En Ecuador se dice que “vivimos una crisis institucional”, y aquello se lo repite como un cuento de nunca acabar. Desde que el ecuatoriano tiene uso de razón vive en crisis como una descomposición social del rol que, se supone, deben cumplir las instituciones del Estado. Nada más próximo a la sinrazón, pero es una realidad. En teoría, la institucionalidad es entendida como un atributo básico de la República, dentro de un estado de derecho. Por consiguiente, se entiende que, si un Estado en ejercicio de su plena soberanía configura su distribución político-administrativa a la luz de la división de poderes, luego, esa República, se hará de todos los organismos que dirijan la nación y su ejecución institucional al servicio de las personas y en pos del bien común.
En Ecuador se idealiza a las instituciones, consideradas como la panacea ideal descendida de quién sabe qué divinidad. Olvidamos que la institucionalidad es la concreción de una ideología. Es decir, una institución se crea o instituye como expresión y necesidad de pasar de la teoría a la práctica política, conforme las visiones ideológicas. En tal sentido, a la teoría marxista le asiste la razón cuando señala que el Estado es un “instrumento de la lucha de clases”, y sus instituciones -educación, leyes, fuerzas armadas, etc.- son enseres necesarios en ejercicio del poder al fragor de la lucha que libran las clases sociales en defensa de sus intereses. Si las clases sociales surgen en la historia a partir del rol que juegan los hombres en el proceso económico productivo, las instituciones surgen al fragor del rol que éstos desempeñan en la lucha política por el Poder. Son instituciones del Estado, los organismos y dependencias de las Funciones Legislativa, Ejecutiva y Judicial, organismos electorales, organismos de control y regulación, y entidades que integran el régimen seccional autónomo.
¿Pero qué sucede cuando el conflicto social se expresa en un instinto defensivo de clase, sin cultura o formación ideológica consciente? Inexorablemente, las instituciones se vuelven vulnerables, manipulables aparejos al servicio de los intereses políticos que terminan cooptándolas. Estérilmente exigimos que las instituciones sirvan para regular la vida en democracia y libertad, que mitiguen el conflicto social cuando son todo lo contrario, instrumentos de esa lucha. O inútilmente pedimos que las instituciones, a través de sus políticas, posibiliten el buen vivir. He ahí el problema: la administración pública solo actúa al servicio de la colectividad cuando se tiene el concepto, la idea de servir al bien común; caso contrario, solo es un ente estatal que actúa como aditamento político de intereses privados. De ahí que las instituciones son un simulacro socialmente frustrante, la simulación de una pantomima políticamente impuesta.
Se pide que la justicia sea justa, que las instancias económicas generen prosperidad material, que las instituciones políticas sean expresión de libertad y democracia, ¿cómo podrían serlo cuando fueron instituidas desprovistas de principios y elementales valores en favor del ser humano? Las instituciones creadas como instrumento de lucha por el Poder, terminan sirviendo de mercancías transables en esa lucha. Entonces la corrupción institucional, que tanto nos escandaliza, no es un asunto exclusivamente moral sino ideológico, y en última instancia económico, que se traduce en una práctica política.
Hemos dicho con fuerte tono sarcástico que la derecha política ecuatoriana no se ha leído a los clásicos del pensamiento liberal europeo -que es la fuente donde fueron concebidas la totalidad de las instituciones capitalistas latinoamericanas-, como tampoco la izquierda se ha leído a Marx, Engels y Lenin que es el semillero donde fecundiza la teoría contestataria a dicha ideología e institucionalidad dominante. Se ha dicho que el bloque hegemónico de la derecha en el país es compacto, claro, unido en torno a sus intereses económicos, y que a la izquierda le falta unidad, claro, en torno a sus intereses políticos. En esa contradicción, las posibles salidas a la crisis del país no son una sola, difieren y se contraponen entre opciones constitucionales y alternativas políticas, por separado, porque no las une la ideología. No provienen del mismo cuerpo epistemológico.
De ese modo, en Ecuador se hace política sin cultura política, por tanto, sin sentido de institucionalidad de país. Por eso las instituciones se corrompen, son cooptadas, o entran en conflicto con los políticos que las crearon, no trascienden la historia por sobre la voluntad de los activistas que las manosean y las terminan prostituyendo. El mejor ejemplo es el sistema judicial del país, con sus cortes, fiscalías y comisarías de barrio corruptas. ¿No fue la Embajada estadounidense la que negó visas a los narcogenerales?
La jurisprudencia surge, tanto de una concepción teórica, como de la práctica consuetudinaria o cotidiana, de la costumbre social de hacer algo que al final del día se convierte en ley. Pero ese “algo” es una acción pragmática y el pragmatismo en política es peligroso, porque la política sin ideas desemboca en corrupción, ejemplos en el país abundan como piedras en el camino. Luego, políticos moralistas paradójicamente se rasgan las vestiduras, cuando en el fondo se regocijan de ser pragmáticos, ciegos ante la realidad nacional.
El buen funcionamiento de toda organización depende, no solo de la claridad de las normas que la rigen y los recursos con que cuenta para desarrollar su labor, sino especialmente de la preparación y el compromiso de las personas vinculadas a ella. De esta forma, una institución no queda al vaivén de las circunstancias, cada vez más cambiantes, y de los ‘timonazos’ que de manera reactiva pudieran dar sus directivos y funcionarios; por el contrario, tiene capacidad para sortear con serenidad las crisis, sin perder el rumbo o verse obligada a detener su marcha. Es en esos momentos cuando se pone a prueba la institucionalidad de un país.
Lo que empieza mal termina mal. En un círculo vicioso la incultura política se traduce en carencia de ideología definida y consecuente, lo que a su vez deviene en una práctica política pragmática que utiliza a las instituciones con sospechosos fines: las instituciones entonces son el fruto de una raíz podrida. La llamada crisis institucional es un cuento de nunca acabar, precisamente, porque en el principio y los fines de las instituciones está el problema.