Al cabo de cuatro años vuelvo a reeditar este texto, en época de reflexiones, y no me refiero necesariamente a la semana en la que el mundo religioso conmemora la muerte de Cristo, sino al signo de los tiempos en que el hombre busca respuestas existenciales a su condición humana, y me detengo en una frase que siempre me ha subyugado, por decir lo menos, en mi curiosidad periodística.
Según escritos bíblicos señalados como Mateo 27:45-46, a la hora novena y bajo intensas tinieblas que cubrían la tierra, Jesús al momento de morir crucificado, pronunció con voz estentórea: Elí, Elí, ¿lama sabactini? (Padre, ¿por qué me has abandonado?). Estas palabras de Cristo agonizante, pronunciadas seguramente en hebreo o arameo, no sólo me han obsesionado, sino que expresan uno de los misterios más inescrutables entre los seguidores de Jesús.
En distintos momentos de su historia, católicos y protestantes, habrán intentado una respuesta satisfactoria a la interrogante: ¿Cómo es que el hijo de Dios se siente abandonado por el Padre, en el momento crucial de su misión en este mundo? Cuestión frente a la cual, aún no encuentro respuesta satisfactoria y convincente.
El papa Benedicto XVI, en el 2011, sugirió en un ciclo de catequesis sobre la oración, que Cristo en la cruz invoca el Salmo 22, “una oración sincera y conmovedora, de una densidad humana y una riqueza teológica”, que se refiere al abandono o más propiamente, abandono de sí, término utilizado por escritores de obras ascéticas y místicas cristianas para describir la primera etapa de la unión del alma con Dios al conformarse con su voluntad. Benedicto XVI, en su homilía por Semana Santa, intentó una respuesta a la decisiva interrogante, señalando: “No se trata de dudas sobre su misión o sobre la presencia del Padre; Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono ora, sin embargo, con el Salmo 22, consciente de la presencia de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de la muerte”.
El ex jefe de la Iglesia católica justificó en estos términos la frase de Cristo: «En el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Para el prelado, los evangelios de Mateo y Marcos ponen en boca del moribundo Jesús, “una llamada dirigida a Dios que parece lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado y parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda darle consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad se convierte en algo insoportable”.
Según la respuesta del Pontífice, ¿significa que el Padre no sólo abandonó a su Hijo, sino además al resto de la humanidad en nombre de la cual Cristo se sacrifica y redime en ese acto extremo de su vida? Mas allá de la sinceridad papal, no hay respuesta más desafortunada -a nuestro entender- para la interrogante cristiana, puesto que pone en tela de juicio la bondad de Dios y frente a la duda, la propia fe. En conclusión, según la explicación del Papa a la frase de Cristo tomada al pie de la letra, el redentor murió en desesperación existencial abandonado por Dios padre.
La amargura de un rezo
El Salmo 22 al que hace referencia Benedicto XVI, fue escrito 600 años antes del nacimiento de Cristo, en tiempos en que la crucifixión no había sido todavía inventada. Ese brutal procedimiento de tortura y muerte que fuera creado por los Fenicios y adoptado por los Romanos. Cuando Roma ocupó Israel impuso la crucifixión como forma de ejecutar penalmente a los judíos reemplazándolo por la lapidación.
El Salmo 22, según especialistas bíblicos, es un rezo extremo que comienza con un texto cargado de amargura y desaliento, y concluye con frases más esperanzadoras que reiteran la fe en el Padre: “ante él se inclinarán los que bajan al polvo: a mí me dará vida”.
Cristo, en su agonía ¿no alcanzó a rezar el salmo completo, o no tuvo ánimo de concluirlo con una frase más alentadora? Cualquiera sea la respuesta el tema es determinante, porque pone en tela de juicio un fundamento esencial de la cristiandad y su mensaje mesiánico: ¿Cristo perdió fe en Dios padre al momento de su muerte? De haber sido así, es el acto más humano jamás experimentado vivencialmente por un ser que, según la lógica de la deificación, encarnó un dios.
Analistas del tema han señalado: “Es posible que, en algún momento en la Cruz, cuando Jesús se hizo pecador a favor nuestro, en un sentido, Dios el Padre, le volvió la espalda a Su Hijo (Habacuc 1:13 que Dios es muy limpio para ver el mal), por lo tanto, es probable que cuando Jesús llevó nuestros pecados en la Cruz (1 P 2:24), Dios, el Padre, le volvió la espalda espiritualmente.”
Frente a la invocación paternal de Cristo en la Cruz, caben algunas interrogantes: ¿El Padre lo abandonó efectivamente? ¿Cristo dudó de su misión y de la fe en su padre? ¿Qué parte del guión profético no se cumplió?
Algo sí es seguro: la tortura y muerte de Cristo en el Calvario representa un símbolo del acto más extremo en la lucha religiosa de su tiempo. No debemos olvidar que Cristo es juzgado y ejecutado por orden de los sacerdotes que lo hacen en nombre de la Ley invocando a Dios. «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir», exclamaron sus acusadores ante Poncio Pilato (Jn 19,7)”. El quinto prefecto de la provincia romana de Judea, entonces, lava sus manos y, con ellas, su conciencia.
La frase de Cristo pronunciada en su agonía devuelve al redentor una historicidad innegable, una condición humana que representa el mayor acto de redención del hombre por el hombre: ser igual a sus semejantes y asumir su destino. En eso, acaso, radica su mayor grandeza y generosidad que trasciende a nuestro tiempo donde cada vez resulta más difícil identificar las causas por las cuales inmolarse. Puede resultar comprensible que Jesús, abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, se encuentra bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento.
En nuestro tiempo de traiciones y abandonos, mientras concluyo este artículo viene a mi mente la frase que Abdón Ubidia dejó escrita en su libro Referentes: “Estamos solos en el mundo y sin dioses”. Lapidaria sentencia que nos estigmatiza en extrema soledad existencial frente a nuestras propias debilidades y fortalezas. Condición humana, por demás, coherente con un destino inexorable, frente al que debemos sobrevivir con temple de espíritu -redimidos o no-, en nombre del padre y del hijo, abandonados.