Entre las diversas expresiones que dan cuenta del menoscabo, o del abierto desprecio por las culturas, o la cultura en nuestra sociedad, me asalta la memoria aquella que me dijo un día un productor de Ecuavisa cuando nos dedicábamos al periodismo televisivo: la cultura no vende. Dicho esto, en referencia a que no existe entre los auspiciantes un interés por comprar espacios culturales, no es enteramente cierto puesto que, la empresa privada sí se interesa en auspiciar actividades propias de la cultura de masas a condición de devengar impuestos y apoyar manifestaciones, artísticas o deportivas, que generen el rating necesario entre consumidores de los productos comerciales publicitados. Con esta misma lógica mercantil, el Estado capitalista, en nuestro país administrado por banqueros y comerciantes, pone interés en la llamada economía naranja que considera a la cultura una mercancía transable en el mercado. No es entonces que la cultura no vende, lo que ocurre es que no produce, según un criterio financiero, las suficientes utilidades o réditos a los inversionistas en cultura.
Según la Economia Naranja, modelo de desarrollo en el que la diversidad cultural y la creatividad son pilares de transformación social y económica del país, la cultura cobra sentido cuando aporta al Producto Interno Bruto (PIB) y compite con otros rubros económicos en un mercado llamado competitivo, pero que en la realidad es monopólico. El concepto de economía naranja aparece por primera vez el 30 de octubre de 2013 cuando el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), lanzó el libro sobre economía creativa y cultural: La Economía Naranja: una oportunidad infinita, cuyos autores son Felipe Buitrago e Iván Duque ambos consultores de dicha entidad bancaria que, a no dudarlo, estaban pensando en la creatividad, artes y cultura como materia prima y preocupados de los derechos de propiedad intelectual, en particular con el derecho de autor y ubicando a las actividades culturales en función directa en una cadena de valor creativa. Coherente con estos criterios es la postulación de las Industrias Creativas como ente económico que debe regir toda actividad cultural. Este afán de visibilizar la cultura desde la economía no es nuevo, también fue usado por John Hopkins quien utilizó el concepto al incluir disciplinas que consideró dentro de la Economía Naranja. Rigurosamente, el término fue traído a escena por Hopkins en su libro The creative economy: how people make money from ideas (La economía creativa: cómo las personas ganan dinero con las ideas), desde donde se ha afianzado de manera natural en la terminología diaria. Economía naranja es el conjunto de actividades que consisten en la transformación de ideas en bienes y servicios de carácter cultural. Se denomina, por tanto, universo naranja a todas aquellas actividades que transformen el conocimiento en un bien o un servicio que trate de fomentar el beneficio económico, el desarrollo de la cultura y la creatividad. En definitiva, además del lucro, la economía naranja persigue el desarrollo y el fomento de la cultura. ¿Será éste el fin último de las culturas de los pueblos?
El propósito que se persigue es profesionalizar un sector que, históricamente, nunca ha estado profesionalizado, en tal sentido la economía naranja busca profesionalizar la creatividad y la innovación, fomentando la transmisión de conocimiento, así como de la cultura a generaciones venideras. La idea principal se basa en el desarrollo y la extracción del potencial económico del sector cultural y creativo, generando condiciones para la sostenibilidad de las organizaciones y agentes que integran dicho sector, muy alineado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Este concepto persiste en contrapunto con el concepto de cultura como un todo que, según el escritor Iván Égüez, “no solo es la transformación de la Naturaleza y las formas de su usufructo a lo largo del tiempo; no solo las representaciones mágicas, filosóficas, heurísticas, simbólicas, o las lenguas y las idiosincrasias del mundo, sino una generalidad, abstracta y concreta, del proceso civilizatorio en procura del bienestar humano”. Visto así, una quintaesencia de la cultura -su expresión más alta y significativa- son las lenguas, las artes, los repositorios y las producciones culturales populares, intangibles, cotidianas. Égüez afirma que nadie puede planificar la Cultura: “No es una tarea, no es un encargo, no obedece a una mentalidad ni a una dedicación”. La Cultura, en su concepto, “es una inmanencia que ha surgido de la acción, sobrevivencia y trascendencia humanas”. Lo que sí se debe planificar y desarrollar es el campo cultural y sus manifestaciones, es decir, el ámbito de socialización de las prácticas reconocidas de forma patente como culturales o creativas. Y esto se lo debe realizar mediante políticas públicas concertadas entre el Estado y la sociedad civil. Políticas públicas que, no obstante estar enunciadas en varios tramos de la Ley de cultura, “no han sido entendidas como una forma de gobernanza, no se han aplicado quizás por no haber entendido su alcance y naturaleza”. Acaso esta sea la mayor deuda cultural del Estado con la sociedad, aunque no es una responsabilidad exclusiva de los gobiernos estos pueden ser articuladores de agendas compartidas, pues actúan junto a otros actores en un proceso “que armoniza diversas visiones, dinámicas, formaciones, prácticas, normativas, experiencias e intereses sobre determinada problemática”.
