A propósito de los ecos del Bicentenario amerita señalar que diversos sucesos que hubieren tenido lugar hace 200 años o más, gravitan aun en la percepción que tenemos de los acontecimientos actuales, a la luz de lo que podríamos llamar, una conciencia colonizada. Epistemología o conocimiento que responde a una visión ideológica conservadora, y conservada a través de anales históricos, por tanto, reproducidas como percepciones políticamente correctas acerca de la realidad actual del país. Algo similar ocurre con situaciones y leyes que se debaten en el órgano legislativo como es la ley de uso progresivo de la fuerza y otras. Qué tiene que ver esta ley con la colonia, dirán ustedes. Aparentemente nada, pero raspando un poco la costra histórica asoma la herida abierta. Y esa herida no es más que la ausencia de liberación nacional respecto de aquellos viejos preceptos políticos, económicos y sociales que nos heredó la Independencia frente a una libertad que no llega.
Existe coincidencia entre historiadores como Paz y Miño o Núñez Sánchez, entre otros, para quienes “el proceso de Independencia destapó fuerzas regionales y promovió clases sociales tan fuertes y poderosas en las diversas regiones, terratenientes y hacendados dueños de plantaciones y del gran comercio que prefirieron crear pequeñas repúblicas, y esto fue un hecho inevitable que hizo que América Latina se divida”.
Sin bien las formas de producción al interior de las posesiones españolas en América se las puede entender a partir del hecho colonial de corte feudal, las evidencias históricas empíricas muestran un sistema de circulación y de acumulación típicamente capitalista. Concretamente -bien señala el profesor Fernando Velasco-, en el Virreinato del Perú, España organizó un sistema político económico centrado en la producción y exportación de metales preciosos que determinaría una fragmentación de la estructura productiva y del esquema social de los pueblos andinos y su reordenación en torno al nuevo interés dominante. La región de la Real Audiencia de Quito estuvo claramente delimitada por dos realidades socio económicas, al norte la zona abastecedora de productos agropecuarios y textiles, y al sur la zona minera, centrada en la explotación aurífera.
¿Esto explica por qué se instauran las oligarquías después de los procesos de independencia?
La respuesta estriba en que, al tenor del Bicentenario queda por comprender una contradicción que emana del proceso emancipador: ¿cómo es que, habiendo roto con el colonialismo, como gran triunfo, la Independencia no logró hacer transformaciones sociales? La propia historia arroja una respuesta. Después del proceso independentista se instauraron repúblicas oligárquicas y ya no se construyeron sociedades igualitarias porque el proceso liberó sectores políticos y económicos conservadores que desencadenaron una dinámica comercial con exportación de productos como cacao, café, plata, salitres, entre otros, una prioridad comercial del capitalismo naciente por sobre las tareas políticas emancipadoras. Es este el escenario donde tiene lugar la lucha independentista contra el dominio español que, en la fase posterior republicana, se transforma en relación de dependencia, es decir, una situación que evidencia un espacio estructuralmente dominado.
Como es explicable, la situación de clase determina una conciencia de clase. Tal es así que, los sectores oligárquicos «destapados» por el proceso independentista, y que prevalecen hasta hoy, tuvieron que necesaria y consecuentemente manifestar una conciencia colonizada respecto de su entorno contemporáneo. Y lo hicieron en primer lugar en virtud de sus intereses agrarios como hacendados, que luego devienen en burguesía capitalista que hereda las tierras usurpadas al indigenado y convirtió la herencia del huasipungo en capital financiero, fundando bancos dedicados al agiotismo y otras actividades relacionadas.
Colonialismo mediático
El aprendizaje histórico que nos legaron estos sectores clasistas corresponde a la colonización cultural de sus antepasados transmitido en una historiografía consecuente con sus intereses y que tiene diversas expresiones, desde la literatura hasta la crónica periodística. No en vano Agustín Cueva constataba que «no hay voz poética o narrativa de valor que no nazca de la rebeldía». Esas voces rebelándose ante la versión de una crónica interesada en conservar la conciencia colonizada, la denuncian en una narrativa de temas que giran en torno al sufrimiento y a la indignación que, en la mejor literatura del país, ha puesto énfasis en el negar e indignarse. Una rebeldía que se enfrenta a un relato que no conjugó el verbo liberar esos atavismos histórico existenciales, mientras la historia hacía lo suyo, subyugando al hombre por el hombre.
