Ayer fue un día singular. Asistimos a un encuentro generacional entre amigos y colegas de un mismo oficio y, más o menos, de similar edad. Se trató de un encuentro entre miembros de un colectivo de una misma generación y, en medio de la charla, uno de nosotros constató la necesidad de habernos reunido también con jóvenes. Aquello generó una reflexión acerca de la brecha generacional, cómo superarla y refrescar nuestras filas con integrantes nóveles.
Y al constatar esa necesidad, surgió la cuestión acerca de si entre las contradicciones del ser humano -del hombre consigo mismo y del hombre con la naturaleza- existe, además, la brecha generacional como una contradicción insalvable o irresoluta.
Que la juventud tiene sus propios códigos -constató uno-, que no sabemos descifrar para llegar a comunicarnos. Y eso que nuestro oficio de comunicadores exige el imperativo de ponernos en el campo del otro, del perceptor. Hemos cometido errores que debemos corregir para hacerlo, señaló otro miembro del grupo. Aquello, ya supuso una idealización de la juventud y de nuestra propia generación que debe corregir lo fallido, y eso no es necesariamente así, termina siendo falso, e incluso, injusto.
La brecha no es generacional, sino ideológica, tenemos distintos intereses. Pero nada insuperable, nada que no se pueda revertir. ¿Y cómo interesar a la juventud en lo nuestro, e interesarnos por lo suyo, y hacer que nuestros asuntos resulten mutuamente atractivos? Es una cuestión de realismo, de autenticidad, siendo cada cual como somos, no desdoblarnos, simularnos, peor, disimularnos. Es decir, aceptándonos, y mirar más allá de nuestras narices con amplitud para ver al otro. No ver qué tenemos en común porque, seguramente, es poco o nada. Mirar más allá de nuestras experiencias pasadas a las experiencias del otro que son obviamente distintas; sino las experiencias futuras que pudieran ser comunes. Escuchar, oírnos generacionalmente en un aprendizaje recíproco, no solo de los jóvenes porque eso es falso e insuficiente, sin paternalismos fatuos. Los jóvenes también tienen que aprender de nosotros y viceversa. Aprendernos, detectar qué características pudieran ser unificadoras: la autenticidad, la lealtad, la rebeldía, la curiosidad, la intolerancia, el sentido de justicia con todo aquello que nos rodea, el instinto de aventura, el propósito de cambio, la necesidad de conservación; en fin, hay mucho que pudiéramos compartir y crear junto a los jóvenes.
Así mismo, renunciar al escollo que genera la brecha generacional, el mentado principio de autoridad con el cual nuestra generación, y la que nos antecedió, pretende imponer paradigmas, modelos de vida como una herencia forzada, una herencia que tiene tanto de obsoleto como de inútil.
Recuerdo que aquello que más me molestaba de joven era la autoridad o el autoritarismo de los viejos. Fluía con ellos un dialogo cuando nadie se sentía poseedor de una verdad incuestionable. Sus anécdotas pasadas me cautivaban, me hacían reír, me hacían incluso llorar, y terminaban influyendo en mí. Y ese influjo era un precioso valor recién descubierto. Ahí estaba el quid del asunto: había que influir, jamás imponer. Y para influir era preciso ponerse delante del otro, cercano al otro, mostrarle un camino a partir de sus intereses, pensando en el cambio. Conjugar el verbo cambiar porque cambia, todo cambia. Y lo primero que es necesario cambiar es la autoridad, porque ésta se subvierte. La rebeldía subvierte toda autoridad sin influjo. La influencia en cambio moviliza, logra consensos, rompe barreras generacionales. Y aquel cambio no será individual, o incluso familiar, sino social. Es un tema ideológico, no necesariamente etario. La influencia es un gesto de amor, de dar y recibir, de compartir entre dos en el bien entendido de que ambos deben ceder, o mejor, conceder. Salirse de uno mismo, abandonar el ego, sin dejar de ser lo que se es. La juventud quiere ser y para eso reclama sus espacios que les pertenece. En su rebeldía, intolerancia y desarraigo quiere ser y que la dejen ser.
Si quiero ser escuchado tengo que influir, no imponer nada en nombre de una supuesta autoridad. El poder existe para ser cambiado, subvertido. No existe nada más represivo que el “orden” cuando pretende disimular el caos. Y la juventud tiene clara conciencia de que ese caos es responsabilidad de los viejos. Es hora de intentar su armonía. La experiencia de por sí y ante sí no vale por sí misma, porque suele ser la suma de errores pasados. Los fracasos enseñan solo cuando sabemos aprender de ellos, de lo contrario destruyen y no tenemos el derecho a heredar aquello a la juventud. Los jóvenes tienen derecho a cometer sus propios errores y superarlos, de ser el caso. La imposición de fracasos ajenos contribuye a malas relaciones generacionales. Toda imposición pasa por la violencia y termina en liberación.
