, El Desencuentro, de Fernando Tinajero, El pueblo soy yo de Pedro Jorge Vera, El Doctor Jehová, de León Vieira y Guandal, de Gonzalo Ramón. Novelas en las cuales la ciudad asomaba como símbolo y personaje.
En 1979 publiqué, entre los relatos de Bajo el mismo extraño cielo, la ya mentada novela corta, Ciudad de invierno que, hasta la fecha y debo decirlo con gratitud, ha sido favorecida con muchas ediciones y traducciones. En ella, el protagonista, un individuo de la nueva clase media, se ve envuelto en un asunto escabroso cuando aloja en su casa a un amigo que por una estafa está perseguido por la policía. Pronto, entre su incómodo huésped y Susana, su esposa, se teje una suerte de relación amorosa que viene a romper lo que parecía ser un matrimonio estable, aunque aburrido.
Ciudad de invierno es un homenaje o testimonio de amor y odio a Quito. Sus rincones, sobre todo los nuevos, están descritos con detalle, aunque, por un capricho de estilo, no se los mencione con sus nombres propios.
Pero, en las novelas siguientes, en especial en Sueño de lobos de 1986 y La Madriguera de 2004, esos rincones pasan a ser protagónicos, esta vez sí, con sus nombres claros y propios, y con rasgos muy marcados por las épocas que quieren resumir cada una de ellas. Si Ciudad de invierno tuvo el propósito de reseñar el brutal cambio que se operó en Quito, en los setenta, con el descubrimiento del petróleo; en Sueño de lobos y La Madriguera quise mostrar, exhaustivamente, ya que se trata de novelas extensas, cómo discurrió la vida de los quiteños en la década de 1980 (llamada la década perdida) y luego, en el desastroso cambio de siglo del año 2000, respectivamente.
Leonardo Padura dice que un novelista se debe a una ciudad (él a La Habana). Joyce se declara el escritor de Dublín. Auster, de Nueva York. Yo traté de ser el novelista de Quito. Pero debo reconocer que, el siglo XXI, con globalización, capitalismo tardío y auge de las migraciones internacionales y, a la vez, de las llamadas redes sociales, el tema de la ciudad emblemática, simbólica, dio paso a la multiplicación de los escenarios como puede verse, para citar un caso de tantos, en Nefando, de Mónica Ojeda, acaso la más conocida de la última generación de espléndidos autores ecuatorianos; novela que discurre, sin problema, entre Barcelona, México y Guayaquil.
LA ÉPOCA COMO UNA BURBUJA EN EL TIEMPO.
En Ciudad de invierno, al comienzo, traté de definir, de una manera arbitraria e imprecisa, la palabra “época”: “…como hecha de ecos… que resumía un conjunto heterogéneo de causas y mostrarlas de un modo definitivo e inconfundible, de una manera de reír y de sufrir, de vivir y de morir, inconfundible…”. La Belle époque, los años veinte, los sesenta, serían buenos ejemplos. El Narrador anota que, en la ciudad, en los trepidantes setenta, los años petroleros: …Nos había tocado vivir también nuestra “bella época”.
La época, digo, como una burbuja cerrada en el tiempo. Como una forma del Tiempo reconocible y nada difusa.
La misma intuición me ha llevado a escoger ciertas “épocas” que marcaron a Quito “ de una manera inconfundible”: los desencantados ochenta, en Sueño de lobos; la tremenda crisis del 99 y 2000, en La Madriguera, cuando sufrimos, a un tiempo, el feriado bancario, la pérdida de nuestra moneda nacional y la adopción del dólar, una inflación, dolarizada ya, que llegó al 100%; quiebras, despidos, suicidios, la terrible migración de dos millones de ecuatorianos hacia destinos impensados como España e Italia, la consiguiente destrucción de hogares que de endogámicos pasaron a ser monoparentales, con hijos criados a la buena de Dios, y, por si fuese poco, o para que ese escenario de desastre fuese completo: la erupción del volcán Pichincha. Con ese telón de fondo Bruno (el oscuro), un pintor de cincuenta años, ya no quiere pintar porque, para colmo, las claves del arte moderno que lo formaron, mediante el neo conceptualismo y su matriz el neoliberalismo, posmodernidad de por medio, han dejado de estar vigentes
En términos puramente políticos, hubo otra época también inolvidable. Fue la del gobierno del ingeniero León Febres Cordero.
