El sexo y la política se caracterizan por tener en común el hecho de que sin amor se desnaturalizan, pierden valor. El sexo con amor es expresión de generosidad en función individual de quien amamos, como una manifestación que busca la felicidad del otro. En otras palabras, relacionarse sexualmente con amor evita diferencias odiosas, machismos patriarcales, malos tratos con la pareja y contribuye a que el placer del sexo se magnifique. La política con amor, de igual modo, es un gesto generoso por quienes amamos en colectividad, y puede que se traduzca en el acto reivindicador de derechos humanos. Caso contrario, el sexo sin amor suele tener expresiones de violencia de género, utilitarismo machista, acoso y agresiones de carácter sexual. Y la política sin amor, es el innoble acto represivo y demagógico de exclusión social.
En el Ecuador pandémico y socialmente descompuesto, la ausencia de amor en la política y en el sexo se expresan en un debate social y parlamentario en torno a la despenalización del aborto -o suspensión del embarazo- en casos de violación sexual. Un debate que debió ser abordado con la responsabilidad y la generosidad que el caso amerita, se ha vuelto motivo de confrontación dogmática, con leguleyadas y argumentos anticientíficos entre detractores y promotores de una ley que, gústenos o no, tiene que existir responsablemente en la sociedad ecuatoriana para regular conductas relacionadas con la salud pública. La falta responsabilidad para ver el tema del aborto con amplitud ideológica, hace que el Estado en sus diversas instancias -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- esté soslayando en estos momentos el tratamiento adecuado de un tema socialmente sensible y políticamente necesario.
El acceso al aborto es uno de los temas controvertidos en el mundo, y el debate que genera está empañado por la desinformación sobre las verdaderas repercusiones de restringir el acceso a este servicio de salud básico. No obstante, la necesidad de someterse a un aborto es común y el acceso a servicios legales y sin riesgos dista de estar garantizado para quienes puedan necesitarlos. Poner fin a un embarazo es una decisión que toman millones de personas. Todos los años, el 25% de los embarazos acaban en aborto, según indica el Instituto Guttmacher, organización de la salud reproductiva con sede en Estados Unidos; la tasa de abortos es de 37 por 1.000 personas en países que prohíben el aborto totalmente o lo permiten en caso de riesgo para la vida de la mujer, y de 34 por 1.000 personas en los que lo permiten en general. El momento que los gobiernos restringen el acceso al aborto, las personas se ven obligadas a recurrir a abortos clandestinos y con riesgo, en especial si no tienen medios para pagar un viaje a otro país o atención privada.
Mitos y verdades
El aborto, como todo tema polémico está rodeado de mitos. Uno de ellos es asumirlo como un asunto solo atingente a la mujer, bajo enfoques feministas excluyentes que limitan, sospechan o deciden la exclusión de la presencia masculina. El aborto, no por ser una intervención médica practicada en el cuerpo de la mujer, es un tema “feminista”. Si bien atañe al derecho de las mujeres a decidir sobre su maternidad, es un acontecimiento en el que puede y debe intervenir el hombre, sea como compañero de la pareja, como político o como profesional de la medicina. Ciertas actitudes contrarias a la intervención mixta de hombres y mujeres es un injusto y riesgoso reduccionismo y, a estas alturas, inaceptable. El aborto, en primer lugar, es un asunto que debe ser abordado en familia porque involucra a todos los integrantes del núcleo familiar, tanto de la mujer embarazada como del hombre responsable del embarazo. Se trata de un tema de salud pública que debe ser abordado por el Estado en función de generar políticas reguladoras de la conducta social.
El aborto, no por ser un asunto de valores éticos de la conducta humana, es un tema “moralista”. Si bien atañe a la conducta social de la población y al ejercicio profesional de los médicos, es un hecho frente al cual existe la obligación del Estado y sus representantes, de gobernar y legislar al respecto y permitir a la sociedad disponer de leyes que regulen su ejercicio y conducta colectiva. Más aun en un país como Ecuador, regido por un Estado laico separado hace más de un siglo de la injerencia de la iglesia católica u otra secta religiosa. Mal hacen los políticos prejuiciosos y pacatos en eludir el tema en la Asamblea Nacional por temor al juzgamiento social. Pésimo hace el presidente de un Estado laico en anunciar a priori el veto de una ley necesaria como política pública, puesto que se trata de gobernar para todos los ecuatorianos y no solo para un sector de feligreses de determinada iglesia. Y estas conductas observadas son una limitante política, tanto de la derecha como de la izquierda, que no mantienen una posición ideológica militante sobre el tema del aborto y lo abordan en términos personales -en “libertad de decisión partidista”- en base a prejuicios y temores religiosos.
La sociedad, no obstante, expresa una opinión favorable a legislar en el tema del aborto en caso de violación sexual. El 65% aprueba que exista la despenalización del aborto, y el 76% de los consultados en encuestas (Cedatos) se opone a que una mujer que haya suspendido voluntariamente su embarazo mediante aborto vaya a la cárcel. Los políticos que se niegan a asumir su responsabilidad de legislar y gobernar en torno al aborto, no representan debidamente a la población del país. Si alguien se opone al aborto en casos de violación, o al aborto como práctica médica en general, está en su derecho a decidir practicarlo o no según sus convicciones personales, pero no puede oponerse y negar una ley de salud pública necesaria en la sociedad. La despenalización del aborto como política pública, tarde o temprano, estará ahí para quien quiera hacer uso de ella. Penalizar el aborto no lo impide solo hace que sea menos seguro. La penalización del aborto y las leyes restrictivas sobre imposibilitan a proveedores de servicios de salud hacer bien su trabajo y prestar una óptima atención a sus pacientes, conforme a la buena práctica médica y a sus responsabilidades éticas profesionales.
La OMS calcula que todos los años tienen lugar 25 millones de abortos inseguros, la gran mayoría de ellos en países en vías de desarrollo. En países con restricciones, la legislación prevé una lista reducida de excepciones a la penalización del aborto. Entre ellas figura el embarazo como consecuencia de una violación o de incesto, que se trate de un caso de malformación grave y mortal del feto o que haya riesgo para la vida o la salud de la persona embarazada. Sólo un pequeño porcentaje de abortos se practica por estos motivos, lo que significa que la mayoría de las mujeres y las niñas que viven en países con este tipo de legislación pueden verse obligadas a recurrir a abortos inseguros y poner su salud y su vida en peligro. La OMS ha señalado, además, que uno de los primeros pasos que debe darse para evitar lesiones y muertes maternas, es que los Estados garanticen que las personas tengan acceso a educación sexual y puedan utilizar métodos anticonceptivos eficaces, o someterse a abortos legales y sin riesgos y reciban atención con prontitud en caso de complicaciones. Según esta organización, en el mundo el 40% de las mujeres en edad de procrear viven en países con leyes sobre el aborto muy restrictivas. Sin embargo, en los últimos 25 años, más de 50 países han modificado su legislación para permitir mayor acceso al aborto, en ocasiones reconociendo que el aborto sin riesgos es fundamental para la protección de la vida y la salud de las mujeres.
Oponerse a legislar o negar una ley que regule el aborto para que deje de ser un acto ilegal y clandestino, ocurre cuando en temas sexuales y en la política no existe amor, o la apertura generosa de pensar en el otro y en la defensa de sus derechos. Por ese camino el país no avanzará hacia una sociedad más justa e incluyente.