Por Pablo Salgado J.
Alan Clyde fue siempre muy inquieto. Y curioso. Desde pequeño se entusiasmó por la lectura. Y la escritura. Pero, sobre todo, desde siempre, tuvo una actitud crítica. Con su entorno, con el sistema educativo, con la sociedad, con el modelo económico, con lo establecido, con la cultura y, particularente, con la literatura ecuatoriana. Desde siempre.
Así llegó al Taller de literatura que la Casa de la Cultura Ecuatoriana convocó bajo la coordinación del escritor, y maestro, Miguel Donoso Pareja, quien retornaba al país luego de residir 18 años en México. Alan era uno de los más jóvenes. Pero también uno de los más comprometidos. Siempre atento y dispuesto a asumir que el oficio de escribir implica una gran dificultad. Y también a entender que en el trabajo del taller es necesario asumir la lectura de nuestros textos como si fueran los de otros. Esa era la metodología que aplicaba Donoso Pareja; desarrollar en los noveles escritores una actitud profundamente crítica con los textos propios y los ajenos. Un trabajo de taller implacable que no era fácil asimilar. De hecho, algunos no lo soportaron. En nuestro medio, no es sencillo desarrollar una autocrítica frente a tus textos. Y menos enfrentar la crítica, en ocasiones despiadada -pero argumentada- del coordinador o de tus compañeros de taller. Como bien señaló Mario Campaña, el trabajo de Miguel en el ejercicio de la crítica fue “cuidadosamente estética y rabiosamente ética.” Así, corrigiendo una y otra vez, aprendes a desarrollar las diversas técnicas de escritura. Ese es el objetivo del taller, dotar al alumno de herramientas necesarias para la escritura.
La escritora, tallerista en México, Magaly Martínez, nos decía que “aprender en el taller de Miguel Donoso Pareja representó tocar al fin aquella memoria de futuro; me condujo a vivir la pasión por la escritura como nada heroico sino como la posibilidad de asumir lo que uno quiere, de llegar al país del que verdaderamente se es; me enseñó a conocer las reglas, no solo de la escritura misma sino de la mística y de la estética del escritor, y me permitió a la vez el hallazgo de un espléndido y contradictorio ser humano, a la par fuerte y vulnerable, amoroso y feroz.”
El Taller de Donoso Pareja marcó no solo a toda una generación sino a un momento de las letras -y la cultura- ecuatorianas. Digo marcó porque logró romper con aquel paternalismo literario imperante en aquellos años, cuando los talleres eran, mas bien, espacios de discusión ideológica o de terapia politica. Mirando a la distancia, podemos decir, sin duda, que los talleres de Donoso Pareja -en Quito, Guayaquil y Manta- generaron a los más importantes escritores nacionales de fines del siglo XX. Esta es, además, la única forma de comprobar la validés, o no, de un Taller. Aquí algunos nombres, en Guayaquil: Raúl Vallejo, Fernando Itúrburu, Mario Campaña, Jorge Velasco, Jorge Martillo, Leonardo Valencia, Juan Carlos Cucalón, Franklin Briones, Marcelo Baez, Dalton Osorno, Angel E. Hidalgo, Eduardo Varas y, por si fuera poco, Pedro Gil, quien falleció hace poco. Y no solo eso sino que, en el caso de Guayaquil, los talleres de Miguel parieron a toda una generación de mujeres escritoras que lograron romper el asfixiante patriarcado y hoy son ya reconocidas escritoras que consiguieron imponerse, con la calidad de sus textos, y abrieron el camino para la literatura ecuatoriana de hoy escrita por mujeres: Gilda Holst, Sonia Manzano, Liliana Miraglia, Carmen Vásconez, Maritza Cino, Carolina Portalupi, Solange Rodríguez, Martha Chávez, Carolina Andrade, Angela Arboleda, Hanna Hadathy, entre otras.
En Quito, quizá con menos resultados y contundencia: Huilo Ruales, Alfredo Noriega, Adolfo Macías, Edwin Madrid, Vicente Robalino, Jennie Carrasco, Alejandro Velasco y Diego Velasco, entre otros. Y no puedo dejar de mencionar a Francisco Torres, quien abandonó prematuramente la poesía, algo que todos lamentamos; y Gustavo Garzón, quien desapareció una fría y oscura noche de noviembre de 1990, en manos de las fuerzas policiales. A otros nos engulló el periodismo y otros menesteres.