En pleno siglo XXI, cuando ya se había producido, en términos generales, en los nuevos escritores, ese giro temático notable: de “la ciudad” —como hemos dicho—, totalizante, al mundo global y cosmopolita, yo decidí no abandonar el tema de mis relatos realistas e insistir en él: la ciudad de Quito. Así, que volví la mirada hacia el febrescorderismo y exploré, en sus comienzos, el tema de la tortura, práctica propagada en América Latina, por obra de las dictaduras del Cono Sur, y que habría de instalarse en Ecuador, con desapariciones y el terror estatal como arma política, en esa suerte de dictadura civil que fue el gobierno social cristiano. Lo hice en una novela corta que llamé, en el 2011, Callada como la muerte. En ella, un médico de la alta clase media, que vive un proceso de duelo, tras un divorcio, se enfrenta a un torturador argentino que ha venido a Quito, en esa especial coyuntura que fue, en 1983, el fin de la dictadura, en Argentina, y el inminente triunfo de Febres Cordero en Ecuador.
En el 2018, me ocupé de otro asunto que marcó ese gobierno pervertido y perverso: la persecución, tortura y desapariciones del grupo Alfaro Vive Carajo. Esa nouvelle, escrita con recursos tomados del cine, se llama La hoguera huyente, título que me reprocharon mis amigos pero que yo defendí porque consideraba que la siempre tan anhelada revolución social, asomaba, en la mirada de la generación del sesenta y en la de los ochenta, como una hoguera redentora, sí, pero inaprehensible, porque siempre huía y se desdibujada y, al final, nunca llegaba ni llegó.
A partir de la pandemia, embarcado en la construcción de una utopía (Utopía II, se llama) he trabajado también cuentos de corte realista. Uno de ellos: Como un vidrio salpicado por la lluvia, pone como protagonista a un hombre que migró en la mencionada ya crisis del año 2000, a España y retorna luego a Quito, cuando los banqueros responsables de esa hecatombe nacional se preparan para retomar el poder.
Jorge Icaza, a quien tantas enseñanzas debemos, nos enseñó también, por desgracia para él, que un escritor que ha permanecido fiel a una temática y a un estilo propios, no debe dejarse llevar por las modas del momento. Me refiero a que el autor de Huasipungo y El chulla Romero y Flórez, cuando, al final de su vida se vio sorprendido por el éxito del Boom y por autores tan experimentales como el gran Julio Cortázar, quiso ponerse al día publicando los tres lamentables tomos de Atrapados, tan “experimentales” como apresurados.
Con esa experiencia, salvando todas las distancias, yo no pienso abandonar, en los relatos realistas que pueda crear, ni mi ciudad, Quito, ni las épocas que me ha tocado vivir en ella.
LA DESIGNIFICACIÓN DE LOS SÍMBOLOS CRISTIANOS Y LA DISOLUCIÓN DE LOS LAZOS FAMILIARES
En tren nocturno, una solterona, que ya no cree “en los cielos sin misericordia “, reza oraciones paganas; en La piedad, otra mujer, por compasión o como un acto de caridad, ayuda a su esposo a suicidarse; en Ciudad de invierno, el protagonista, hombre sin fe, tiene 33 años: la edad de Cristo, dice. En Sueño de lobos, Sergio, el noctámbulo, no puede o no quiere ingresar a un templo, aunque sienta la compulsión de rezar. En Oscuro confesor, un ateo se confiesa ante un cura, nada menos que en el confesonario de una iglesia.
A este vaciamiento de sentido de los más caros símbolos y prácticas cristianos, hay que sumar la constante disolución o crisis de los lazos familiares que aparece en casi todos mis relatos.
Curiosamente, de estas dos características yo no tuve conciencia hasta que un crítico las señaló. Fueron, pues, emisiones involuntarias de mi inconsciente que me obligaron, más tarde, remolonamente, a aceptar que la especial familia que tuve, muy católica, endogámica, cerrada, muy conservadora −aunque reivindicara sus ancestros liberales− pero, por sobre todo, muy amorosa, marcó mi infancia y mi vida.
Cometieron conmigo el peor de los pecados: me enseñaron a amar.
No quiero hacer una gran frase. Pero es verdad. Demasiado amor, demasiado mimo, demasiado cuidado, hicieron de mí un niño tímido. Y un niño —más allá de las apariencias—: solitario. Porque un niño mimado no es nunca un niño feliz.
Nunca he de olvidar el aforismo de Wittgenstein: ¿Es posible querer y ser felices?
No, por supuesto.
Aprendí, pues, a amar, sin medida, a mis padres, abuela, tía abuela, tías y tíos, primos. Y ese furor amatorio se extendió a las jovencitas y, de un modo natural, a las cosas (de allí, mi carácter acumulador). Y a las ideas recurrentes (de allí mis obsesiones compulsivas).
