Solicitar un pronunciamiento al Ministerio de Cultura y Patrimonio acerca del allanamiento y ocupación policial de la Casa de la Cultura (CCE) era como pedir peras al olmo. No obstante, pese a que la CCE es un organismo autónomo se trata nada más de una figura administrativa, pero la cultura no es ajena a todo un pueblo que el Estado dice representar y precautelar en sus intereses. Por eso resulta, por decir lo menos sorprendente, la posición oficial adoptada por el Ministerio de Cultura en escueto comunicado que fue distribuido discrecionalmente entre algunos periodistas. El comunicado dice textualmente: “El Ministerio de Cultura y Patrimonio respalda todas las acciones que precautelen el cuidado y salvaguarda del patrimonio del país y de los lugares para la creación artística. Los espacios públicos dedicados a la cultura deben, por esencia ser territorios de paz y diálogo. Bajo ninguna circunstancia se puede acudir a la cultura como argumento para la violencia, como lo ocurrido en octubre de 2019 contra periodistas y policías, en las instalaciones del Ágora de la Casa de la Cultura. Aspiramos que la Casa de la Cultura sea un espacio libre y plural para la creación artística, el encuentro y no para la confrontación”.
Con candorosa ingenuidad, el Ministerio de Cultura y sus funcionarios, se muestra convencido de que la ocupación policial de la Casa de la Cultura corresponde a una decisión de “precautelar el patrimonio cultural” del país. No se puede ser tan cándido, por no decir indolente, frente a un hecho que no tiene presentable justificación. La CCE difícilmente será “un espacio libre y plural para la creación artística”, bajo la aprensión y represión del Estado.
Hubiéramos esperado que entre gente de cultura la sinceridad sea un valor rescatable. Se puede mantener con dignidad una posición coherente con la prensa, sin desdecir de los principios que se profesan, pero no caer en un rotundo autoengaño que no se lo cree ni siquiera quien lo concibió. Lo menos que podríamos esperar es una reflexión ministerial acerca del rol de la cultura y las conflictivas relaciones con el Estado, los derechos culturales de la ciudadanía, la convivencia intercultural armónica del país, etc. Además de una defensa de las instancias culturales como propiciadoras de la paz y la democracia, y por cierto, la justicia y los derechos humanos.
No se puede a nombre de alineamientos burocráticos con el poder, sumarse al atropello de la cultura, más aún cuando ese poder no ha demostrado fomentar las manifestaciones culturales del país. Menos aún, las expresiones de la cultura de un país intercultural, los planes de lectura, el fomento a las actividades audiovisuales, la promoción de la creación literaria, la producción gráfica de las artes plásticas y las diversas expresiones de la cultura popular a través de costumbres y tradiciones.
No hubiéramos querido confirmar, una vez más, que cuando la cultura se institucionaliza en instancias burocráticas pierde sentido crítico y emancipador, convirtiéndose en el relato del poder a través de un Estado que ha sostenido relaciones de mutua sospecha con la cultura en la historia del país. Trágico fuera que la actitud inmutable de los gestores culturales se sume al silencio cómplice frente a la ofensa proferida hoy a la cultura nacional, o con posturas obsecuentes de ese Estado que hoy desdice su rol de protector de la sociedad civil y sus múltiples derechos y manifestaciones culturales.