Nervioso y tímido, Alan extendía las páginas -escritas a máquina- con sus cuentos. Los repartía y Miguel los leía y, mientras esperaba la lectura del resto de talleristas, dibujaba figuras geométricas o árboles en el reverso de las páginas. Así, uno a uno, analizábamos -diseccionábamos- cada texto, sin concesiones, sin prejuicios, sin amiguismos.
Allan era atrevido en los textos que presentaba. Sus temas nos inquietaban y, casi siempre, nos sacaban una gran sonrisa. Allí conocimos sus primeros relatos, sus primeros personajes. Sus intentos y sus aciertos al relatar las historias. Y sus desaciertos. Alan, como todos, intentaba defender sus textos y, juntos, aprendimos que un buen cuento, o poema, va mas allá de nuestras buenas intenciones. Es el propio texto el que nos impone, el que nos demanda un cambio o una corrección. Es el texto y no nuestro gusto personal, el que nos exige “pulir” un cuento; su estructura, la sintaxis de los personajes, en su piel, su textura, su verosimilitud, sus puntos de vista narrativos, etc.
Pero el aprendizaje no solo ocurría en las horas del taller -tres largas sesiones; una el viernes y dos el sábado- sino en las lecturas y en lo que nos sucedía fuera del taller. Miguel nos recomendaba títulos y autores. Y con generosidad nos prestó libros de su biblioteca personal. Libros que, en muchos casos, nunca volvieron a sus manos. Alan era -¿es?- un lector voraz. Incluso disciplinado con las lecturas. Y, por ello, luego en las tertulias post taller manteníamos prolongadas y apasionantes discusiones junto a Gustavo Garzón, Rubén Vásquez y Vicente Robalino. Por ello, puedo decir que en el taller de Donoso Pareja aprendimos que “el oficio de escribir exige no solo un imprescindible talento, sino una rigurosa disciplina, una amplia formación, una práctica social, una experiencia, y una conducta de gran y avanzado sentido crítico,” como señala David Ojeda, tallerista de Miguel en México y ganador del Premio Casa de las Américas.
Luego de tres años de taller, había ya textos que merecían ser leídos. Autores que tenían sufientes cuentos o poemas dignos de publicarse. Entonces nació la Colección Serie Hoy en la editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Se firmó el cotrato para publicar 12 libros de los escritores del taller. Solamente se publicaron seis. Los otros seis los publicó el Municipio de Quito. Así apareció, en 1987, el libro “Alza la vista que no te veo los ojos,” que recogió los primeros relatos de Alan Coronel, Quito 1963. Los otros autores de la colección fueron: Byron Rodriguez, Pujilí, 1960, con La cueva de la luna; Historias que duermen en el sillón del gato, de Víctor Romero, Cariamanga, 1950; Instrucciones para llegar al orgasmo, de Ruben D. Buitrón, Quito, 1956; El alka seltzer se volvió esotérico, de Francisco Torres Dávila,1958; y Aviso a los navegantes, de Jorge Martillo, Guayaquil,1957.
“Alza la vista que no te veo los ojos,” es un libro lleno de humor, de una gran ironía. Quizá ésta sea su principal virtud, el manejo del sarcasmo; tan natural, tan efectivo. Sobre todo, porque en ese momento -y ahora- en la literatura nacional había -y hay- una evidente ausencia del humor.
Son textos que se dejan leer con total fluidez. Relatos -la mayoría cortos y sencillos, sin complejas estructuras- que nos ofrecen un gran disfrute, un gozo. Al volver a leer el libro, luego de tantos años, lo he disfrutado quizá mucho más que la primera vez. Son textos que han conservado su frescura. Textos a los que no les ha brotada caspa. Textos que siguen vigentes. Textos que han logrado superar la mas rigurosa crítica, la del tiempo.
“Alza la vista que no te veo los ojos” es la evidencia que el Ecuador no ha cambiado tanto. Es más, en muchos aspectos seguimos siedo exactamente los mismos. Basta ver la televisión que tenemos, por ejemplo. Y lo digo, porque de ella -de la televisión- emanan varios de los temas que Alan los transforma en literatura. A los personajes de moda los inserta en historias revestidas de ironía y una mordaz crítica. Dispara, con su ojo certero, contra los roles y modelos establecidos. Temas cotidianos; un cumpleaños, o la mujer objeto en un supermercado. O El hombre de Buchanan´s. En el texto Ramillete, o poemita prosificado e interpretado, ejerce una irónica, y contundente, crítica a la poesía repleta de cursilería que, entonces y ahora, se publica por montones y, lo que es peor, se aplaude, más aún en tiempos de redes sociales.
