Toda historiografía es una versión de la historia. Relato narrado por quienes conservan la hegemonía cultural de una época en el discurso interesado de los vencedores. Historiadores ofrecen diversas interpretaciones de la Independencia, desde proponer que la victoria del Pichincha es el efecto inevitable de la revolución de Quito de 1809, hasta negar toda conexión entre el 10 de agosto de 1809 y el 24 de mayo de 1822. Cualquiera sea la propuesta historiográfica, la Independencia si bien nos independiza del coloniaje español, nos dio el derecho a una libertad que no llega, todavía pendiente de conquistar en un proceso de liberación nacional.
El historiador ecuatoriano, Jorge Núñez Sánchez, en su texto La batalla de Pichincha: Epopeya sudamericana, señala que “el 24 de mayo de 1822, en la batalla de Pichincha, culminó el esfuerzo de liberación del antiguo país de Quito, que comenzara en 1809 y concluyera en 1822. Esa batalla, que tuvo como escenario las faldas del gran macizo de los Pichinchas, puso fin a la dominación española en el actual Ecuador y nos abrió paso a la vida republicana”.
Otros estudiosos sugieren el imperativo de una segunda Independencia que consolide ideales y valores propios del proceso que protagonizaron los creadores de la República, sin haber inaugurado una sociedad libre de inequidades, exclusiones e injusticias, que han hecho de la libertad y la democracia una utopía aún pendiente de forjar en la fragua de la historia.
En una caracterización del proceso independentista, el historiador Juan Paz y Miño señala que hay que entender a la Independencia y a la batalla del Pichincha, como un proceso histórico que se inicia el 10 de agosto de 1809 cuando se instala en Quito la Junta Suprema de Gobierno. El momento que estalla la revolución quiteña se inicia un proceso que, después de 13 años, culmina el 24 de mayo de 1822 en la Batalla de Pichincha que sella la emancipación de lo que fue la antigua Audiencia de Quito.
El proceso de Independencia en Ecuador no es aislado del contexto independentista de América Latina, considerando que en 1804 se independiza Haití, en 1809 ya se dan las primeras dos juntas de gobierno en La Paz y en Quito, y en 1810 se constituyen juntas supremas en Caracas, Bogotá, Santiago de Chile y Buenos Aires, y estalla la revolución popular indígena y campesina de México. En 1811 el fenómeno se generaliza y se suman Paraguay y El Salvador en Centro América. En ese momento se entiende que ha estallado un proceso de Independencia en casi todas las repúblicas que durará una década. Para 1820, y en los siguientes años, se irán independizando distintos países que iniciaron a inicios del siglo XIX sendos procesos independentistas.
La Independencia es un proceso con diversas complejidades, no solo están los criollos que es el eje central que conduce el movimiento, también participan esclavos, negros, montuvios, campesinos, indígenas, y luchadores de regiones de Venezuela, Chile, Argentina y Perú. Investigaciones realizadas arrojan también nuevos antecedentes acerca del rol jugado por las mujeres en la Independencia, desmitificando la participación femenina en los procesos independentistas. En este proceso complejo derivan distintos enfoques, en tanto se trata de revolución criolla o revolución popular y social. Cabe una interrogante para una mejor compresión: ¿Por qué se instauran las oligarquías después de los procesos de independencia?
Hay que introducir, además, la interrogante ¿qué significa el sentido de independencia después de 200 años con relación a lo que vivimos hoy en América Latina? Es preciso ver con claridad hacia dónde vamos e identificar los ideales que se forjaron en el proceso de Independencia: libertad, democracia, republicanismo y soberanía, todo aquello que se movilizó en el proceso de independencia.
Esos ideales que permanecen vigentes hasta nuestros días y que, al cabo de 200 años, aun tratamos de concretar en los países latinoamericanos. Sin embargo, el proceso resulta largo sobre todo cuando se ha producido la restauración de capas sociales conservadoras renuentes a todo cambio social como el que diseñara la época de la Independencia.
Se podría pensar -puntualiza Paz y Miño- que la época colonial implicó una suerte de unidad de origen continental por una misma cultura, un mismo idioma, una misma religión y un mismo sentido que constituye una sociedad donde conviven indígenas, mestizos y criollos. Se podría pensar que este amplio territorio hispanoamericano, una vez independizado, debía constituirse en una sola nación si teníamos una misma historia durante tres siglos, y si a eso sumamos los antecedentes de pueblos aborígenes que podían ser la base para constituir una gran nación hispanoamericana. Sin embargo, la Independencia, muy a pesar de sus mentores, produjo la división de las antiguas colonias y surgieron una veintena de naciones, y cada uno de los países fue desgajándose de esta unidad.
