La crisis de ingobernabilidad se agudiza. El régimen ha perdido todo apoyo coyuntural en la Asamblea Nacional. El gobierno “del diálogo y del encuentro” protagoniza hoy un auténtico encontronazo con sus interlocutores políticos y con el país, que no recuerda haber vivido un clima de tal beligerancia en que los adjetivos calificativos que utiliza el presidente para calificar a los asambleistas reemplazan a los verbos que denoten gestión gubernamental. Esto ha conducido al país a un Estado de ingobernabilidad.
¿Qué es un Estado de ingobernabilidad? Se refiere semánticamente a la capacidad de ser gobernable y conceptualmente a la relación que se manifiesta cuando existe un estado de equilibrio en el ejercicio del poder político derivado de la solución de demandas sociales y la capacidad de los gobiernos de atender éstas de forma eficaz, estable y legítima.
En medio de esta crisis, el presidente Lasso, en un síntoma de desesperación porque su equipo de gobierno no consigue apoyo a sus políticas y no logra convencer al país, da paso a un comportamiento intolerante que podría ser la antesala a la represión y a demostraciones antidemocráticas.
Cierto es que un banquero no tiene por qué saber de política o de comportamiento cívico, puesto que lo suyo es la acumulación de monetario, pero aun en el frio e impersonal mundo del dinero debe existir sindéresis que permita un comportamiento estratégico, inteligencia para hacer negocios y llevar adelante las transacciones económicas. Más aun en la política, que exige inteligencia emocional y magnanimidad para hacer que las cosas sucedan.
La carencia de estos atributos hace perder al mandatario la compostura de estadista y comportarse como un camorrista callejero. Aunque poco debe importarnos el destino del régimen, lo que importa es el país que, por su incapacidad de gobernanza lleva a la nación a un terreno de peligroso conflicto, con pérdida de todos los valores cívicos democráticos y con deterioro de las condiciones que viabilicen su recuperación económica. Un país en bronca entre sus connacionales está impedido de alcanzar mínimos acuerdos en torno a la solución de las necesidades prioritarias del pueblo.
¿Qué debe hacer un estadista? Garantizar, pues, un clima de elemental entendimiento, pero el señor Lasso carece de fuste. En la vida nadie le enseñó a servir, solo aprendió a imponer por instinto de clase, como en una hacienda o en un banco, a sus subordinados; no sabe tratar con mandantes porque no tiene en su ADN la humildad de un ser humano dispuesto a tratar de igual a igual a sus semejantes. Aun así, el poder le queda demasiado grande; gobernar no consiste en descalificar a los gobernados o contrincantes políticos en democracia. El señor Lasso tiene genes de millonario caprichoso, que si no gana no sabe perder porque si no le enseñaron a ganar, peor le enseñaron a perder. Así se gesta un dictador.
El síndrome de lo impolítico y la incapacidad de su equipo de gobierno conduce al mandatario a cometer crasos errores como romper todo diálogo con sus interlocutores en el Legislativo, desencadenando una pugna de poderes sin precedentes, en la que cree estar tratando con ladrones y corruptos que le piden beneficios tributarios, empresas eléctricas, hospitales y hasta dinero a cambio de gobernabilidad y aprobación a sus proyectos.
Los asesores del gobierno le hacen decir al presidente Lasso que tiene pruebas para demostrar sus acusaciones a los legisladores. Si el mandatario no revela los nombres de los ladrones y corruptos se convierte en su cómplice. Si no demuestra sus acusaciones ante la Fiscalía se convierte en un difamador de barrio y podría terminar en la cárcel, siempre y cuando la justicia cumpla con su cometido. ¿Por qué el presidente Lasso no denunció en su momento a los legisladores que fueron a Carondelet a pedirle prebendas a cambio de gobernabilidad y lo hace ahora cuando le niegan el apoyo parlamentario?
La conducta del presidente Lasso y la crisis que ha creado con sus palabras impensadas, pone a prueba a las otras instituciones del Estado. ¿Qué hará la Asamblea Nacional ante el improperio presidencial? ¿Qué hará la justicia ante una demanda por injurias y calumnias del mandatario?
¿Qué dirán los empleados del FMI que han impuesto el caos en el país exigiendo a un gobierno incapaz cumplir con sus impopulares designios? Ahora resulta fácil comprender cómo todos los intentos fondomonetaristas en la región terminan en fracaso. Ahora el país puede ver con claridad cómo se descompone un gobierno y se gesta una dictadura.
El régimen está en la disyuntiva de aplicar la muerte cruzada, que significa una figura dictatorial porque implica disolver la Asamblea Nacional y que el gobernante durante seis meses imponga por decreto lo que tenga en gana; y la otra opción es la consulta popular, que es la salida demagógica populista, manipuladora para engañar al pueblo con preguntas camufladas, como sucedió con Moreno cuando llamó a votar “siete veces si”. No debemos olvidar que estas figuras “democráticas” las inventó un régimen cuando tenía todo el poder para su gobierno. No son figuras precisamente incluyentes, por más constitucionales que pinten.
Una muerte cruzada conduciría a una desestabilización y caos sin precedentes en el Ecuador. Una consulta popular es volver al engaño ciudadano programado y, por tanto, a la legítima protesta popular. Cuando el sistema político falla, la rebelión popular es un genuino derecho.
Vivimos la peor descomposición nacional, cuando la política es una práctica fallida entre incapaces, ladrones y corruptos.