Quiero decir que aprendí también a odiar. Porque, como todos sabemos y lo dicen hasta los boleros, valsecitos y tangos, la otra cara del amor es el odio.
Sí, he amado y he odiado mucho. Y a veces, en uno y otro caso, sin mayores argumentos. La ecuación era simple: si no te aman: odia.
Para no seguir con esta inspirada confesión masoquista, debo aclarar que las mencionadas taras nunca llegaron a ser sicopáticas ni nunca me llevaron al manicomio.
Bueno, solo quería decirles que tanto la disolución de los lazos familiares y la designificación de los más caros símbolos cristianos que asoman en mis relatos, están enraizados en mi peculiar infancia y son respuestas o rebeliones en contra de las familias muy estrechas y muy religiosas. He dicho.
EL ESTILO REFLEXIVO
Amo a Kundera. Y detrás o antes que él, a todos cuantos practicaron la reflexión inteligente adosada a la acción de sus relatos. A decir verdad, todos los escritores siempre se han dado modos para intercalar opiniones, a veces muy personales, de autor, en el seno mismo de sus ficciones. Algunos más, como Victor Hugo que, en sus grandes novelas: Los Miserables, El jorobado de Nuestra Señora o El hombre que ríe, no tuvo empacho en escribir, en casi la mitad de sus páginas, flagrantes y directos razonamientos acerca de su realidad política e histórica más inmediata. Otros menos, como Sartre y Camus, que las deslizan de un modo poético y casi disimulado en sus hermosas historias. Weinrich vino a decirnos que el comentario siempre fue parte del relato, al punto de que ambos tenían sus tiempos verbales preferidos: el pretérito indefinido para las acciones y el presente perfecto para los comentarios.
Quizá el equívoco nació de una mala lectura de los norteamericanos del siglo XX. Aparentemente Hemingway y compañía se prohibían el comentario en aras de las acciones incesantes. Pero no es así. O no es del todo así. Porque, incluso en sus relatos, cuando tienen un Narrador protagonista que cuenta en primera persona, como ocurre en El viejo y el mar; ese Narrador fuerza al lector a asumir —y tal es su teoría del iceberg— profundos razonamientos del autor acerca de la existencia, por ejemplo, que, en apariencia, no se muestran explícitos en el texto. O, como ocurre en Faulkner, dichas opiniones de autor son expuestas en los diálogos de sus personajes.
Pienso que esa preferencia por las acciones en contra de los comentarios, tiene un origen modesto y propio de la cultura de masas: el thriller y el cine de acción.
Kundera es el extremo opuesto. Sus opiniones de autor son explícitas y asumen, a veces, la forma de breves ensayos. Pues esa es mi preferencia formal: voto por un estilo claramente reflexivo.
HIPRREALISMO
Quizá fueron trabajos de amor perdidos y no sirvieron para mucho. Pero los hice con paciencia y pasión. Quería garantizar escenarios tan realistas o hiperrealistas para que la historia ficcionada pudiera fluir sobre ellos de un modo verosímil. Hablo, sobre todo, de dos novelas extensas: Sueño de lobos y La Madriguera.
En Sueño de lobos, me costó mucho trabajo el ajustar el calendario de la novela al calendario real de 1980, año en el que ella transcurre. Si escribo que el 5 de diciembre, cuando Sergio se suicida, había luna nueva, pues la hubo. Igual, todas las menciones al clima −horas de lluvia o de sol− y a los acontecimientos políticos, deportivos, costumbristas, etc., fueron muy reales. Ocurrieron tal y como se los cuenta. Igual, en La Madriguera que, como anoté, pasa en el inolvidable año 2000, me di modos para que la novela se desplegara, de mes en mes, durante dicho año entero.
La idea era quizá válida. Quería ser fiel al testimonio de cómo se vivió, amó, odió, sufrió en Quito, en esos precisos años que, para mí, mostraban o resumían épocas que no debían ser olvidadas. Quería hacer memorias totalizantes que aprovecharan lo que los rusos posformalistas llamaron el “principio de exhaustividad” que rige la forma novela.
Y aún hoy espero que esas novelas −si su valor artístico acaso sea relativo−, al menos le sirvan a un lector actual o futuro, como documentos históricos o antropológicos de la vida vivida, como decía Malaparte, de mi −repito− amada y odiada ciudad.