Égüez es concluyente: “Exceptuando a los dos primeros ministros de Cultura, los otros doce no consiguieron que sus respectivos presidentes se interesaran por la cultura. Les llegó la novelería de la cultura naranja, unos la torearon lo que pudieron, otros la iban instrumentando solapadamente, creando «cuentas satélites» o el RUAC. No lograron implementarla ni legitimarla, se volvió un asunto vergonzante, pero lograron, a lo largo de los años, insuflar disimuladamente un espíritu naranja en la ley, una ley conceptualmente confusa, que por un lado jerarquiza todo el campo cultural al ente rector (ministro/a) y por otro habla de fantasmales industrias culturales y comercialización de la cultura”.
Este diagnóstico que fue dicho hace ya un año y más en revista Rocinante de abril del 2021, no ha cambiado en su esencia. En reciente entrevista realizada en el espacio La Oreja Libertaria, de Radio Pichincha con la conducción periodística de Luis Onofa y Leonardo Parrini, los invitados la escritora Lucrecia Maldonado y el director del Teatro Ensayo, Antonio Ordoñez, precisaron sus conceptos sobre el polémico tema del estado actual de las culturas en el país.
Opinan los gestores
En la introducción el programa se señaló que en 2016, Ley Orgánica de Cultura, expedida ese año, sentó los fundamentos de la política pública orientada a garantizar el ejercicio de los derechos culturales y la interculturalidad, creó el Sistema Nacional de Cultura, introdujo la noción de economía de la cultura al reconocer el proceso de producción, circulación y promoción de la creatividad como generador de valor agregado y al expresar apoyo a las industrias culturales. Además, reconoció derechos sociales a los gestores culturales.
Este proceso, sin embargo, no ha ido de la mano de un fuerte apoyo público a la gestión cultural, que se expresase en el campo de los recursos financieros y en la definición de una estrategia pública fuerte de gestión cultural. Es más, la cultura ha sido golpeada por los embates de la pandemia y los ajustes fiscales. El gobierno del presidente Guillermo Lasso conceptúa a la cultura como economía naranja, y como tal, susceptible de inversión extranjera. A mitad de su primer año de mandato anunció la puesta en marcha del programa Teatro del Barrio, y el pasado 9 de agosto entregó los premios Espejo a Patricia González, Javier Vásconez y Segundo Moreno.
Antonio Ordoñez, caracterizando el momento cultural, señala que “la crisis es mucho más fuerte, no solo por la pandemia sino porque hay una concepción bien distinta de lo que es la cultura y lo que debe ser la cultura. No sé si hablar de la construcción de un “teatro del barrio” está confundiéndose con hacer “banco del barrio” si eres banquero y eres lo que eres, si instauras un teatro en cada barrio sería maravilloso, pero hacerlo demagógicamente sin un fundamento y porque se les ocurre que puede ser una solución para fomentar las artes en el país, esto es una mentira más, no se puede hacer así por decreto, sino que hay que trabajar y ser serio”.
Lucrecia Maldonado señala que en el campo de las políticas públicas no se han logrado implementar, porque “la cultura en Ecuador es una pariente pobre de todas las demás cosas de las que se ocupa la administración pública, en parte porque en el país hay muchas cosas por hacer y lo urgente siempre quita lugar a lo importante”. Y, además, porque “también en el gobierno de la revolución ciudadana la cultura estaba a la cola de un montón de cosas, no fue una prioridad ni se le dio una enorme preminencia ni se le alimentó como se necesita, y peor en otros gobiernos como el anterior y este en donde se quiere minimizar, por no decir acabar, con lo público y, como un hecho simbólico, hace poco la Casa de la Cultura fue convertida en un cuartel en un lugar de pertrechos militares y policiales para la represión militar y ese hecho de ser profanada por la policía la CCE, pues nos dio a entender lo que es la cultura para estos regímenes neoliberales, de corte neofascista que es completamente suntuario, secundario y, por tanto, no puede haber políticas públicas culturales. Uno de los momentos más cuestionables fue cuando la ministra de Cultura y sus funcionarios justificaron la acción policial diciendo que venían a cuidar el patrimonio cultural, es obvio que esa no era la intención, y la afirmación oficial es caracterizada por un enorme cinismo; no corren buenos tiempos para casi nada, pero sobre todo para el tema cultural”.
