Por Patricio Silva Delgado
¿Dónde estaba dios cuando te fuiste? recita un tango de Discépolo, que reseña la desesperación amorosa y la traición. La sociedad ecuatoriana ha hecho los deberes para enfrentar los desgobiernos, la crisis pandémica y la recesión económica; a cambio, a recibido desatención y traición.
El ser humano cuando le asiste la desesperación, la exclusión y el olvido, toma como estrategia cualquier forma organizativa que le permita romper las cadenas que le oprimen y relegan. La organización indígena surge con el liderazgo de mujeres valiosas como Tránsito Amaguaña y Dolores Cacuango, son las mujeres las que toman la iniciativa, porque justamente ellas tienen mayor sensibilidad frente a los apremios de sus familias, ha transcurrido un siglo desde aquellas épocas y las demandas iniciales siguen estando vigentes.
La CONAIE, la mayor organización indígena del Ecuador, declara el 13 de junio, el inicio de una protesta constitucionalmente legítima en demanda de sus derechos. Disciplinadamente asisten las comunidades, los líderes locales y nacionales, su primera acción es periférica y luego van cercando a la capital de los ecuatorianos. Cuando su presencia es masiva e irrumpe en la capital ecuatoriana, uno mira sus rostros, inmediatamente vienen las imágenes de aquellas mujeres líderes, son los mismos rostros de desesperación, hombres, mujeres y niños, representando hambre y angustia. Cuando uno lee las consignas, no hay cambio, son las mismas que históricamente han demandado los sectores rurales e indígenas en Ecuador, claman por justicia, mayor atención en educación y salud, mayores oportunidades de ingresos, mejoras en la infraestructura de apoyo a la producción, cuidar la pacha mama y evitar la venta del patrimonio nacional. Lastimosamente su estrategia careció de visión institucional y política, la salida política de la protesta no tuvo asidero en las instituciones y en el camino constitucional que corresponde.
El Gobierno nacional asume una posición de impavidez emocional, causada por más del 85% del rechazo popular, quizá creyendo que será un asunto pasajero; sin embargo, el 17 de junio el presidente Lasso declara estado de excepción y la situación se tensa, la represión al pueblo sube de tono y la respuesta no se deja esperar, la violencia cobra muertos y heridos, el ejecutivo emite decretos, que luego los corrige y los vuelve a corregir, la tónica del error. Los ministros y asesores hacen declaraciones discordantes, hasta que el Canciller dice la verdad del gobierno: “Ganamos una elección escuchando a la sociedad civil, pero cuando llegamos al gobierno abandonamos esa prioridad”, fuerte, contundente y lapidario, desnuda al gobierno y lo pone de cuerpo entero, en su real dimensión. Esa verdad es inmanente en el Presidente y la convierte en praxis, se vuelve un ser etéreo políticamente hablando, no escucha, no aparece, no decide, no procesa, en suma no existe. Se enoja, se enferma, se recupera, patalea, amenaza, convoca al diálogo y no va, delega porque esta sujeto por el vacío. En un arrebato de inconciencia quiere volverlo etéreo al dirigente popular elegido dentro de las practicas democráticas comunitarias, porque en su inmadiatez, piensa que siendo etéreos no habría diálogo. La presión social le obliga nuevamente a dialogar, pero no asiste. En ese escenario de vaciedad, evadió la destitución, confirmando la inautenticidad del ejercicio político; sin embargo, su debilidad y desprestigio crece y se consolida, es un ejemplo claro del noúmeno kantiano y la nada sartreana.
Parafraseando a Hanna Arendt, la Asamblea, las FF.AA. y los medios de comunicación ejercen, la banalidad del mal, actúan sin hacer una reflexión ética del mal que causan a la sociedad con su accionar. La Asamblea es ahora un espacio indolente y fatuo, permisible a todo, como diría Evita, es un lugar donde la pansa sucumbe al dinero, por ello su desprestigio y el rechazo de más del 90% de la población. Las FF.AA. y la Policía, en su status de no beligerencia, propician la represión y la violencia, envalentonados, cual robot, dentro del casco, el chaleco y el tolete, arremeten contra el debil, pero son incapaces de poner orden a la inseguridad y al narcotráfico. Hay denuncias de infiltración de la protesta para desgastar y desprestigiar su estrategia. Los medios de comunicación; como siempre, lacayos del poder, diciendo la “verdad” por la cual les pagan. Si tuviéramos una democracia y una institucionalidad fortalecida, debería instaurarse un proceso de investigación y sanción a todas las acciones vandálicas y las que atentan contra la institucionalidad establecida, vengan de donde vengan.
La clase media alta de Quito merece un aparte, es la que neutraliza la acción popular, la que le hace el juego a la gente de bien, la que le da el espaldarazo al inexistente, para legitimar la represión, esa clase descafeínada e insulsa, esa clase que es capaz de estirar la mano, de una sola vez, al clero, los cuarteles y la mafia. Carentes de cociencia del devenir histórico, irrumpen como hienas a masticar la carroña en el espacio que se supone los representa, no están de cuerpo presente, son también etéreos, se esconden tras banderas blancas y claman por la paz, mientras disparan sus armas al aire y lanzan insultos xenofobistas, racistas y clasistas. Convocan a marchas, pero no lo hacen a pie, pierden su esencia, lo hacen comodamente dentro de su auto climatizado, que además es chino y lo consiguieron a través de una deuda, que suma a otras deudas, que les impide garantizar calidad de alimentos, educación y salud para sus familias, pero ahí estan, sintiéndose la máquina, con poder para insultar y lanzar el fierro que conducen a cualquiera que les baje o les asome el dedo. Una mezcla de clientelismo, fundamentalismo y populismo, difícil de digerir pero que marca, ahí en ese lodo, donde el dinero, la fé y la ignorancia tienen espacio para ahogar los derechos. Ahí estamos, siendo una sociedad inconclusa.