La política de la idiosincrasia y la idiosincrasia de la política, suelen mostrarse en un mismo fenómeno como en un juego de ajedrez. Como dos caras de una misma moneda se expresan en Chile y Ecuador, países con más cosas en común de lo que quisieran reconocer, con semejanzas y diferencias propias, pero con una historia y un destino por demás compartido. La singularidad geográfica ubica a los dos países con una característica condición paravecinal de Ecuador con respecto a Chile, definida como una “proximidad territorial no inmediata”, que eximió a ambas naciones de tener fronteras comunes, evitándose de ese modo conflictos de vecindad territorial. Unidos por una amistad endémica, amigos entrelazados por enemigos comunes, comportan una relación regional que les eximió de absurdas confrontaciones fronterizas, por un puñado de tierra muchas veces inhóspita.
A diferencia de Ecuador, en Chile se dan fenómenos sociales en términos clásicos de la política. La lucha de clases se la lleva hasta los extremos. El liberalismo europeo se lo practica en su genuina expresión, y el marxismo leninismo en sus términos más ortodoxos. En Chile se dan las dictaduras más sanguinarias del mundo, como la de Pinochet. Estos son fenómenos que dividen a los chilenos. Pero se suele producir la conciliación de clases cuando se trata de defender los símbolos patrios. Estos son la Roja, en el fútbol, pese a sus fracasos deportivos de pasar décadas sin concurrir a un mundial. O la cueca, esa forma musical que tienen los chilenos de decirse las cosas al ritmo del baile nacional, incluso insultarse eufemísticamente. O con el convencimiento cabal de que el país es la copia feliz del Edén, en Chile no llora nadie porque hay puros corazones, como rezan los versos del himno patrio. Hay circunstancias que une a los chilenos, como que las empanadas y el vino chileno son lo mejor del mundo. Que Chile es la potencia cuprífera mundial, como primer productor exportador de cobre del planeta. En eso no hay discusión, ni duda alguna. Que Chile es Colo Colo y que Colo Colo es Chile, como dice el eslogan del club de fútbol más popular del país. Que, por ser el país más aislado del orbe, ubicado sobre una estrecha cornisa al borde del Océano Pacifico, el más profundo, y al pie de la Cordillera de los Andes, la más alta, en el extremo austral del planeta, todo lo que suceda en Chile debe tener trascendencia mundial. Entonces, el país proyectó su música al mundo y paseó la Nueva Canción Chilena con Violeta Parra, Inti-Illimani, Víctor Jara y Quilapayún por los rincones más recónditos de la Tierra. ¿Quién no ha oído sus canciones emblemáticas, compartiendo una empanada chilena y un vaso de buen vino tinto? Chile, país de poetas, proyectó su poesía por los cuatro vientos. ¿Quién no se ha enamorado con un verso de Neruda o la Mistral, propuesta para el premio Nobel de Literatura por la escritora guayaquileña, Adelaida Velasco?
No obstante, resulta muy fácil, o muy difícil, entender la cultura política de los chilenos, porque lo más representativo de Chile es la política clásica, en todas sus formas y contenidos. Ahora mismo, el país de Allende vive un proceso de retorno al progresismo, inclinándose hacia la izquierda con Gabriel Boric en la presidencia de la República. Sin embargo, no falta quienes dicen que se trata de una inclinación hacia la derecha. Que Boric, pese a haberse formado políticamente en la lucha callejera contra los vestigios de la dictadura fascista de Pinochet, no va a hacer la revolución. Revolución que nunca ofreció hacer, puesto que en Chile, en estos momentos, se trata de desmilitarizar al país y consolidar el poder civil, echando al tacho de basura la Constitución heredada de la dictadura militar que convirtió a Chile en el país más inequitativo y excluyente del mundo. Hacer de Chile un país más justo e incluyente, hasta ahí llega la promesa de Boric. Y eso, en el país de la estrella solitaria privatizada, ya es mucho decir y hacer. Estos componentes de la política clásica chilena, acaso, explican que una ex presidenta socialista de la nación, Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en el primer foro diplomático mundial condene “la invasión rusa a Ucrania” o alegue por esos mismos derechos en Venezuela.
Ecuador, es el hermano más genuino de Chile, legitimado en una amistad que une a las dos naciones en las buenas y en las malas. Porque ambos países, históricamente, están en todas, solidarios, hermanados en una paravecindad que desdibuja las fronteras comunes que les eximió de absurdas guerras regionales, y en cambio les unió las guerras contra el enemigo peruano común. Será por eso que sus gobiernos, indistintamente, han privilegiado las relaciones militares y policiales entre ambos Estados, siendo siempre más fructíferos los acuerdos comerciales y la fraternidad cultural que une ambos pueblos.
