Todo acto político requiere de realismo. Ese principio precisa de sinceración para que la política deje de ser el simulacro que es y se evite decir una cosa por otra. Cambiar el nombre propio de las cosas por burdos eufemismos, ocultar las verdaderas intenciones de los proyectos son prácticas de la insinceridad política que vivimos. Ejemplos sobran en los intentos de nombrar a la privatización como inversión; al desempleo como emprendimiento, al desencuentro como encuentro, a la precarización como oportunidad laboral y un largo etcétera.
Si algo tuvo de positivo el gobierno de Rafael Correa, entre otras cosas, fue hacer de la política un gesto de verdad, de sinceridad, y siempre decir las cosas por su nombre, señalando con pelos y señales a los actores políticos y sus verdaderas intenciones. Acaso eso explica, en alguna medida, el odio de sus detractores. Acaso en eso consiste el “influjo psíquico” del ex presidente aludido por sus juzgadores para condenarlo en los tribunales. Tanto mienten los políticos que terminan confundiendo mentira con verdad y, al final del día, creyéndose sus propios embustes.
No hay mejor cosa que una mentira diga una verdad. Y eso es lo que sucede en la actualidad con una clase de políticos profesionales – ¿en qué? – dedicados a renombrar la realidad, camuflándola detrás de frases fantasiosas desprovistas de imaginación. En cada entrevista de prensa observamos con estupor cómo los voceros oficiales y no oficiales pretenden pasar por giles a dieciocho millones de habitantes del país, en el intento de confundir o pasar ellos de agache eludiendo los interrogatorios periodísticos con evasivas o metáforas inoportunas para distraer la atención sobre la verdad de lo que ocurre en el país. Lo bueno, al fin y al cabo, es que detrás de una mentira siempre se esconde una gran verdad.
Abdón Ubidia, en su libro Referentes, -texto que aborda, desde la perspectiva de la cultura actual, diversos temas relacionados con la objetividad pérdida de referentes en el mundo- describió esta situación de manera, por demás, refinada: “Vivimos una época de veladuras dirigidas y misterios elegantes. Hay filósofos que sostienen que hemos abandonado la realidad, que el sentido no existe, que el mundo entero se ha vuelto una pura representación. Hay antropólogos que afirman que lo híbrido ha devorado los conceptos de lo culto, lo popular y lo masivo. Hay sociólogos que definen la llamada globalización como un proceso fatal y avasallante, unitario, sin globalizadores ni globalizados. Hay filósofos que han decretado el fin de la historia, economistas que reducen la economía a los juegos financieros y politólogos que no encuentran diferencias entre izquierda y derecha”.
Y el mismo autor en su otra obra Elogio del pensamiento doble, nos recuerda que todo discurso es hipnótico; “hoy en este mundo disperso, diverso y perverso no caben los discursos. Solo son posible los aforismos, verdades rápidas, ambiguas y ambivalentes. El discurso es un artificio construido con el solo propósito de defender una verdad única, predicha”. El mundo actual exagera y pasa lo virtual por real, empezando por los embelecos ideológicos, señala Ubidia. Y, a renglón seguido, se conduele de nosotros los comunicadores: “pobres periodistas, tener que digerir la mierda efímera del presente. Son coprófagos y no lo saben”. Un animal coprófago es aquel que se alimenta exclusiva o mayoritariamente de excrementos de otros animales y normalmente no puede subsistir utilizando otra fuente alimenticia. En esto radica acaso nuestra importancia ecológica, en sanear el medio ambiente de corrupción, cuyo discurso corrompe el discurso político puesto que la corrupción siempre ha sido parte de la política. Pero no toda la política, concluye Ubidia.
El simulacro político forma parte de la cultura de la posmodernidad. Es el tiempo de los demagogos. De los que callan su verdad y exaltan la que les conviene. Los medios de comunicación que responden a los auspiciantes del poder propalan mentiras de consumo masivo. Ventajosamente, toda política es transitoria, provisional. Todo político es desechable. Una política sirve para trepar a otro nivel del andamio del poder. Conseguido esto, puedes prescindir de él, no utilizado se desplomará por su propio peso muerto.
Qué falta hace a nuestros políticos un chapuzón de verdad, una limpia de tanta mentira. Mantienen en el ADN la demagogia y la falsedad como forma de ser. En esta simulación en la que todos hemos participado, mientras la izquierda sueña, la derecha hace negocios. Ese lúcido aforismo sirve para resumir la situación actual que vive Ecuador del desencuentro. Y cuando los sueños se mezclan con los negocios todo puede suceder, la política se degrada y la sociedad se descompone.
Y aquello ocurre en democracia, ese sistema mitificado hasta las náuseas. La democracia que es totalitaria, no democrática, porque no admite a quienes no creen en ella. Los persigue y destruye en nombre de la propia democracia. Aquel tal vez sea el peor simulacro político de las últimas cuatro décadas en Ecuador, tiempo durante el cual creemos haber retornado a una democracia que tampoco existía ante de 1979, y creernos su relato, por demás excluyente. En el país de la línea y la democracia imaginarias, una delimitación virtual y otra limitación real, han marcado nuestras vidas ficticias como ciudadanos en ausencia de una sinceración de la política, tan necesaria por estos días.