Cuando era un proyecto integrador, la Independencia forja ideales libertarios y de unidad regional que se pierden con los años: la pregunta es por qué. La explicación parece estar en un proceso emancipador que destapó fuerzas y promovió clases sociales tan fuertes y poderosas en las diversas regiones que, terratenientes y hacendados, dueños de plantaciones y del gran comercio prefirieron crear pequeñas repúblicas en lugar de una Patria grande, este hecho inevitable hizo que América Latina se divida.
No obstante, entre sectores poblacionales medios e intelectuales se forjó, desde el siglo XIX, un espíritu latinoamericanista, ideal reconstituido hoy en el siglo XXI bajo la utopía de unirnos como región. No es imposible, considerando que América es un bloque regional que debe integrarse precisamente sobre esa base histórica. Eso será posible, una vez que sean derrotadas las fuerzas que impiden la integración política, más allá de la asociación comercial. Corrientes que pretenden imponer el modelo de economía neoliberal perjudicial para América Latina, que nos obliga a competir unos contras otros como si fuera una guerra que impide el proceso de unidad.
El ideal emancipador de partidos, líderes políticos y sociales que en la actualidad se observa en países de América Latina en el proyecto político de un amplio sector progresista y democrático, corresponde a una herencia acuñada en el espíritu independentista y revolucionario que se lo debe comprender como el gran bien que la Independencia hizo a la región latinoamericana: romper con el colonialismo. Este es un acontecimiento en la historia universal, puesto que no hay otra región que haya roto con el coloniaje como lo hizo América Latina en pleno inicio del sistema capitalista, a comienzos del siglo XIX.
Otra lección que emana del proceso de Independencia es el rol precursor que jugó Eugenio Espejo en la liberación social de Quito frente a la corona española. Espejo es el mentor de la revolución quiteña y son sus discípulos quienes ejecutan la gesta del 10 de agosto de 1809. El preclaro intelectual disipó con su pensamiento de autonomía y libertad, de transformación social, gobierno propio y sentido de representación popular, el oscurantismo medioeval del coloniaje español y encendió la luz de América. Espejo es un crítico de la situación política y social de la Real Audiencia de Quito, particularmente de la economía y de la educación de la época. Como un ilustrado es el forjador de los ideales en su tiempo, promoviendo conceptos libertarios que se materializan en la victoria de Pichincha de 1822 que abre el camino de la definitiva Independencia en la región. Espejo libra una lucha contra las fuerzas retardatarias de su época, convencido de que es la razón la que ilustra y gobierna el mundo.
Una lección trascendental que surge del proceso de Independencia es el protagonismo de diversos sectores sociales en la lucha anticolonial. De estratégica importancia es el rol que cumplen ciudadanos comunes y corrientes en la lucha contra la realeza española. Fueron hombres y mujeres de sectores populares que se oponen a sus amos hacendados, que estaban haciendo el proceso independentista que va creciendo entre diversos sectores ciudadanos. En la Junta quiteña, son nombrados diputados en representación de los barrios de Quito como expresión de una democracia en ciernes. No en vano las tropas de Sucre estaban formadas por distintos segmentos sociales de indígenas, artesanos y capas medias.
Protagonismo especial tienen las mujeres jugando un rol civil y militar en el proceso de la Independencia. No solo están las figuras patriotas de Rosa Zárate y Manuela Sáenz, auténticas revolucionarias, también la de Manuela Cañizares, en cuya casa se reúne la noche anterior al 10 de agosto 1809 la pléyade de intelectuales y próceres insurgentes que forjan el primer grito de Independencia.
Finalmente, amerita comprender una contradicción esencial que emana del proceso emancipador. ¿Cómo es que, habiendo roto con el colonialismo, la Independencia no logra hacer transformaciones sociales? La propia historia nos da la respuesta. Después del proceso independentista se instauran repúblicas oligárquicas y ya no se construyen sociedades igualitarias, porque el proceso liberó sectores políticos y económicos conservadores poderosos que desencadenaron una dinámica comercial con la exportación de productos primarios cacao, café, plata, salitres, entre otros. Una prioridad del capitalismo naciente que se impone por sobre las tareas políticas emancipadoras.
La Independencia nos dio el derecho a la libertad que no llega y que preferimos llamar Liberación. Ser libres de miserias y privilegios, en un proceso que nos permita conquistar la calidad de vida digna que no nos dio la primera independencia. Por esta razón, a la luz de la historia, existe hoy la necesidad de una segunda independencia para liberarnos de una cultura neoliberal que convierte a la vida del continente en la confrontación que impide la integración latinoamericana y la consolidación de una democracia real en nuestros países.
La historia clama por un proceso de cambio social y emancipador en una segunda independencia. Proceso de liberación nacional inspirado en intereses populares y no en los privilegios oligárquicos.