Hemos aceptado el símbolo del pulgar azul como un presagio de buenos augurios, como tantas cosas que consentimos acrítica e inconscientemente en la vida. Pero de lo que podemos estar seguros es que el logotipo de Facebook, a pesar de que en sus rasgos nos indique que todo va bien como seña optimista, la preocupación de Mark Zuckerberg, su fundador demuestra todo lo contrario.
La gigantesca red social Facebook, no en vano es señalada como un monopolio asediado desde hace varios años “por especular con los datos de los usuarios de la red, permitir la circulación de teorías conspirativas, incentivar el genocidio, transmitir masacres en vivo y manipular a los adolescentes para que no puedan dejar la pantalla, aunque los afecte”, según denuncia la analista cubana, Rosa Miriam Elizalde.
Los intentos de Zuckerberg por cambiar los términos de la polémica sin afectar el modelo de negocios que inició hace 18 años convirtiéndolo en uno de los hombres más ricos de mundo, sin duda son denodados. Uno de estos esfuerzos fue el cambio de nombre de la plataforma digital Facebook por Meta. La corporación anunció por todo lo alto una enorme inversión para construir Metaverso, un espacio de realidad virtual en el que se podía hacer de todo, como si se estuviera físicamente en el lugar elegido.
La pregunta de rigor es por qué el cambio de identidad. La respuesta se la puede hallar en el libro Manipulados, de las periodistas Sheera Frenkel y Cecilia Kang, de The New York Times. (La batalla de Facebook por la dominación mundial, Editorial Debate, 2021, cuyo título original es An Ugly Truth: Inside Facebook Battle for Domination).
En el voluminoso texto de más de dos mil hojas, las autoras documentan más de mil horas de entrevistas con ejecutivos, empleados y sus familiares, amigos y compañeros de clase de Zuckerberg; activistas y abogados que desde hace años libran batallas contra la red social. Todos al unisonó logran desmenuzar “el modelo de negocio concebido deliberadamente para aniquilar la competencia y exprimir a una tercera parte de los habitantes del planeta, con unas ganancias de 85 mil 900 millones de dólares en 2020, y un valor de mercado de 800 mil millones”. Ganancias que son en fruto de una acción empresarial a expensas de la “privacidad y la seguridad del consumidor y la integridad de los sistemas democráticos”. No obstante, nada impidió su éxito. Y una de las razones del éxito radica en la visión de conjunto que les ofrece la plataforma a sus directivos “con un equipo de inteligencia contra amenazas que “ha trabajado anteriormente en la Agencia de Seguridad Nacional, en la FBI y en otros organismos gubernamentales, estudiando precisamente a los hackers y otros enemigos que ahora tienen bajo vigilancia”, según denuncian las autoras.
El libro arroja revelaciones reveladoras y sorprendentes, una de las cuales es que existe más crítica dentro de la empresa de lo que se pudiera suponer. Entre ellas, el intento de muchos empleados por alertar, sin éxito, a sus jefes acerca de “los desastres que provocan algunos algoritmos obsesionados con el crecimiento de la plataforma y la ganancia obtenida”. Un caso representativo es la catástrofe de Myanmar, un país eslavo desconocido para los directivos de Facebook que se evidenció como un nuevo territorio por conquistar. El ingreso de Facebook a ese territorio, significó avivar la hoguera de una tensión racial preexistente en ese país. La ONU, en esa oportunidad, declaró que las tensiones étnicas habían derivado en “un genocidio en toda la regla con la contribución sustancial de la compañía del pulgar azul”. Un acontecimiento que arrojó 24 mil rohinyás asesinados y 700 mil musulmanes huidos a Bangladesh. En tanto, se encendía la retórica de 18 millones de usuarios de la red social que eran monitoreados sólo por cinco hablantes nativos de Birmania, ninguno de los cuales vivía en Myanmar. El resultado es que decenas de miles de refugiados rohinyás han demandado a Facebook –hoy Meta– en Estados Unidos y Reino Unido, por promover el discurso de odio.
La publicación de las periodistas estadounidenses, Sheera Frenkel y Cecilia Kang, confirma que este caso es el ejemplo más extremo de cómo los algoritmos de la plataforma privilegian el extremismo, sin ser el único. El libro denuncia que mas de 90% de los usuarios activos de Facebook viven fuera de los EE. UU y la empresa suele soslayar el discurso de odio, porque estimula el crecimiento de los interesados en la red en zonas lejanas y oscuras del planeta que llegan tarde y mal al Internet. El libro deja en evidencia la incapacidad lingüística de entender y moderar millones de publicaciones de usuarios en comunidades de habla no inglesa. La incomprensión de sus propios algoritmos, a través de los cuales la red decide qué publicaciones ven las personas cada vez que revisan su feed de Facebook, y en qué orden aparecen esas publicaciones. Existe evidente inacción de la compañía a la hora de intervenir donde los programas de inteligencia artificial no llegan. Facebook sólo adopta medidas entre 3% y 5% de los casos de discursos de odio, y en un 0.6% de las publicaciones de contenido violento; un palpable descuido y desidia a la hora de responder a las denuncias de los usuarios.
El espejo virtual
El rostro inocultable de Facebook, es el negocio tóxico de un monopolio privado decidido a cualquier precio mantener la hegemonía y el dominio sobre millones de súbditos digitales. Sin embargo, el problema de Facebook no es Facebook, sino el sistema diseñado para que estos monstruos financieros prosperen y cambien de nombre para perpetuarse. La pregunta es qué podemos hacer los simples mortales ante esta realidad.
Facebook en un espejo que nos refleja de cuerpo entero, somos lo que proyectamos en la red social. Esta no miente, nos deja ser nosotros mismos con virtudes y defectos endémicos. Facebook es nuestro propio rostro inocultable. Nada de lo que publiquemos en la red virtual deja de ser parte de nuestra íntima condición humana. No por casualidad se llama Facebook, palabra compuesta por los términos anglosajones face (rostro) y book (libro). Algo así, como el libro de nuestra identidad. El rostro de lo que somos, escribimos, fotografiamos y publicamos. Y somos en Facebook lo que aspiramos ser o lo que aparentamos ser: más jóvenes, atractivos, sensitivos, inteligentes, amigables, valores que nos otorga esa aureola de poder personal con la cual aspiramos conquistar el mundo. También mostramos nuestras íntimas y singulares debilidades, la impronta cultural, conformación ideológica, mediocridades éticas, en fin, nuestras inconsistencias humanas de las que estamos hechos. Y todo lo exponemos y ponemos en manos de los dueños del monopolio virtual, a través de un inventario de información privada que descubre nuestras identidades para insospechados fines, a merced de los creadores del negocio digital más grande del mundo.
¿Podemos vivir sin seguir atrapados en la red social más popular del planeta, liberarnos de ella liberándonos de nuestros propios hábitos culturales, cosmovisiones ideológicas y monomanías? Difícilmente. Salirnos de Facebook es desnudarnos de nuestra propia piel.