Los semiólogos afirman que cada actividad humana tiene un metalenguaje, es decir, una semiótica compuesta por ideogramas, palabras y signos destinados a difundir su ideología. El especialista cubano, Fernando Buen Abab, en un reciente análisis sostiene que “el capitalismo ensaya todo género de argucias ideológicas para desorganizar a la clase trabajadora, deprimirla en todas sus fuerzas transformadoras y desfigurar las tesis históricas emancipadoras”.
En ese trajín político, los ideólogos de la ultraderecha recurren a la usurpación de “todas las formas del repudio y la queja sociales”, y cada palabra que articulan sus voceros en forma de campaña o ideario “justiciero”, es una emboscada ideológica nutrida por operaciones de usurpación simbólica.
Sostiene Buen Abab que lamentan o “lloriquean histriónicamente” por las penurias sociales de las que son “causantes históricos y beneficiarios mercachifles”. Recurren a la antipolítica para condenar a la dirigencia política por las vilezas que ejecutan en conjunto, mientras acumulan votos de sus víctimas.
En el país ya ha comenzado el quehacer propagandístico electoral de los aspirantes de la derecha, en la perspectiva de las próximas elecciones seccionales del 2023. Se lo hace echando mano a recursos semióticos de gestos y palabras, bajo formas publicitarias y promocionales. Expresión semiótica de sus temores de clase en un país que se resquebraja, agobiado de injusticias. Se trata de una vieja tradición incubada en el alma misma de la democracia burguesa, en procura ideológica de desmovilizar a las clases populares que lucra del escepticismo y la decepción frente a las iniciativas políticas progresistas y propuestas económicas que promuevan el bienestar colectivo, mientras secuestran la economía y se enriquecen hasta la obscenidad presentándose como “el único futuro posible, con el poder del dinero como única respuesta razonable”.
Venden la idea de que pueden “limpiar la política” de corrupción, y que todo concepto del pueblo organizado es sinónimo de fracaso. Allí está la narrativa oficial en boca del presidente Lasso que no pierde oportunidad para denostar todo signo de progresismo y enarbolar una apología de las posturas privatizadoras, cuyo origen es la caldera ideológica del neoliberalismo fondomonetarista. Recurre al desprestigio, a la sospecha frente a todo lo pertinente a la organización laboral. Así el corifeo neoliberal sostiene que el mejor plan es confiar en los empresarios porque solo así hay posibilidades de riqueza y bienestar que algún día escurrirían hacia abajo.
La guerra ideológica
Vivimos una guerra ideológica que en estos tiempos es cultural. No hay espacio donde las manifestaciones culturales tengan expresión que permanezca libre del enfrentamiento de cosmovisiones del mundo y de la sociedad. Uno de los desafíos de las fuerzas progresistas -sugiere Buen Abad- consiste en “arrebatarle a la burguesía los controles tramposos que ha ideado contra la voluntad democrática de los pueblos”.
Una de las formas de hacerlo es lograr la unidad de las fuerzas sociales y políticas progresistas para modificar y controlar toda instancia jurídico-política de los procesos electorales. La actual situación de inseguridad nacional que se vive en el país, resulta buen caldo de cultivo para acciones reñidas con el limpio ejercicio electoral, constituyéndose en una amenaza para la expresión democrática de la sociedad civil. En tal sentido es la exhortación al Consejo Nacional Electoral (CNE) a fiscalizar los recursos que ingresen a los grupos políticos en medio de la crisis de inseguridad y evitar la infiltración de actividades ilícitas en las elecciones seccionales 2023. Más aun cuando el gobierno reconoce que “hay una dinámica delictiva que se traslada hacía hechos violentos derivados de conflictos entre distintas organizaciones delincuenciales que luchan por el control de la economía ilícita”.
Frente a esta dinámica delictiva es preciso, además, librar la batalla en el marco de la guerra ideológica burguesa, que no es otra cosa que “el despliegue de ataques para garantizarse dominio eterno sobre la economía y el salario”. Se trata de evitar que por medios delictivos o propagandísticos los comicios se conviertan en el circo electoral pagado por las oligarquías donde “brillan hoy peleles entrenados para atraer adeptos, o adictos, a la cultural del show”, con payasadas efectistas: zapatitos rojos, cortes de pelo a la moda, tiktok de colores y sonidos estridentes, vociferaciones, palabrerío a destajo, etc., como si se tratase de una garantía de conceptos e ideas claras y propuestas concretas en beneficio popular.