El problema, por tanto, no es generacional, es ideológico. Se trata de cómo, diversas generaciones, concebimos el mundo. Que los jóvenes son hábiles con la tecnología, mucho más que nuestra generación, es una realidad. Pero la tecnología es una herramienta, un instrumento. Que la ideología viene cargada de opacidad, es otra verdad, que no nos deja ver la realidad tal y como es. La ideología es como una niebla que lo envuelve todo. La tecnología se la puede dominar y compartir como se comparte un lápiz con qué escribir el futuro, pero ese futuro se concibe, para bien o para mal, con la ideología. A través de su visión podemos soñarlo, diseñarlo, disoñarlo, incluso. Y eso es algo que podemos hacerlo junto a los jóvenes, porque en el soñar no hay edad ni condición que detenga o separe a los soñadores. Echar a rodar los sueños en común en el país que queremos construir. Nos separa el pasado, no tiene por qué separarnos el futuro. Entonces, la solución no es generacional, es ideológica.
La tecnología ha hecho que las brechas generacionales estén más marcadas que nunca y esto motiva que laboralmente el 70 % de las personas de más edad menosprecian las habilidades de los más jóvenes, y casi el 50 % los jóvenes no valoran las habilidades de sus mayores. Tres generaciones dominan la vida del quehacer laboral: Baby Boomers (1945-1965): nació tras la Segunda Guerra mundial y en el plano laboral se caracteriza por buscar trabajo de manera inmediata tras sus estudios y permanecer en la misma empresa toda su vida. Viven para trabajar y son altamente comprometidos con sus trabajos. Generación X (1966-1980): nacidos en esta generación están más preparados que sus padres; sin embargo, debido a la crisis de la época, sus sueldos fueron mejores. Tienen mayor equilibrio entre vida laboral y personal y son más abiertos a los cambios. Millennials (1981-2000): fueron la primera generación en vivir los avances tecnológicos. Son mucho más receptivos a los cambios, pero se aburren con facilidad. Esta generación ya no se compromete con un trabajo, sino con la ideología del lugar en el que trabaja. Buscan aprendizaje, crecimiento, retroalimentación contínua y flexibilidad.
Realismo generacional
Una de las principales razones por las que existen roces generacionales son los prejuicios. Por esto, una de las herramientas para hacer que la brecha generacional sea una oportunidad y no un problema, es procurar estar abiertos a la tolerancia, la convivencia y la retroalimentación. Los prejuicios dañan los grupos humanos debido a la idea preconcebida de lo que es una y otra generacion.
La juventud no “es divino tesoro”, como tan mal metaforizó el poeta. La vejez no es cabal dignidad como suponen otros. Ambas idealizaciones son falsas. La dignidad es un tesoro que, jóvenes y viejos, debemos construir. Y en ello hay implícitos valores como la lealtad, la rebeldía y la libertad que debemos asumir en común. Lealtad para aceptarnos, rebeldía para liberarnos y libertad para llegar a ser dignos. Antes, hay que conjugar dos verbos esenciales, acaso los más esenciales de la vida: amar y luchar. Amar en actitud de entrega y luchar por lo que se ama y por los que nos aman, junto a quienes nos acompañan en esa lucha. Lucha de la cual lo más importante es el proceso, cómo se lucha, en lugar de lo que se consigue luchando, porque eso habla auténticamente de nosotros mismos. Lo digo como una experiencia ya vivida. Aquello es válido para llegar a romper las brechas generacionales con nuestros hijos, con nuestros amores o con nuestras amistades. En el amor no hay edad, en la amistad tampoco tiene que haberla; la edad es un sentimiento, una idea, no una brecha absurdamente insalvable.
Y aquello es válido en las organizaciones políticas, culturales y recreativas; válido en el amor familiar como en las relaciones sociales y vínculos etarios. Las sociedades ancestrales hacen gala de sabiduría cuando valoran la sapiencia de los viejos, pero al mismo tiempo ponderan la rebeldía de los jóvenes. Más sabe el diablo por diablo, que por viejo. Más cambia el joven por rebelde, que por joven. Ambas son verdades ciertas, lo contrario son mitos. Los viejos no tenemos que ponernos zapatitos rojos para vernos más lozanos, ni los jóvenes tienen que dejarse barba para parecer más experimentados.
Las sociedades ancestrales pueden venerar a sus viejos y delegar el futuro a los jóvenes, porque tienen un fuerte sentido identitario; reconocen identidad étnica, social y humana. En nuestra condición de mestizaje tenemos aun que aprender de la sociedad ancestral. El nuestro es un sentido étnicamente excluyente, con una esquizofrenia social que nos impulsa a imponer una parte de lo que somos, mientras negamos la otra parte que nos constituye. Imponemos la veta colonialista heredada del conquistador español contra la veta ancestral, por considerarla inferior.
Descubrirnos iguales con similares derechos es válido para superar las contradicciones sociales, de género y generacionales. Los jóvenes descubren, son curiosos, se han descubierto a sí mismos y nos descubren, mientras muchos de nosotros creemos haberlo visto todo. Para descubrirnos y descubrirles, debemos cultivar su capacidad de asombro.