POÉTICA Y POLÍTICA
Una vez escuché a Jorge Icaza decir que la literatura era un resultado de la tensión entre estética y ética. Años después, recordé esa idea y escribí que la estética y la ética son enemigas. Que el sueño de la estética era la destrucción de la ética. Me refería a que las más grandes obras de la literatura universal, las más bellas y terribles, nos enrostraban tal contradicción: Edipo mata a su padre, se casa con su madre y se arranca los ojos para no ver ese horror; Medea mata a sus hijos para vengarse de la traición de su esposo; Macbeth, asesina a su hermano para hacerse con el reino de Escocia; Madame Bovary tiene amantes, se suicida y deja en la orfandad a su niña; Los hermanos Karamazov conspiran para matar a su padre; Gregorio Samsa, convertido en un horrible insecto, muere porque no soporta el rechazo de su familia; el Roquentin de Sartre tiene Náusea del mundo; la Lolita de Nabokov, de doce años, seduce al ninfulómano HH y lo engaña con Quilty. Todo en contra de la ética, todo en favor de la estética.
En fin, podría prolongar ad infinitum los ejemplos. Aparte de la notoria pulsión de muerte que conllevan, implican también, en otro nivel, otra contradicción −y para hacer honor al tema de este Encuentro−: la de la poética y la política.
Tal contradicción delata otra: la contradicción individuo / sociedad.
Dado que una poética es la marca personal de un artista, lo que vuelve reconocible su obra —y, más aún, cada una de sus obras—, no es difícil señalar los ejemplos antes enumerados, como muestras del conflicto de ese individuo, el artista, con la polis, con su sociedad.
En el capitalismo tal pugna se vuelve intolerable, guarida del héroe problemático, como ya lo dijeron los mentados Lukacs y Goldman, entre tantos otros.
Para abreviar, ahora hablamos de capitalismo tardío, híper capitalismo y posmodernidad.
Pero, sobre todo, de neoliberalismo.
Es difícil no aceptar la vigencia de esos términos.
Es la era que nos ha tocado vivir.
Lo digo de una vez: creo que el trasfondo político de mi poética, está marcado por un odio visceral al capitalismo. Y en términos más actuales y descarnados: a la versión más renovada y atroz del capitalismo: el neoliberalismo.
Realmente uno no nace cuando quiere ni donde quiere. Ni como persona ni como escritor. Mi primer libro de relatos fue publicado en 1979. En 1980, Reagan, la Thatcher, Juan Pablo II, Friedman y los Chicago Boys, dieron por consumada la revolución neoliberal.
Desde entonces, dada mi tendencia a escribir una literatura siempre actual, he tratado de contestar a ese formidable embate —que trascendió el mero ámbito de la economía y copó todos los espacios del mundo actual, con lo que, en mi libro de ensayos Referentes Siglo XXI, me permití llamar La revolución cultural del neoliberalismo—.
Me refería a la aceptación hegemónica del dominio del capital financiero, la depredación inmisericorde del planeta en aras de la producción (l y recordemos los incendios de la Amazonia de Bolsonaro); las privatizaciones, despidos, la destrucción de los bienes públicos como una consigna (el Estado obeso, etc.), y el triunfo del individualismo más perverso que, aparte de romper el tejido social, al decir de Biung Chul Han y otros, nos vuelve, incluso mediante el teletrabajo y la auto explotación, esclavos de nosotros mismos.
Para el filósofo coreano y una legión de pensadores, a la cabeza de quienes está Chomsky, la imposición del individualismo extremo, obra del triunfo neoliberal (la Thatcher decía que la sociedad no existe, solo existe el individuo), conduce a la depresión, la autoagresión y al suicidio.
En tal proceso político neoliberal e individualista, me ha tocado escribir.
Vamos a los hechos y hagamos un recuento: con el antecedente de Ciudad de invierno, que pone en escena, en una ciudad que transitaba violentamente de la Colonia al capitalismo más desaforado, a un estafador, fugitivo de la justicia.
En los ochenta, publiqué Sueño de lobos, una novela que —bajo el epígrafe de Brecht: Qué es peor, asaltar un banco o fundarlo—, narra la historia de un oscuro empleado, Sergio, que termina asaltando, justamente, el banco en donde trabaja.
Luego, en el 2004, publiqué, como ya he dicho, La Madriguera, que narra el desastre bancario del 2000, con un artista que, venido de los sesenta, decide, abandonar su arte, y optar por el camino que siempre rechazó, el de los hombres, como dice, de la realidad real, los capitalistas.
Luego, en otros relatos como Silenciosa como la muerte y La hoguera huyente, amén de los artículos y comentarios permanentes que hice, dada mi vinculación con Editorial El Conejo, en numerosas presentaciones de libros, me di modos para señalar mis desacuerdos políticos con el sistema capitalista y su neoliberalismo que, por desgracia, como una peste maldita —a imagen de la última pandemia que tan bien la ha utilizado—, ya se ha tomado el mundo.