La batalla ideología se libra en el terreno de las redes sociales en las que la semiótica de la ultraderecha despliega ingentes recursos, “operando en simultáneo sobre la confusión y con fake news”. Si a principios de la década pasada, las redes sociales emergían como el lugar donde era posible un nuevo periodismo ciudadano, capaz de contar en directo la protesta global tras la crisis financiera de 2008, hoy, en apariencia, las redes siguen trabajando por la contrainformación, pero esta vez al servicio de realidades completamente ficticias. Con ese despliegue se pretende obtener espectaculares resultados publicitarios, con todos los altavoces monopólicos disfrazados como “medios de comunicación” que, en realidad, son armas de guerra ideológica. Asistimos a la libertad de mercado disfrazada como libertad de expresión.
Los propagandistas de la ultraderecha tienen absolutamente claro que con odio e ignorancia pueden ganar elecciones, y se preparan para ello, imponiendo la mentira de unos cuantos como verdad de todos. Los ejes temáticos de esa propaganda los hemos escuchado en interminables ocasiones como “dolores sociales más hondos que ellos mismos han propinado a los pueblos”. Sin ninguna vergüenza denuncian la inflación “que es uno de sus grandes negocios”. Sin rubor alguno hablan de pobreza “fabricada por ellos mismos para enriquecerse”. El discurso presidencial acerca de la desnutrición infantil ecuatoriana resulta, en tal sentido, patético. Los vocingleros de la ultraderecha desgarran sus vestiduras empresariales con palabrerío dogmático y fanático. Sueñan con seducir a la juventud con disfraces de “rebeldía”. “El plan -señala Buen Abad- es blandir el malestar social con engaños demagógicos para legitimar sus planes de represión contra sus votantes. Ya lo hemos visto miles de veces. Una y otra vez nos han derrotado con sus engaños, y siempre lo exhiben como lo nuevo y lo que siempre hemos querido”.
Una propuesta de cambio del analista pasa por pensar a la semiótica no “absorta en devaneos metafísicos ni escolásticos”, sino como objeto de estudio de “los modos, los medios y las relaciones de producción de sentido, pero siempre en el marco de la disputa capital-trabajo, ahí donde se dirime la realidad”.
Todo el mundo conoce los nombres de los «candidatos» con extremismos de derecha. Todo el mundo los identifica en los tableros de las tácticas y estrategias electorales, pero sería “un simplismo aterrador, y escapista, identificar virtudes del enemigo sin contrastarlas con nuestras debilidades, porque en buena medida unas viven gracias a las otras”, sugiere Buen Abad. En los trasfondos de cada expresión de ultraderecha es indispensable identificar, nombrar y caracterizar el dinero que los nutre. Es indispensable transparentar el financiamiento de la política, pero acompañada tal transparencia con una pedagogía de la honradez porque, entre las patologías semióticas de nuestros tiempos, un cinismo de nuevo género se ha hecho blindaje de toda tropelía.
Llama la atención que algunos casos de corrupción no generan indignación movilizada ni organización política antagónica. Es preciso luchar contra esa plasta de conformismo e indiferencia que ahoga la realidad y nos hace desvergonzados consuetudinarios en beneficio de los negocios de esa antipolítica, extensión de la ideología, transmitida por todos sus medios.
No debemos contemplar su espectáculo con los brazos cruzados, sugiere Buen Abad. Toda esa parafernalia es un compendio de aberraciones propagandísticas que se han naturalizado en un paisaje de sobreproducción publicitaria y amasijos ideológicos burgueses. Y lo que debe preocuparnos más: a no pocos segmentos de población les da lo mismo cualquier barbaridad conceptual, mientras las emboscadas ideológicas sigan redituando votos y negociados de las élites.
Y todo aquello se reproduce en el eco de los medios informativos subordinados a esa realidad. Los mercenarios de las pantallas -enfrente o detrás de ellas- trabajan esmeradamente para encontrar el gesto, las palabras, las inflexiones y el histrionismo de coyuntura placentero, medrando en el tedio del electorado y para quienes financian el circo. Algunos, incluso, llegan a creer en sus propias falacias y se creen que inventaron una nueva especie de narcótico político para anestesiar a las masas. Tienen rostros, nombres y apellidos, negocios y financiamiento. No pocas veces su éxito depende de nuestros descuidos, debilidades, ignorancia y tontería.