He ahí otra contradicción. Si a la gran literatura ecuatoriana contemporánea se la caracteriza por la rebeldía, el gran periodismo ha sido en cambio reducto conformista. Cueva recuerda que el periodismo en el Ecuador moderno desempeña el mismo papel que el “orador sagrado” de la Real Audiencia de Quito. El aprendizaje de la historia que nos proporciona la prensa corresponde a la colonización cultural que no hace que el aprendiz reflexione sobre el tema que se le está enseñando, sino solo reproducir un automatismo que lo condicione a repetir o responder de manera inmediata y “políticamente correcta” al estímulo de ese discurso mediático. Similar situación sucede con la prensa pautada y la información que nos enseña y ensaña en sus crónicas, que responden a la simple imagen estereotipada acompañada del mismo discurso. La similitud y coincidencia entre los sermones coloniales y el actual discurso periodístico -que constata Cueva- en un paralelismo evidente, demuestra que no hay malestar social por decreto comunista. Este surge en rechazo, como protesta frente a la realidad circundante. Sin embargo, para la gran prensa sigue siendo un cuadro en blanco y negro con buenos y malos y se ubica, como es natural, del lado del bien. Su misión-visión consiste en redactar un relato consejero del “orden” puesto que, los desordenados y desestabilizadores son los obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, feministas, inconformes susceptibles de frenar en sus intentos aplicando, nada más, el uso progresivo de la fuerza. Aquello en el mal entendido de que la conducta social de sectores populares varía en función de los sermones y consejos de una prensa que hace vocería obsecuente con el orden establecido regentado por el poder vigente. De ese modo, aquello que informa o comenta la prensa criolla es previsible después de la protesta social, tal y como sucedió en los días posteriores al paro de octubre del 2019; fue fácil adivinar la letanía justificando la represión, juzgando y condenando en los editoriales como noticia crímini a los incendiarios de la Contraloría sin averiguar previamente qué hacían efectivos militares en medio del incendio.
No obstante, las cosas no son tan simples. Pero en la prensa existe, prevalece y defiende un “simplismo maniqueísta”. No es lo mismo escuchar a un Alfredo Pinoargote que a un Francisco Herrera Aráuz, si de inseguridad se trata el tema y del uso progresivo de la fuerza; el primero defendía el orden restablecido por uso de la fuerza progresiva, aplacando en las calles a los desordenados, el segundo trataba de buscar una explicación a lo sucedido.
Para nuestros editorialistas criollos colonizados, ni tan solo existe una mínima necesidad de definir qué es lo que genera la protesta, todo pasa por alinearse entre el bien y el mal y, ni cortos ni perezosos, lo hacen por el bien como corresponde. Ventajosamente para muchos, existe una prensa independiente no colonizada cuyo papel no consiste en recitar de memoria las lecciones, bien o mal, aprendidas de los patronos mediáticos, sino en desmenuzar los hechos, develar sus causas y efectos.
En la prensa tradicional coinciden en que el uso progresivo de la fuerza es una herramienta correctiva de la inseguridad y de la violencia social, sin cuestionar en manos de quién está en los actuales momentos la fuerza. Así, lectores, televidentes y radioescuchas nunca son ayudados a formarse una opinión razonada de los hechos. Ventajosamente, hay periodistas que nos dirigimos a los sectores no colonizados -y también a los colonizados- sin la intención de servir de agentes de colonización. Sí cabe orientar la opinión ejerciendo un periodismo formador de conciencia, pero eso no ocurre en Ecuador. Muchos de nuestros periodistas viejos tienen un pasado rebelde que borrar, mientras nuestros periodistas jóvenes tienen un futuro, igualmente, rebelde por asumir. Nuestra obsecuente prensa -característica vinculada al sometimiento y a la condescendencia- necesita ser pensada en términos no políticamente correctos, pero sus editorialistas y reporteros se sienten llamados a “darnos pensando”. Un hueso duro de roer, puesto que, negadores de la facultad de reflexionar, indagar o descubrir, por tanto, de bien informar, el periodista ecuatoriano se siente con la mision de ser el intelectual orgánico que juega el papel de informador colonizado que difunde la mentira planificada.
Recientemente, ganadores del Premio Gabo, de la fundación Gabriel García Márquez, reflexionando acerca del rol de la prensa, señalaban que “el buen periodismo ve lo que realmente importa, rescata la esencia de la historia, descubre los intereses ocultos, identifica el conocimiento en la avalancha informativa y convierte usuarios en ciudadanos activos. El buen periodismo genera opinión y descubre la verdad”.
Nos quedamos al cobijo de su égida, todavía tenemos tanto por descolonizarnos y para eso es necesario saber explicar, reconocer los matices, decir la verdad consciente de los riesgos, verificar, dudar, para transformar la historia contra la conciencia colonizada y sus vestigios.