El país equinoccial, a diferencia de Chile, está ubicado en la mitad del mundo, visible como ningún otro en el ombligo del planeta. Convencido el país de un orgullo ecuatoriano sin igual, porque aquí sí se puede, y siempre se podrá, a condición de que el pequeño territorio nacional no siga dividido internamente por la geografía y por la política. O no sea destruido por malos políticos antes que por catástrofes naturales. Ese regionalismo que impide la integración nacional, que se expresa en la política criolla y en un localismo provinciano de manera obsesiva y paradójica, al punto de que el común denominador que une a los ecuatorianos es la falta de unidad. Al final, ahora solo nos queda Barcelona, ñaño.
La ausencia de consenso, diríamos hoy, hace del país territorio “ingobernable”, sin gobernanza ni gobernabilidad a la vista. Ecuador, que no lleva nada hasta las últimas consecuencias, porque a las primeras derivaciones abandona los procesos o los desfigura, como expresión de que en el país no prevalecen principios ni fines, prueba de ello es lo que sucede con la política en las esferas del poder y en el comportamiento de la oposición al gobierno. Ecuador es un país que vive la lucha de clases -a diferencia de Chile- en forma suigéneris, donde no tiene lugar ningún clasisismo ideológico, dado que la derecha ecuatoriana no se leyó a los clásicos del pensamiento europeo y la izquierda criolla no se leyó a Marx ni a Lenin. Entonces los ecuatorianos hacemos política con el puro corazoncito o con el hígado graso.
El país de Manuelito, como lo solemos llamar, es el país de la leguleyada, donde lo más extraordinario y ordinario, a la vez, es ser abogado y confundir la acción política con el manoseo de una justicia prostituida. Por eso hoy se dice que vivimos “una crisis institucional del Estado”, en la que ninguna institución visualiza con absoluta claridad sus competencias ni asume su rol histórico. Entonces no es difícil que, al clamor de una democracia fallida, en la mañana se diga una cosa y en la tarde se haga otra, en una praxis política que siempre encuentra subterfugios legaloides -que no legítimos- para dar viabilidad a un comportamiento ideológico y político que raya en la defección, sino en la corrupción. Para muestra un botón. La presidenta de la Asamblea Nacional, en el forcejeo por mantenerse en el cargo, utiliza la ley pidiendo medidas cautelares a su favor y la Corte Constitucional se las concede. Y por la noche una alianza -para muchos contra natura- entre el progresismo, socialcristianos e indígenas rebeldes, procede a denunciar a Guadalupe Llori de “incumplimiento de funciones” en la presidencia del Parlamento, como estipula la ley para dar paso a la conformación de una comisión multipartidista que evalúe su gestión y la del Consejo de Administración Legislativa (CAL) en la Asamblea Nacional, no obstante que, el mismo CAL debe calificar esas denuncias.
A diferencia de Chile, Ecuador no lleva la lucha de clases a un real enfrentamiento, todo se disuelve en el camino, será por eso que el país -felizmente- nunca tuvo dictaduras, sino dictablandas populistas. Pese a que los ecuatorianos eligieron a un banquero de Presidente -algo impensado en otros países de la región-, en el país del desencuentro se pretende conciliar desde el poder a grupos económicos y financieros con sectores populares, engañados y gobernados por una plutocracia bancaria.
Al igual que a los chilenos, a los ecuadores -como suelen autodenominarse los ecuatorianos- los reconcilia el fútbol, la idea de creer en lo único que creen todos sin distinción, en la Tri, que después de ocho años va nuevamente a un Mundial y que, haberlo logrado, se lo celebra como si el país hubiera obtenido el título de campeón del certamen más importante de fútbol del mundo. También hacemos gala de nuestras señas particulares -como diría Jorge Enrique Adoum-, culpar a los demás de todos nuestros males y no pensar jamás en tener vocación de futuro. Tal vez ese futuro, no manifiesto, es añorado por el arte ecuatoriano, país de pintores que proyectan al mundo el autoretrato de la realidad nacional.
No es descabellado colegir que Ecuador y Chile son dos caras de una misma moneda regional. Ambos, propietarios de una invalorable amistad a toda prueba. Unidos en la desunión latinoamericana de malos gobernantes en el ajedrez de la política continental. Depositarios de realidades y sueños comunes, en un coro que canta Puro, Chile, es tu cielo azulado y Salve Patria, mil veces oh patria, como una oración más prosaica que metafórica de su idiosincrasia.