Menciono particularmente el texto “Me voy al Ecuador a traer un jibarito” que, si no me equivoco, se publícó antes en alguna revista y que causó cierto revuelo. Por el tema, claro. Pero, sobre todo, por el creativo, y acertado, manejo de los bloques de tensión, la estructura de los dos personajes -Miss Berkeley y Victor- y por cómo de un artículo de una revista norteamericana logra estructurar un gran relato que lo cierra con un sutil final. Es uno de los textos mejor logrados.
Cuentos revestidos también de cierto cinismo -bien resuelto- como en el caso de Señor comisario, en el cual incluso acude a la intertextualidad para reafirmar cómo el abuelo en silla de ruedas se estrella contra un camión, ¡Chaj! Con un gran espacio sabroso. ¡Chaj! En “Ahora y en la hora de nuestra muerte,” el autor hace gala de una provocadora irreverencia al abordar un tema religioso; construye, finamente, un gran final sorpresa. Y lo hace sin trampas ni despistes, como sucede hoy en cuentistas incluso de larga trayectoria. El autor hilvana un conjunto de cuentos que nos sorprende y nos provoca. Y, efectivamente, se lanza sin red de seguridad. Y sale airoso.
También hay, debo decirlo, un par de textos que quizá el propio autor reconozca ahora que faltó pulirlos o, de hecho, desecharlos. O, al menos, volver a trabajarlos, como “Lapsus,” por ejemplo, o “Ruptura,” con los que cierra el libro. Ya que, como diría Cortázar, “escribir un cuento es un instrumento de relojería.” Pero, a la distancia, podemos decir que estos textos son producto, precisamente, del aprendizaje de aquellos años. El libro, en conjunto, se defiende solo. Es decir, vive por cuenta propia.
Además de la escritura, Alan tenía interés en el cine, incluso algunos textos ya revelaban esa especial preocupación por lo audiovisual. De ahí que no nos sorprendió su decisión de estudiar cine. Lo que si nos sorprendió fue que se marchara a Cuba. Alan estudió en la famosa escuela de San Antonio de los Baños, creada por el Nobel Gabriel García Márquez, y de la que han salido importantes directores, productores y guionistas del Continente.
Recuerdo ahora que cuando Alan viajó a Cuba, me heredó su cátedra en el colegio Sebastián de Benalcázar; clases de literatura para los estudiantes de tercero a quinto año. Completé el resto del curso con sufrimiento, pues los jóvenes eran tan inquietos que me volvieron loco. Entonces comprendí que mi vocación no pasaba por ser profesor, y si por ejercer el periodismo.
A su regreso de Cuba, Alan se vinculó con el quehacer audiovisual. Su actividad laboral la dedicó a la fotografía, a los cortos y documentales; siempre con una cámara al hombro. Y retomó su condición de profesor en la Universidad Central y otras instituciones. Pero también está vinculado a una preciosa tarea musical y social con la Orquesta del maestro Edgar Palacios, integrada por jóvenes con Sindrome de Down y otras discapacidades, en donde comparte pasión y dedicación con Adita, su motor de vida. Pero quizá esta actividad audiovisual hizo que no publicara durante varios años y que, entiendo, escribiera menos. De ahí que su actividad como escritor ha sido mas bien irregular, aunque de vez en cuando aparece un cuento, e incluso un poema, en alguna revista y, recientemente, en redes sociales.
Además, en estos últimos años volvió a recuperar un espacio de taller, “escribir es un contínuo aprendizaje,” diría Miguel, y conformó el grupo Los incorregibles, junto a Vicente Robalino y el poeta tzántzico Raul Arias, entre otros. Es decir, en buena hora, sigue escribiendo. Y no solo eso, sino que prontó darán a luz un libro de cuentos y uno de poesía.
Sabemos que en el Ecuador no es sencillo ser escritor. Un país sin políticas públicas para la cultura y, menos, para el fomento del libro y la lectura. Un Plan del libro que fue un rotudo fracaso. Un Ministerio de cultura y patrimonio ineficiente y que incumple la Ley orgánica de cultura y un gobierno neoliberal que recorta los presupuestos para las instituciones culturales. Ecuador es el único país de la región que no cuenta con un Sistema de bibliotecas públicas. Un país que precariza a sus artistas y creadores. Un país en el cual cada vez las ediciones de libros son de menor tiraje. Una edición de 300 ejemplares -como publican hoy las editoriales independientes- en un país de 18 millones, significa que el autor seguirá siendo inédito.
Hace bien Alan en publicar una nueva edición de este libro. Una segunda edición que, sin duda, encontrará nuevos lectores, quizá más jóvenes. Lectores que, estoy seguro, disfrutarán, tanto o más que yo, de su lectura.