«Creo que la frase ‘lectura obligatoria’ es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la buscamos (…) Es el único modo de leer», dejó dicho Borges.
Con ese principio de fruición literaria he buscado algunos libros de mis autores preferidos y cuando los encontré, junto a ellos hallé la felicidad de la que habla Borges. Esa felicidad que se la busca con los libros sin apremios, que no es obligatoria sino declamatoria, porque se la constata. Esa confirmación dichosa de la literatura hace menos tediosos a los libros, y algunos lo son. Y nos lo alerta Borges: «si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes».
Siempre me hice la pregunta, qué libros fueron escritos para mí para que la lectura sea una de las formas de la felicidad. Y la respuesta me la dio Poe, aquellos que nos hacen descubrir una belleza nueva cada día, una de las cuatro condiciones de la felicidad humana. Y en estos tiempos tan negados a la felicidad, tan escasos de bellezas cotidianas, tan amenazantes de desdichas, la búsqueda y el encuentro de la felicidad en los libros, es cuestión de honor personal. De dignidad humana con el decoro de cumplir con el único absoluto vital: ser feliz.
No todos los libros conducen a la felicidad, sino a esa dicha intrínseca de la lectura. No a esa felicidad gratuita sino aquella que nos cuesta superar la angustia existencial que describe Sartre o Camus en sus novelas. No sé si la infelicidad sea una condición para escribir. Nadie escribe siendo feliz, dijo alguien alguna vez. Lo cierto es que se lee siendo infeliz y con la lectura se deja de serlo.
Borges tiene razón. Por ahí podría empezar la mediación de la lectura, por la idea de felicidad. Cuando se lee asiduamente se desarrolla el sentido -tan escaso- de ser feliz. Uno reconoce el derecho propio que tiene de serlo, sin sentir vergüenza por la desdicha del otro. Ya lo dije el otro día: el acto de leer -por qué no volver a decirlo- es un acto egoísta provisto, no obstante, de extraña generosidad. Reservado solo para nosotros, pero dispuesto a ser compartido con los otros en las nuevas vivencias que inspira la lectura. Cuando se lee asiduamente, también se desarrolla un sentido de feliz subvención, de festejar las vidas de los demás.
Acerca de las anotaciones que ese otro de mis favoritos -Julio Cortázar- hizo de las lecturas y el lector, el gran cronopio reconocía que hay un lector-hembra, el tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo. Y también está el lector-cómplice, aquel que realmente se involucra de forma simultánea con lo que sucede a los personajes y puede ser el mejor amigo o más grande enemigo del autor. Y en esto Cortázar coincide con Borges debido a que, si un libro no le agradaba, lo abandonaba por la falta de tiempo para leer. En esa especie me reconozco.
La lectura es un hábito que trae múltiples beneficios, hasta ahora no se había comprobado que nos hace más felices. Las personas que leen son menos agresivas y más optimistas. La lectura es catarsis, expresión, un medio para entender y transformar el mundo. Y esas posibilidades son las que contribuyen a la felicidad.
Al fin de cuentas, a la lectura se concurre con la mente y el corazón abiertos, dispuestos los cauces del alma por donde fluyan ríos de la felicidad que producen estos grandes suscitadores, en la certeza del acto de leerlos para ser feliz.