Setenta no es tan sólo un lindo número redondo. Al cumplir setenta años, en lugar de una declaración solemne, una exhortación de energía, un discurso erudito o de un grito fiestero, me hago una pregunta. ¿Qué significa cumplir setenta años? Quizás para algunos cumplir setenta años significa paciencia o determinación. Cumplir años es menos solemne de lo que la gente piensa.
Para mí, es consolidación, un punto de inflexión, se concluye una etapa de siete décadas y se inicia el tiempo de los descuentos. Una edad en la que se desafía la esperanza de vida a contra reloj. La esperanza de vida se define como una medida estadística que evalúa el tiempo que una persona puede vivir basado en factores demográficos como género, edad actual y año de nacimiento. Si hoy el promedio de vida está en los 83 años, a los setenta -teóricamente- queda mucha vida por delante. Eso, de por sí, es ya un desafío. Sin considerar el designio bíblico que en el libro Salmos, dice: “Los días de nuestras vidas son setenta años o a lo sumo por vigor son ochenta años”. Es la cantidad de años que normalmente se nos otorga para cumplir nuestra misión en la vida. O quizás setenta años es la edad ideal para anticipar cosas grandes, hechos heroicos, movimientos de liberación, con aquella genuina libertad que parece ser el objetivo no negociable de la vida.
A esta edad uno saldó las deudas. Uno ya pagó el precio, sin duda, porque a mis setenta años llego con tres heridas -que hablaba Miguel Hernández-, la del amor, la de la muerte, la de la vida. Tener 70 años es también y lógicamente confrontarse cada vez más con la muerte y asumir los duelos de los seres amados que se fueron antes de uno. Haber vivido la vida sin tregua, conjugando el verbo amar y luchar como los únicos trascendentes del diccionario. Haber amado con el corazón en un hilo, dispuesto a brindarlo en prueba de que el amor se trata -antes que recibir- de una actitud de entrega. Haber vivido luchando, fortalecido por el amor, enfrentar la muerte con serena pasión. Eso implica, en mi caso, cumplir setenta años. Para algunos es la edad límite, incluso se suicidan, delimitando su vida a los setenta años. ¡Qué egoísmo y falta de consideración con los que te aman!
A diferencia de la juventud, se debilita el cuerpo y se fortalece el espíritu, será por eso que hay quienes piensan que la vejez es pura juventud acumulada, porque la edad es un estado espiritual. No en vano dijo Camilo José Cela, a sus ochenta años: cuando se es joven, se es joven para toda la vida. No se trata de hacer un mito de la juventud. La juventud es una ficción que se mantiene contra viento y marea, con lo cual es fácil atisbar que la verdadera juventud, no la del mero calendario, precisa de un largo aprendizaje. Sólo cuando se renuncia a ser joven es cuando la vejez se presenta y barre todas las ilusiones. Al fin y al cabo, la diferencia entre vejez y juventud es que es un mal necesario que nos pasa a todos. En este bregar contra la juvetud y la vejez, he vencido los más extremos males físicos, que no los espirituales.
Alguien escribió que los húngaros dicen que la vejez resta agilidad a las patas del caballo, pero no le impiden relinchar; los alemanes que los árboles más viejos dan los frutos más dulces. Un estudio de la Universidad de Harvard concluye en que la gente cuando pasa de los 70 años, no sólo mejora la inteligencia, sino que también la felicidad aumenta. Algunos pierden recuerdos, olvidan, otros ganamos memoria, y aquello es la más genuina y pura valoración de la vida. Valorar la vida sin valorar al ser que nos dio la existencia, suele ser un despropósito. Mi cumpleaños siempre fue un asunto entre mi madre y yo. En vida solía celebrar sus años de maternidad. En este día en particular me siento cerca de ti dónde estés, y no importa donde estás, madre mía.
Sabiduría es saber reconocer quienes y cómo nos hicieron feliz. A cierta edad, lo único que hace falta para ser feliz, es saber medir bien las distancias y no pedir lo imposible. La llave para ser feliz se encuentra en no aspirar más allá de lo razonable. Supero la intransigencia inaugurando la tolerancia, acumulando sabiduría. Dejo atrás la edad de la inocencia, la edad de la rebeldía y entro en la edad de la razón. O mejor, con la más pura inocencia me rebelo contra la razón de la sinrazón. No es un simple decir, a mi edad cada día me siento más un niño, inocente, rebelde y lleno de razones.
Al final de cuentas, quizás no nos toca saber precisamente qué significa la suma de los años que hemos cumplido. Una certeza a esta edad es que escamoteo la soledad que se vuelve hospitalaria. Y aunque habiendo recuperado a la familia la soledad no existe, cuando a solas me reencuentro en mi condición de anacoreta, reconozco en mí, a mi mejor compañía.
No obstante, guardo con celo toda la gratitud con aquellos seres humanos que me amaron y me odiaron, ambos me enseñaron límites en la vida. Todos están en el lugar que les asignan mis recuerdos, cada quién con su valía, con el puñado de vida que generosamente me dieron para hacerme sentir más fuerte, y hacer de mi vida un instante mágico, colmado de plenitud. Reconocer a los amores y a los amigos a la distancia por sus rasgos imperecederos. Eso es el amor, cuando deja de ser una herida.
Reconocer la intensidad y riqueza del ayer, lo frágil y precario del mañana. Asumir la vejez, esa edad de la autenticidad encontrada, por tanto, de los derechos adquiridos en la que se vive exactamente como se es, sin ambages. Marguerite Yourcenar decía que una de las raras ventajas que reconoce a la vejez es esta posibilidad de quitarse la máscara en todas las ocasiones. Y es cierto. Que setenta años no es nada, no es cierto, es mucho. Acaso sea este el patrimonio esencial de esta edad sin igual al confesar que he vivido.