La situación de los gestores culturales es difícil porque no son pocos integrantes del mundo de la cultura que se ven obligados a pedir limosna, cuando debería haber un fondo para los actores de la cultura. Acaso esto sea así porque, como señala A. Ordoñez, “cuando se oye la palabra cultura sacan el revolver, porque la cultura es considerada peligrosa, cuidado que exista más cultura y la gente pueda leer, pueda ver cine o pueda ver teatro, cuidado, eso hay que cortar, y esto sucede en nuestro país y todo es eso es deliberado”. Como consecuencia de la indiferencia del Estado el Teatro Ensayo debe hoy enfrentar la autogestión luego de permanecer varias décadas al amparo de la CCE que hoy suspende recursos destinados a esta institución teatral.
La crisis desnuda la precariedad de la cultura que evidencia el drama de los gestores culturales que sobreviven de sus propias actividades, sin presupuestos de las instituciones llamadas a fomentar el desarrollo y sostenimiento de actividades culturales como las artes escénicas, plásticas y musicales. El sector editorial que no ha sido precisamente “muy beneficiado por la política pública”, enfrenta necesidades no resueltas por el sector estatal de la cultura. La Casa de la Cultura (CCE) no dispone de un presupuesto para publicar “autores nóveles”, además de que se trata de que la obra merezca ser publicada en base a un criterio estético, técnico y no por amistades. Nunca ha sido fácil publicar un libro en Ecuador, si se trata de un autor o autora desconocidos, aunque la obra sea valiosa, porque las editoriales no la van a publicar, concluye L. Maldonado.
Sobre las exigencias del mercado que hace guiños a la economía naranja en las propuestas del actual Gobierno, A. Ordoñez considera que “ese es un campo que nada tiene que ver con la cultura, es atribuirle a una actividad lo mismo que vender papas. La propuesta es que una empresa en lugar de pagar impuestos pague para programas culturales, pero eso nos convierte a los actores en menesterosos de la cultura, vamos corriendo a pedirle a la empresa privada, por dios regáleme un poco de plata para hacer una obra, a usted no le van a cobrar impuestos”. Maldonado es más esceptica,“lamentablemente la política pública en el Ecuador, es una política de componendas, de mafias, de actos por debajo de la mesa y de repartos, entonces en ese punto la CCE podría ser el organismo fuerte que se encargue de sostener la cultura que es el patrimonio inmaterial de la sociedad”.
¿Qué hacer?
Al final del día, según Ordoñez, «gestores culturales y consumidores de cultura podemos esperar desde la institución cultural que las autoridades reflexionen en torno al fomento de la cultura para que no se cierren actividades de teatro, literarias, musicales o plásticas que se están eliminando paulatinamente, y que se observa en la merma del público a estas actividades». No obstante que, «esperar es un poco ilusorio, puesto que el régimen tiene una prioridad y ninguna para la cultura», señala Maldonado, «los gestores deberíamos unirnos para hacer propuestas y para tomar acciones, si cada uno sufre en silencio no se llega a ningún lado, no es el momento de ser pasivos u observar sin acción lo que está pasando con las culturas en el país, así nos están quitando todo». No obstante, las instituciones culturales deben ser defendidas por los gestores a fin de que las culturas y la cultura dejen de ser la última rueda del coche.
Hace ya tiempo que el escritor Iván Égüez, en una línea de acción, propuso “propiciar en el campo cultural la crítica y autocrítica para que surja una voluntad política fecunda”, y establecer otro tipo de relaciones entre el Estado y la sociedad civil, a fin de delinear las políticas culturales pertinentes. Encontrar en esa perspectiva “una salida jurídica que viabilice el cambio y active las rutas democráticas, y la construcción de acuerdos y consensos para construir una institucionalidad cultural sólida y un movimiento cultural independiente”. Si se quiere un cambio hay que hacerlo a fondo, con los actores reales, no a sus espaldas. Si se debe suprimir o reformular el Ministerio de Cultura, hay que hacerlo. Ya el tiempo no da para parches y medias tintas. Una vez más, no es cuestión de personas, sino de políticas.