La esperanza es lo último que se pierde, antes se pierde la paciencia, según manifiesta el pueblo de cara a las perspectivas del próximo año 2022.
Quemar el año que termina es una costumbre popular criolla, única en la región. Bajo las cenizas del monigote más quemado subyacen las frustraciones, el rechazo, la impopularidad con que los ecuatorianos solemos castigar a los malos gobernantes que, según una sentencia de Mariana de Jesús, acabarán primero con el país que los desastres naturales, y las pestes diríamos hoy.
Personificados en muñecos de trapos, papel y caretas de cartón que caracterizan sus rasgos más notables, los monigotes conjuran nuestros males sociales y naturales. Los artesanos que fabrican y comercializan estos monigotes de fin de año, aseguran que el más vendido -por tanto, el más quemado- es Guillermo Lasso, seguido por el Coronavirus y el ex alcalde metropolitano, Jorge Yunda. Tres males populares que, conforme su singularidad, nos dieron un pésimo año. Debemos quemarlos en la voluntad popular para exorcizar entre sus cenizas, los males y maleficios sociales, políticos y económicos que ellos encarnan en la sentencia ciudadana.
Tres monigotes que simbolizan las fatalidades que hicieron de este año, acaso, el peor de la historia nacional: en lo político, falta de gobernabilidad; en lo económico, corrupción campante, desempleo y evidente ausencia de reactivación; y en lo social, una deuda impaga en salud, educación, cultura y seguridad ciudadana. Todo aquello que los ecuatorianos queremos dejar atrás en el 2022, entre las cenizas del año que termina, como un conjuro de mejores días. En la esperanza de que el próximo año no nazca contaminado por los mismos males de su predecesor, esta vez no habrá viudas negras llorando su deceso, sino un pueblo con la paciencia perdida dispuesto a dar vuelta a la página. Y ante la eventual reencarnación de una crisis persistente, decidido a curarse en salud, perdida la paciencia promete movilizarse en defensa de sus derechos conculcados por la demagogia de los políticos, anhelos no escuchados, aspiraciones burladas y promesas incumplidas. Sueños convertidos en pesadillas de migrantes que, cada día, huyen del país arriesgando la vida en manos de coyoteros, en aventuras inciertas en procura de cruzar las fronteras de la muerte.
El régimen reitera algunas ofertas concebidas en los escritorios de sus propagandistas: «acelerar una reactivación del país» que no arranca, «crear oportunidades” imponiendo medidas impopulares, hablar del «gobierno del encuentro» en pleno desencuentro nacional, apelando a un diálogo de sordos por una senda de ciegos y mudos.
No en vano, los trabajadores desconfían de las promesas oficiales ante la eventualidad de una reforma laboral que conculca derechos adquiridos. Los indígenas decepcionados y sin respuesta a sus demandas, desisten de sentarse a dialogar, una vez más, con las paredes del palacio de Gobierno. Los empresarios, pragmáticos ellos, materialistas en sus ideales, cuestionan reformas tributarias y alzas de sueldos que intuyen contrarias a sus intereses de clase, porque sospechan que por ahí no va el camino de su recuperación económica. Las mujeres levantan su voz en contra de la discriminación y violencia de género que amenaza sus vidas. Ni una más ni una menos, dicen, en rechazo al oprobio sexual, político, social y económico de una sociedad patriarcal y reaccionaria. Los jóvenes se rebelan ante promesas demagógicas de empleo y oportunidades de estudio superior que, en los hechos, burlan sus sueños etarios. Son los ecos del clamor ciudadano y popular.
La noche del 31, en medio de los humeantes restos del año 2021, nos daremos un abrazo desafiando el distanciamiento social para rencontrarnos verdaderamente en la esperanza, con la paciencia perdida y los anhelos de transformar el presente y el pasado en un renovado porvenir. Solo así creeremos en la posibilidad de que la esperanza y la paciencia sobrevivan, juntas, en la lucha popular por un futuro mejor.