Por Pablo Salgado
No había sucedido ni en las peores dictaduras militares. Ningún dictador, civil o militar, intentó allanar y poblar de policías y militares las instalaciones de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Nunca. Y peor intentar convertirla en un recinto policial para acopio de material, vituallas y albergue de policías. Jamás. Es cierto que la Junta Militar, en 1963, desconoció a sus autoridades e impuso las suyas, pero no envió policías y militares a La Casa, tal como acaba de hacer el gobierno del presidente Guillermo Lasso.
En el día del padre, por orden de la fiscalía, la policía allanó las instalaciones de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la institución cultural emblemática del país, creada en 1945. Y la allanó con el pretexto de haberse recibido una llamada a la línea 1800 (sic), en la que se realizó una denuncia: “un grupo de 30 venezolanos y ecuatorianos ingresaron a la Casa de la Cultura con material velico (sic) para el paro nacional.” La Fiscalía, con sorprendente agilidad, ordenó el allanamiento. 40 policías del GEA, fuertemente armados, con capuchas negras y chalecos antibalas, ingresaron a la Casa, revisaron todas sus instalaciones durante 4 horas. Revisaron los teatros, las salas de exposición, la Cinemateca, la Biblioteca, la Librería, las oficinas administrativas, los camerinos, los baños, el Núcleo de Pichincha, las radios. Y, obviamente, no encontraron nada. Nada que no sea libros, instrumentos musicales, obras de arte, escenografías, cámaras antiguas y nuevas, vestuarios para las obras escénicas, más libros y claro, a funcionarios indignados.
Un allanamiento, si duda, planificado para impedir que el movimiento indígena utilice las instalaciones de la Casa de la Cultura, el Agora, como había sucedido tradicionalmente en levantamientos anteriores. El Comandante de policía, informó en rueda de prensa la misma mañana: “vamos a realizar una requisición de esa área -la Casa de la Cultura- para que sea centro de acopio, y albergue al personal policial.” Sin inmutarse, el Comandante declaró que ese espacio -dedicado a la cultura, al conocimiento, a los saberes- se conviertirá en un centro de operaciones de la represión policial. En la tarde, la Policía Nacional notificó a la Fiscalía la requisición de la Casa de la Cultura para que “sirva de albergue para el personal de la Unidad de operación del mantenimiento público.” Una requisición, al decir del presidente Fernando Cerón, ilegal e inconstitucional, ya que la requisición debe hacerla un juez y no la policía.
Este hecho que no se había producido ni en las peores dictaduras militares. Pero además esta violenta acción viola la Convención de la UNESCO de 1954 que obliga a los Estados a proteger los bienes culturales y patrimoniales en tiempos de conflicto armado externo e interno.
Sin embargo, no es la primera vez que La Casa sufre una intervención y acoso desde las esferas del gobierno. En 1956 ya sufrió persecución con la llegada al poder de Camilo Ponce Enriquez, del partido Social Cristiano, quien apenas posesionado criticó fuertemente a la gestión de la Casa de la Cultura, entonces presidida por Benjamín Carrión. Ante esto y los rumores de una reorganización ordenada por Ponce Enríquez, la Junta Plenaria emite una fuerte respuesta en defensa de la autonomía de la Casa. El gobierno decide entonces retirarle a la CCE los presupuestos que le habían concedido para la construcción del nuevo edificio. Ante la presión, y a pesar del respaldo de los círculos de intelectuales y de la ciudadanía, sus directivos renuncian a sus funciones. El médico Julio Endara y el diplomático Carlos Larrea, cercanos al régimen, asumen la dirección de la Casa. Y Benjamín Carrión decide auto exiliarse en México.
Luego, el 11 julio de 1963, una Junta Militar derrocó al presidente Arosemena Monroy. La Junta emite un decreto, el 18 de julio, declarando vacantes los cargos directivos de la Casa de la Cultura, de la Matriz y los Núcleos provinciales y ordena su reorganización. Los destituidos fueron Benjamín Carrión, a quien la Junta Militar lo calificó como «melifluo personaje», Alfredo Pérez G., Antonio Parra, Celia Zaldumbide, Demetrio Aguilera, Carlos Cueva, Muñoz Mariño y Oswaldo Guayasamín, entre otros. Algunos de ellos fueron encarcelados y expatriados bajo la acusación de ser parte del «comunismo internacional».
La Junta Militar designó a Luis Bossano y Jaime Chaves Granja, partidarios del régimen militar, como presidente y vicepresidente, respectivamente.
La Casa de la Cultura fue recuperada cuando los artistas y trabajadores resuelven tomarse la Casa; el 25 de agosto de 1966. Los artistas permanecieron en la Matriz, y varios núcleos, durante 11 días, hasta que se convocó al Congreso de trabajadores de la cultura que estableció un plan de trabajo y resolvió designar a Benjamín Carrión como nuevo presidente, y a Oswaldo Guayasmín, como vicepresidente.
