Por Juan Secaira V.
El sol nos da en el rostro como el llamado a un round de desempate, enceguecedor y entusiasta.
Angustiados, intentamos cruzar la calle, los automóviles se empeñan, o parecen hacerlo, en negarnos ese derecho. Esperamos. Siento que nuestra invisibilidad se relaciona con la desidia de los demás. Hay fastidio; llegamos apresurados al otro lado, a la otra orilla. El desembarque carece de benevolencia.
En la entrada, unas gradas hostiles. Uno de los vendedores informales nos ayuda a ingresar; me dice palabras de apoyo, le respondo y la afabilidad se toma el bullicio de las calles, tan inhóspitas como habitables, donde nada es lo que es, donde el cortocircuito engrandece el entramado social.
El destino es la marca en agua de la reescritura de lo faltante, del imperio frágil y no dicho en las correspondientes aristas.
Descendemos por una vía secundaria, en la mayoría de lugares no existen rampas, en otros son tan inclinadas como el destello voraz que amenaza con convertirnos en sombras. Y en algunos, las rampas tienen un alto tope inicial que deshabilita su utilidad. La ironía se mezcla con la ira.
Seguimos avanzando, mis hijos se turnan para conducir la silla de ruedas. Muchas personas nos abren campo; es curioso cómo en Quito la gente suele pararse a charlar en el centro mismo de las veredas, obstruyendo el fluir de los demás.
Un borde, de los imperceptibles, provoca que la silla, cual corcel bravío y brioso, dé un salto y me jalonee como jinete desorbitado en el cotidiano rodeo de la existencia comprometida.
Recuerdo la película «El jinete», dirigida por Chloé Zhao; ella cuenta la historia de un joven, quien protagoniza el film, Brady se llama, él debe superar un daño cerebral y la prohibición de seguir trabajando como jinete, por el bien de su salud. Eso, matizado con las relaciones complejas con su padre y su hermana. Es una historia cruda y tierna a la vez.
Sonrío mientras cruzamos la calle 18 de septiembre y nos aproximarnos a la cuesta, a la subida agresiva y pendiente.
Cada mañana me visto como si fuera un vaquero, con protecciones en brazo y piernas, que contrarrestan el dolor; si salimos uso mi sombrero negro. No llevo más armas que las ganas de proseguir. Y, si se puede, unas cuantas bromas para el viaje.
El terreno baldío pasa por nuestra mirada, arrasándola. No me siento mal por mi condición, no me enfoco en lo que opinarán ni en la malévola actitud, ni en lo que ya no tengo.
El candor lo cambié por ensoñaciones espectrales que me acompañan; la norma, por la mal comportada irreverencia del arte; el temor, por un temor más avezado y permanente.
Resisto, pero centro mis fuerzas en asumirlas y retribuirlas imperceptiblemente. Como un don terrenal; sumergirse y vivir en el agua palpitando el estallido, viéndolo desprenderse y volver a destruirse en el tiempo frenético del instante.
Recibo terapia física: los músculos han bajado la guardia, se han ido apagando, poniéndose a buen recaudo en la intemperie amplia del olvido.
La doctora se esfuerza, pone de parte, es realista. «Hay que trabajar más con lo que aún puede salvarse», dice. Sueño en un náufrago que logra ver tierra firme y poblada justo antes de la ola mortífera.
Los calambres en el cuerpo son profundos cosquilleos sin gracia. El esfuerzo mayúsculo resuena en los minúsculos avances. Juegos hiperbólicos e ilusorios. Trampas de vida.
Volvemos a salir, quiero sentir la portentosa libertad de desplazarme, aunque sea con ayuda, por esta ciudad, por la que he caminado tantas veces antes.
Charlamos venciendo el ruido urbano, no nos confiamos ni prejuzgamos nada ni a nadie. No demuestro amargura. Mis hijos sudan y se van cansando. Ya casi estamos en casa. Ya casi.