Siempre se nos dijo que el ideal de una sociedad es el orden bajo el amparo de la ley, que es el reflejo de las voluntades en el poder. Nuestra formación social estructurada en un orden establecido por una legalidad vigente, fruto de una voluntad política -minoritaria o mayoritaria-, prevalece impuesta por quienes ostentan el poder sobre la sociedad que dicen representar. A eso llamamos democracia.
Pero ¿qué sucede cuando esa estrcuctura social se descompone y la sociedad comienza a mostrar signos de inviabilidad cívica, democrática?
En América Latina hoy en grado evidente y, acaso extremo, la sociedad salvadoreña y la sociedad ecuatoriana en sus niveles de violencia delincuencial, muestran una descomposición alarmante. En la república de El Salvador, el presidente Nayib Bukele, adoptó medidas radicales en contra de las pandillas delincuenciales que últimamente han asesinado a más de 400 personas como venganza. El mandatario ordenó un operativo policial que terminó con el arresto de 6 mil personas en nueve días, que se suman a los 17 mil miembros de bandas juveniles que ya guardan prisión. Bukele declaró: “Si sus compañeros siguen actuando, ellos no recibirán ni un plato de arroz, si quieren empezar a vengarse de la gente honrada, hagan eso y no habrá ni un plato de comida en las cárceles, a ver cuánto tiempo duran, les juro por Dios que no comen un arroz, y no me importa lo que digan los organismos internacionales, que vengan a proteger a nuestra gente, que vengan a llevarse a esos pandilleros, se los entregamos todos al dos por uno”.
¿Una medida extrema que sobrepasa los límites de la democracia? Esa misma democracia que dejó que la delincuencia sobrepase los limites de la seguridad ciudadana. En El Salvador resultó inevitable al cabo de treinta años de inestabilidad de un país que pasó del control de la guerrilla al control de los paramilitares, que vivió una guerra civil, que asesinó a Monseñor Romero, un prelado que trabajo por la paz y consiguió acuerdos de pacificación con las maras o pandillas salvadoreñas. El país centroamericano está gobernado por un presidente limitado por los parámetros de la democracia y por los preceptos de los derechos humanos. Bukele sobrepasó ambos referentes en la sociedad salvadoreña en la que una democracia sobrepasada y una legalidad ineficaz mostraron su incapacidad de defender la paz y los derechos de todos los habitantes del país. Sin embargo, Bukele ostenta una abrumadora aprobación ciudadana a su gestión. ¿El riesgo? Radica en que un presidente bien fajado se convierta en un dictador que sobrepase los límites de una democracia inservible para los propios fines democráticos de una sociedad que reclama vivir en paz y seguridad.
El autoritarismo, siendo extremo, se detiene ante los límites de la ley, el totalitarismo rebasa esos límites. Son las paradojas de una democracia que, ineficiente en sus mecanismos de gobernanza, sus mandatarios echan mano a decisiones extremas que contradicen esa democracia, pero sintonizan con las aspiraciones y necesidades populares. ¿Qué sucede cuando un presidente autoritario pasa a ser totalitario con apoyo de su pueblo?
La democracia debe ser funcional y servir para algo. No estamos justificando las dictaduras, pero cierto es que éstas ocupan su lugar cuando la propia democracia no asume sus roles cívicos en una sociedad, que tampoco debe quedar a expensas del caos o del “orden” del crimen organizado. Paradojas de la sociedad posmoderna.
En Ecuador hemos tenido presidentes autoritarios; uno de ellos fue León Febres Cordero que rayó en el totalitarismo y terminó con bajo apoyo ciudadano. Otros fueron autoritarios con importante apoyo popular, como fue el caso de Rafael Correa. Hoy nos gobierna un mandatario pusilánime, con evidente deterioro de la aprobación a su gestión. Esto indica que el pueblo reclama mano firme, pero popular. En todos los casos estos gobernantes no dieron respuesta cabal a la violencia delincuencial, lo que confirma que el problema amerita soluciones más allá de las decisiones y estilos personales de los gobernantes. Las soluciones al problema radican en las políticas de Estado que se las construye con participación colectiva y considerando la voluntad ciudadana, escuchando a la gente y a los entendidos en el tema. Eso es lo que nos falta en Ecuador. Una política pública emana de la voluntad popular o no sirve para resolver los problemas populares. Sin embargo, pueden existir políticas públicas impopulares -de facto existen-, que solo responden a los intereses de las élites o de grupos antisociales que no alcanzan a tener sentido de país, ni representan una solución frente a las demandas de la democracia con justicia y en paz.
¿Qué hacer en Ecuador, imitar a El Salvador que declaró la guerra frontal a las pandillas delincuenciales, o hacer como Colombia que dejó sucumbir al Estado frente al poder del narcotráfico?
De plano, hemos dicho y hecho ambas cosas. Se pretende incorporar treinta mil policías en los siguientes tres años y se busca una ley de uso progresivo de la fuerza policial, aunque no se dice contra quien se aplicará progresivamente esa fuerza represiva. Por otra parte, en la policía existen narcogenerales -según la embajada norteamericana-, que se pasaron al bando contrario de la ley. Son las paradojas de un Estado debilitado por políticas neoliberales que, en virtud de dicha doctrina, resigna su rol público a favor de intereses privatizadores. Sus instituciones permanecen cooptadas o amenazadas por la criminalidad organizada. Jueces liberadores de delincuentes, fiscales que renuncian a investigar la corrupción del poder, parlamentarios que se distraen con leguleyadas legislativas y un Ejecutivo que responde con propaganda para justificar su falta de acción y capital político, y respaldo popular. Paradojas de un poder cuya hegemonía continúa siendo la asignatura pendiente de la clase política que se la disputa en un “empate catastrófico” que lesiona a la democracia.
En Ecuador subsisten tres características, incompatibles entre sí. En teoría es un Estado de derecho, en la práctica es un Estado antidemocrático y, en un aspiracional, pretende convertirse en un régimen autoritario con pujos totalitarios. Mientras que la delincuencia es más práctica. Actúa en pleno conocimiento de sus actos ilegales, los proclama sin ambages y los termina imponiendo a sangre y fuego. Paradojas de una sociedad descompuesta.