Pero la Junta Militar no se atrevió a allanarla y peor convertirla en un centro de operaciones para la represión policial. El gobierno de Guillermo Lasso, en menos de un año, ha logrado no solo desmantelar la institucionalidad cultural, recortar casi a cero los presupuestos y precarizar, como nunca, al sector de la cultura y los patrimonios, sino convertirse en un gran represor que agredió, como nunca antes, a la cultura nacional y su institucionalidad.
La Junta Plenaria extraordinaria, convocada de modo urgente, rechazó el allanamiento y la “agresión dictatorial del Estado” y resolvió que el presidente nacional presente una Acción de protección en la Unidad de flagrancia de la Fiscalía del Estado. Con lágrimas de impotencia e indignación, Fernando Cerón afirmó: “Esta noche el terror ha ganado. La Casa de la Cultura ha sucumbido a una dictadura.” Mientras los artistas y gestores culturales cantaban y bailaban al grito de “la Casa no es cuartel. Los artistas no somos terroristas.” Al final, con la oscuridad de la noche, los policías, cual robots armados hasta los dientes, ingresaron, saltando las rejas, a tomar posesión de la Casa de la Cultura.
La acción de protección recién se pudo interponer al siguiente día.
Recordemos que el pasado 15 de junio, sorpresivamente, el Centro Cultural Metropolitano apareció, en su patio central, también con decenas de carpas para albergar a una unidad policial. Las denuncias inmediatas hicieron que se revea esta decisión del alcalde Guarderas. Sin embargo, el lunes 20 de junio, amaneció con policías y militares ocupando su patio central.
También es notorio y muy decidor la permanente ausencia de la ministra de Cultura y patrimonio, Ma. Elena Machuca, quien -una vez más- se ocultó y guardó silencio. Siempre ajena al sector cultural. Su gestión se ha caracterizado por incumplir la Ley de cultura, incumplir las promesas de campaña, continuar con los recortes, cerrar los programas emblemáticos como el Plan nacional del libro y la lectura, y la Feria del libro. Después de un año de gestión, siguen cerradas las reservas documentales y arqueológicas. Y, por si fuera poco, no pagó las alícuotas y no realizó el mantenimiento del MAAC, de Guayaquil, lo que provocó que el Municipio lo clausure durante varios días.
Sin embargo, un post de la viceministra de cultura, Fanny Zamudio, reveló que el Ministerio de cultura no solo está de acuerdo con la ocupación de la Casa de la Cultura, sino que formó parte del plan y el operativo para la toma policial: “La fuerza pública acude precisamente para salvaguardar el patrimonio que se encuentra allí,” afirmó. Falso. En los levantamientos populares anteriores, jamás se violentaron los bienes culturales y patrimoniales. Por el contrario, se protegió sus instalaciones, como un necesario espacio de paz y ayuda humanitaria. Y es más bien ahora que se convierte a La Casa en un espacio de confrontación y pugna.
El Ministerio de cultura y patrimonio emitió, en la mañana del lunes, un más que escueto comunicado, en el cual rechaza los hechos de ocurridos en octubre de 2019, justificando así la intervención policial en la Casa: “Bajo ninguna circunstancia se puede acudir a la cultura como argumento para la violencia. Aspiramos que la Casa de la Cultura sea un espacio libre y plural para la creación artística, el encuentro y no para la confrontación.”
Las imágenes de la policía ingresando por la puerta trasera y saltando las cercas, tienen un alto valor simbólico: el fin de la democracia y las libertades. No hay nada más impactante que mirar a policías fuertemente armados y cubiertos los rostros ingresando a una biblioteca, a una librería o a una cinemateca. El Estado aterrado frente a la cultura y a una Casa a la que puedan llegar indígenas, mestizos, negros, blancos. Todos defendiendo sus derechos y libertades. Y un Ministerio de cultura, cuyo deber es defender y fomentar el trabajo de artistas y creadores, convertido en verdugo que coarta, precisamente, esos derechos y libertades.
Tomarse la Casa de la Cultura, violando su autonomía, es un hecho de prepotencia y brutalidad que, además, viola los derechos culturales, los derechos humanos, socaba la democracia y coarta las libertades. Pero es también un nuevo signo de torpeza política y, sobre todo, refleja el afán fascistoide y dictatorial del gobierno. Un presidente agobiado y solo. Un presidente sin respaldo popular, que ha decidido sostenerse en la fuerza de las armas y la violencia policial y militar.
Las calles aledañas a La Casa de la Cultura están bloqueadas, decenas de policías la mantienen cerrada y en las rejas exteriores un rótulo escrito sobre un cartón clama: ¡SOS Casa de la Cultura!