Había una vez entre el periodismo y la literatura relaciones incestuosas en las que suelen intercambiar efluvios culturales sin reconocerlo, subrepticiamente. Maridaje en el que uno proporciona el escenario de los hechos, y la otra aporta la atmósfera que envuelve el ambiente en una conjunción entre ficción y realidad.
Antes de que el lector salga huyendo, diré que siempre es bueno saber cómo se hacen las cosas, cómo se escribe una nota periodística que, si bien es asunto del profesional de la comunicación, nunca está demás que el lector conozca sus secretos.
En esta relación entre literatura y periodismo, uno ostenta ser instantáneo, dueño de inmediatez y brevedad; la otra, ser imperecedera y trascendental. Sera por eso que me decidí por el periodismo y nunca tuve la pretensión de ser escritor. Me rehusé escribir una novela por falta de constancia y me incliné por la crónica de entregas más breves, por temor o dificultad de terminar lo que empiezo, más aún si es de largo aliento. Pero esta relación de amistad con derechos que suele compaginar la literatura con el periodismo va más allá de las formas, al contenido. Y si el periodismo brinda el realismo, la literatura proporciona la creación de espacios donde todo es posible; y si el periodismo constata que la realidad es hacer que las cosas sucedan, la literatura traduce el sentido de la realidad e interpreta lo sucedido.
Ficciones reales
Crear un país metafórico solo es posible concibiendo personajes en su contexto, también reales y ficticios. El Ecuador de hoy en gran medida es creación de un periodismo fantasioso, desprovisto de imaginación. ¿De qué modo contrarrestarlo? Asumir lo que Roberto Herrscher llama periodismo narrativo, género que adopté sin dejar de ser periodista y sin los pujos de escritor, para contar la realidad con las armas de la literatura. En el intento no morimos, descubrimos un espacio yermo dejado por otros intacto, éramos los primeros en llegar a la fiesta donde los demás invitados se atrasan o renuncian, por defección ideológica o pereza intelectual. Prefirieron seguir haciendo eco de lo que piensan y dicen los demás, lo que suponen de interés humano, sin generar universos nuevos, formas inéditas de interpretar la realidad, aquellas que dan sentido a las cosas cuando no lo tienen. Algunos, a falta de mayor riqueza idiomática propia, prefieren denominarlo con el anglicismo de nonfiction, como si la realidad se nos diera desprovista de ficción, o lo fantástico no tuviera un arranque en el seno de lo real. Esa división de conceptos, propia del positivismo epistemológico que se traduce en la ambigüedad de la cultura hibrida, nos deja a medio camino entre el cielo y el infierno, en un limbo expresivo.
Herrscher propone lo que llama ficciones reales, que son las narrativas que se conciben desde el periodismo y se escriben desde la literatura. Historias de más largo aliento que la crónica -que tienen que ver con el tiempo, del griego chronos-, cuya trama atrapa al lector con el vértigo, la emoción y la intensidad de la novela o el cuento. Aquellos cronistas de ficciones reales son indagadores implacables, investigan la complejidad de lo que se oculta detrás de las noticias, con el rigor del método investigativo y la potencia de la narrativa para relatar aquello que no se puede contar con los formatos del periodismo clásico. No se trata solo de cubrir, como todos los demás, los discursos del gobierno y los pasos conocidos de la parafernalia burocrática. Puesto que aquello que nos toca, nos hace recordar y nos moviliza son mucho más las historias del trasfondo que los sermones oficiales. Esto tiene que ver con el poder implacable de una historia bien escrita y bien contada. Si necesito las teorías para pensar, debo ser sincero, para comprender la realidad son las historias las que me quedan, y necesito aún más de ellas. La creación de una narración que emocione, ilumine y plante en la mente del lector sucesos y protagonistas indelebles, pero con nuestra materia prima que es, nada más y nada menos, que la verdad.
Mucho debemos aprender de los entrevistadores O. Fallaci, Grobel o Teskel; perfiladores como Mitchell, Talese o Eloy Martínez y, cronistas, de Kapuscinski o García Márquez que acuñó el término nuevo periodismo, para referirse a la narrativa periodística comprometida con la verdad y el devenir de la humanidad.
El periodismo narrativo tiene tanto de musical, cual se tratase de una armonía que nos hace vibrar en empatía cuando pulsamos una cuerda que nos es afín. Como en una opera, el periodista narrativo debe encontrar su propio timbre de voz, el tono, la tesitura, el punto de vista que, en este caso, es un punto de oído. Pero el periodismo narrativo tiene la capacidad de hacer algo más que transmitir la voz del narrador, puede también conducirnos a las voces y las sensibilidades de los otros.
En la escuela de periodismo tradicional se hacía hincapié en que la noticia de un hecho, para estar bien estructurada, debía responder seis interrogantes básicas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo y porqué. Y debía estar escrita con lenguaje llano de consumo masivo, a eso agregamos hoy la necesidad de que esté provista de la pedagogía eficaz del periodismo formativo. No solo periodismo informativo y de opinión, sino de creación de nuevos públicos, a través del fomento de una cultura comunicacional con un tejido en que cada técnica y estilo van cocidos a los mejores maestros del género.
Qué la noticia debe ser oportuna y a la vez trascendente es obvio, para que nada del pasado caiga en el olvido del presente. Debe ser inmediata y muestre lo próximo y doméstico que hay en lo exótico y lejano. La base del periodismo narrativo es el cómo, solo así podrá reflejar lo extraño dentro de lo familiar y lo humano dentro de lo desconocido.
Al asumir una idea concluyente en el tema del periodismo narrativo diremos que, en esta relación ya no transgresora entre periodismo y literatura, el comunicador tiene la oportunidad de confirmar la conjunción entre ficción y realidad que le permite ver el revés de las cosas y multiplicarles el porvenir. Para eso es recomendable releer al Gabo García Márquez, Henry Miller o a Julio Cortázar, fantásticos maestros reconstructores de lo real.